“Rafa el pino de la entrada se ha inclinado sobre la valla de la calle ¿puedes pasar?” “Acabo de entrar en casa, déjame saludar, me cambio y voy enseguida”.

Era Guillermo el vecino; las horas de trato para compartir aficiones, trabajos caseros y ayudas mutuas, han forjado una sincera amistad entre nosotros. En casa de Guillermo se está bien, porque al lado de Guillermo se está bien; es lo que tienen las personas buenas.

El día que estrenó su matrimonio con Laura, entraron juntos en aquella casa para iniciar una andadura que hoy reafirman maravillosa. Casi todo por hacer, dentro y fuera de las paredes. Dentro pusieron mucho cariño, abundante ilusión y algunos muebles, cortinas y cuadros. Después llegaron Rodrigo, Laura, Guillermo, Beatriz y Cristina; con sus lloros, risas, gritos y juegos llenaron la casa a rebosar.

Fuera, un pequeño terreno árido lo ha convertido, a base de esfuerzo y tiempo, en una zona amigable y acogedora. Rosales, hortensias, romeros, madroños, laureles, acebo, moreras, pinos, cipreses -y a trozos una capa de césped- le dan color, aromas y texturas todo el año.

El pino de la entrada se llevó la mayor parte de sus cuidados; creció sano y fuerte, ensanchó la copa un poco cada vez que la familia crecía, para asegurar la sombra al recién llegado. A su pie han pasado horas de charla, juegos, meriendas, siestas, peleas, reprimendas y reconciliaciones. Siempre amable, el pino ha sido punto de encuentro y refugio. Discreto, silencioso, tapaba sus oídos a las intimidades, cerraba sus ojos a las travesuras, en sus labios no había lugar para las indiscreciones. En las tardes calurosas, movía suavemente las ramas para multiplicar la brisa y aligerar el descanso de la pandilla.

Guillermo está en la calle con Julián, otro vecino que salía en bicicleta y al ver lo que sucedía se ha quedado para ayudar. Nos saludamos y me cuenta: la lluvia intensa de estos días y el viento racheado de la tarde, han podido con la resistencia del terreno y el pino ha quedado inclinado sobre la calle, apoyado en la valla. Hacemos planes para sujetarlo con una cuerda a una columna sólida y que aguante durante la noche. Cuando vamos a iniciar la operación, una nueva ventolera agita la copa, el tronco se remueve y cae lentamente arrastrando la valla y la farola de la acera. El estruendo de las ramas abrazando el asfalto nos sobrecoge; de reojo veo a Guillermo, la mirada fija en el pino vencido, sereno, luego cierra los ojos, mueve la cabeza y suspira ¡se acabó! Como siempre, sin alterarse, empieza a pensar en los demás: hay que avisar a los vecinos, poner unas vallas para cortar la circulación, traer la motosierra, darnos prisa para molestar lo imprescindible.

En dos horas hemos limpiado la calle y vuelve la normalidad; si no fuera porque la valla, la farola y las ramas amontonadas delatan el incidente, diría que nada ha sucedido. Algunos vecinos han acudido para interesarse, otros se paran al pasar. Para todos hay un agradecimiento, un no pasa nada, un gracias a Dios estamos bien. En el garaje hemos guardado el tronco y las ramas gruesas cortadas en trozos manejables. Se echa la noche y el frío, recogemos las herramientas, es el momento de la despedida. Quiero decirle algo sentido, acorde con el aprecio que le tenía, busco una frase que resuma el sentir, pero Guillermo se adelanta en voz baja: le tengo envidia, toda una vida al servicio de los míos y, al final, hasta su leña la llevaremos a la casa del pueblo para calentarnos en invierno; antes y después se ha consumido para los demás.

Vuelvo a casa, andando despacio para tener tiempo de saborear todo lo vivido esta tarde, convencido de que la historia del pino tiene mucho de la historia de Guillermo: en los dos casos da gusto estar a su lado. Es lo que tienen las personas buenas.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader