Nov 20, 2024 | Escritos
La última experiencia de viaje en tren está calentita, recién salida del horno; tanto que todavía no se han apagado las imágenes que a través de la ventanilla quedaron grabadas en la retina cada vez que levantaba la vista. La mañana soleada, dejaba fuera del vagón el fresco de las primeras horas del día; las lluvias que han empapado la tierra estos días pasados, han hecho reverdecer el campo en una imagen engañosa porque no es una primavera anticipada, si no la despedida del otoño antes de retirarse al interior de la tierra para que no la hiele el frío del invierno; entonces crece para adentro y brota de nuevo con fuerza en la primavera.
Ha sido esta semana cuando he viajado a León con Josemaría para visitar un colegio; con él comparto intereses vitales de fondo que nos unen en la dedicación al mundo educativo; pero nuestras aficiones caminan por derroteros distintos. Él es más de hacer cundir el tiempo que de mirar por la ventanilla; mientras yo me embelesaba con el reflejo del sol en la copa de los robles, él contestaba correos y atendía llamadas. Será por eso por lo que me sorprendió cuando, pasado la mitad del trayecto, cerró el ordenador, cerró los ojos el instante que dura un respiro hondo y me preguntó ¿qué te pareció la conferencia del sábado? Esa sí que no me la esperaba; me removí en el asiento para encontrar la posición correcta mientras por dentro una voz me decía “aprovecha, aquí hay tema”, porque la oportunidad era más para escuchar que para declarar.
El tipo nos había sorprendido hablando de optimismo en la educación, tanto en la familia como en la escuela. Necesario para que los jóvenes puedan superar las dificultades que en la vida se van a encontrar y fortalecer su voluntad para querer a los demás; sobre todo para amar a quien escojan para recorrer juntos el proyecto de vida. Aquí se extendió algo más en la importancia de un amor para siempre, hasta la muerte si hace falta. Y reforzó sus palabras con un párrafo de una canción de Joaquín Sabina ¡quién lo iba a decir! Es el estribillo de la canción “Contigo”: Y morirme contigo si te matas / y matarme contigo si te mueres / porque el amor cuando no muere mata / porque amores que matan, nunca mueren.
Al llegar a casa busqué la letra completa de la canción, tenía interés en saber por qué lo ponía de ejemplo. Y descubrí un canto al amor de verdad, de ese que no se conforma con banalidades, del que se manifiesta en la salud y la enfermedad: lo que yo quiero corazón es que mueras por mí.
La canción forma parte de un disco que lleva por título: yo, mí, me, contigo. Porque alguien capaz de amar así conjuga el tú, el contigo; quien ha sido educado en superar dificultades con optimismo, es capaz de compartir una vida hasta el final. El conferenciante nos hizo reír a la vez que nos dio abundantes ideas para educar con optimismo. Pero además consiguió que ahora me lo imagine dictando a dúo la conferencia con el cantautor Joaquín Sabina; uno dando ideas y otro poniendo música a la propuesta “lo que quiero muchacha de ojos tristes, es que mueras por mí”. Nada de tonterías, nada de trivialidades, que aquí quien más quien menos, a lo que aspira es a un amor de verdad, del que lo entrega todo en un “yo, mí, me… contigo”
Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader
20/11/24
Nov 13, 2024 | Escritos
La primera vez que me hablaron de “Recuerdos de la Alhambra” supuse que se trataría de un libro y tuve que añadir a mi historial una nueva metedura de pata; bien es verdad que como por entonces era muy joven, no me afectó mucho al orgullo. Aprendí que era una pieza para guitarra clásica compuesta en 1896 por el famoso guitarrista español Francisco Tárrega. Y que a través de la música también se cuentan historias. Con esa lección aprendida, más adelante comprobé que mi simpatía por Granada se alimentaba exclusivamente de canciones; hasta que en 1998 pasé allí unos días del mes de abril, asistiendo a un curso organizado por un colegio del Sacromonte. Los paseos por el Albaicín y la visita nocturna a la Alhambra multiplicaron el atractivo por la ciudad y busqué más leña para alimentar aquel fuego; la encontré en el libro “Cuentos de la Alhambra” de Washington Irving escrito en 1829. Este americano enamorado del embrujo de la misteriosa Alhambra, recopiló leyendas, fábulas y cuentos transmitidos de generación en generación, convirtiéndolos en historias apasionantes, donde destaca lo legendario y fantástico.
La pieza musical tiene el mismo título que el libro, si entendemos que recuerdos y cuentos se mezclan y entrelazan ficción y realidad; es quizás la obra más célebre del mundo para guitarra sola, inspirada en el espectacular conjunto de palacios y jardines de la Alhambra. Y si dejas volar la imaginación, también en las leyendas que se cuentan en el libro. Por ser una obra tan célebre ha tenido infinidad de versiones para todo tipo de instrumentos y de estilos. De las versiones vocales guardo especial cariño por “Solos en la Alhambra” (1983) del grupo español Mocedades. La música tiene la virtud de evocar recuerdos y emociones vinculadas a situaciones específicas de nuestra vida. Escuchar una canción que estuvo presente en un momento significativo, puede refrescar emociones ligadas a esa circunstancia y nos conecta con nuestro pasado de una manera intensa. Cuando suena el estribillo “Pasas junto a mí / y vuela mi sombra / hombre entre mil hombres / solos en la Alhambra”, en mi interior se mezclan las historias de Irwing con la música de Tárrega y la imaginación recorre las estancias de la Alhambra en busca de la sombra anhelada.
El mes pasado volví a la Alhambra; al acabar las sesiones del congreso al que asistía, nos habían preparado una visita para dos grupos reducidos, una vez que se cierra el horario del público. La tarde se había quedado fría y el tiempo de espera hizo que encogiéramos el cuello y nos aisláramos del otro. La guía, una tipa joven muy bien preparada, detectó el ambiente y se empleó a fondo desde el primer momento: con gracia, con profesionalidad, provocando nuestro interés, conectando con detalles personales. Poco a poco estiramos el cuello, salimos de nuestro yo y volvimos a ser grupo; incluso pareció que el tiempo mejoraba, seguramente por cada uno había mejorado la actitud. Es lo mismo que sucede en la vida, cuando ante las dificultades tendemos a escondernos en la cueva y estamos más pendientes de lo mío que de lo tuyo.
Cuando pasamos por el Patio de los Arrayanes la guía nos animó a hacernos una foto aprovechando que el viento había parado y el agua del estanque parecía un espejo. Por la noche en la habitación del hotel, recibí un mensaje con la foto que me habían hecho. Al abrirla me pareció que sonaba un fondo musical -o quizás fue sólo en mi interior- con la canción de Mocedades, porque también nosotros estábamos solos en la Alhambra.
Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader
13/11/24
Nov 6, 2024 | Escritos
El viernes por la tarde estuve de visita en el cementerio, uno de los varios que tiene Madrid; la tarde se había quedado preciosa después de la lluvia de la mañana. Unos cuantos coches marchaban cuando llegamos; dentro imperaba el silencio custodiado por los cipreses inmóviles que absorbían los comentarios de las pocas personas que aún quedaban. Por encima de las paredes de nichos que cierran los patios, nos cubría el cielo limpio de azul intenso, salpicado de nubes corridas que el sol de la tarde coloreaba de naranja pálido. Recorrimos sin prisa el camino que separa las tumbas conocidas, contagiados del ambiente tranquilo, respirando hondo la paz que flotaba en el aire. Delante de la lápida gris, sin más adornos que la cruz y los nombres grabados de quienes allí reposan, rezamos por su eterno descanso y recordamos anécdotas vividas o contadas. El grito del empleado alteró nuestro relajo; junto con las voces hacía gestos señalando el reloj. Se nos había pasado la hora y hacía quince minutos que tenía que haber cerrado; un tanto avergonzados le pedimos disculpas por alargar su jornada en un día tan intenso. Algo tenía aquel lugar que nos había retenido más de lo esperado.
En el pueblo, el cementerio está separado de la carretera por un camino amplio bordeado de cipreses que enmarcan la puerta de entrada. Aprendí de mi madre a rezar por los difuntos, cada vez que pasábamos por delante con el tractor camino de las tareas del campo. Luego, cuando quedó viuda, la he acompañado con frecuencia a rezar por mi padre, por los abuelos y por aquellos familiares que se han añadido a medida que la vida pasa. Al principio, ella salía dando un paseo y pasaba muchos ratos a solas con él; pero ni él ni ella estaban solos. El la tenía a ella; y a ella, el recuerdo nunca la ha bloqueado; en todo caso le avivaba el cariño, la impulsaba a estar activa para los demás: vecinas, enfermos, familia, amigas, siempre pendiente de los suyos. Los paseos frecuentes al cementerio y la oración continua, actualizaban el amor que les unió. Y un corazón que ama, transmite alegría, contagia optimismo, atrae porque a su lado se está bien. Y por eso siempre se ha sentido acompañada.
Ahora ya no está para paseos largos y vamos juntos. Se detiene delante de un nicho, de una tumba; se acerca para ver la foto, la reconoce, le sale el recuerdo fresco como si fuera de ayer. En algunas tumbas, el paso del tiempo ha borrado la numeración y las letras grabadas sobre la piedra arenisca; el musgo extendido sobre la lápida dificulta la localización. La parada se repite, avanzamos despacio, son historias de vivos porque las cuenta en presente, las adorna con mil detalles porque las vive y me las hace vivir, para ella es la vida de entonces y para mí la de ahora porque la vivo con ella.
El viernes, ya en la calle, una vez pasado el susto de que podíamos habernos quedado encerrados en el cementerio, sonreí con el recuerdo de los paseos con mi madre tan parecidos al de aquella tarde. Marché contento con el pensamiento de que todo el bien que han hecho esas personas sepultadas, todo el ejemplo que nos han dado, la luz que han arrojado con su comportamiento, no se apaga con el paso del tiempo como puede suceder con su nombre sobre la piedra; ha quedado impregnado en el ambiente para beneficio de quienes venimos detrás y hacen que el cementerio parezca un lugar de vivos.
Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader
06/11/24
Oct 23, 2024 | Escritos
Pasen y vean era el reclamo que utilizaban, a voz en grito, algunos espectáculos de la feria cuando se instalaban en mi pueblo para Todos Santos, incluido el circo que levantaba su carpa en el patio de la Escuelas Nacionales. No nos importaba pasar frío a los pies de aquel señor vestido para llamar la atención, subido a una tarima para que se le viera, mientras desgranaba una tras otras todas las maravillas que nos encandilarían si cruzábamos la entrada previo pago del precio que dejaría esquilmados los exiguos ahorros. La mayor parte de las veces, nuestra imaginación suplía la realidad y se dejaba llevar por las palabradas del orador como si de una nave espacial se tratara, en un viaje supersónico. Era un soñar despierto ambientado de olor a churros, patatas fritas y algodón de azúcar. Después, un recorrido sólo a mirar por las tómbolas, por los caballitos, por los autos de choque; y corriendo a casa con un revoltijo de emociones que mi madre tenía que interpretar, porque todas dichas de golpe, muy rápido y con grandes gestos, sólo las madres saben descifrar.
Pero lo de la Catedral de Burgos es otra cosa; nada de casetas de feria, de lonas sostenidas por endebles estructuras metálicas, tómbolas levantadas con frágiles paneles de madera o carpas sostenidas por tensores de cuerda. Estamos hablando de muros de piedra, de contrafuertes bien calculados, de siglos de trabajo, de algo serio. También aquí se puede vocear el “pasen y vean” pero con una diferencia en el resultado final. Al salir de la feria, casi siempre había un halo de desilusión porque lo vendido superaba lo visto; en Burgos, la Catedral te sorprende por mucho y bien que hayas oído hablar antes de cruzar la portada del Sarmental. Es lo que me sucedió hace dos semanas, cuando tuve la oportunidad de visitarla en grupo reducido, oyendo las explicaciones de un catedrático de Historia del Arte que hacía asequible en cuatro pinceladas la complejidad que nos rodeaba en las sucesivas capillas, vidrieras, sepulcros y retablos que visitamos. Ante la contemplación de la belleza, al espíritu le pasa como al edificio gótico, que se estira hacia arriba para estar más cerca de Dios. Ya en la calle, la lluvia y el frío que aquellos días se generalizó en toda la geografía, me obligó a encoger el cuello para taparme con ese gesto de recogerse sobre uno mismo, mientras recorría rápido el trayecto corto hasta el hotel junto al río. Fue la prolongación de la visita, los minutos de saborear lo vivido, la alegría de haber encontrado mucho más de lo que esperaba.
Dos días de trabajo con directores de colegios, alojados en aquel sencillo hotel de Burgos, repercutieron en la misma impresión que me había dejado la visita a la Catedral: la sorpresa está en el interior. Y si la sorpresa es para bien ¡miel sobre hojuelas! Allí me encontré con personas que conjugan el plural, el nosotros, porque el yo se diluye en el equipo para impulsarlo y animarlo; que asumen experiencias fallidas y puntos de mejora sin dramatismos; que buscan lo mejor para cada una de las personas que forman a diario y contribuir así a la mejora de la sociedad. Personas que en la calle no me hubieran llamado la atención.
Tarde he conocido la Catedral de Burgos, pero ha valido la pena si a partir de ahora esa experiencia va unida con la del grupo de directores de colegios, pues en los dos casos he recibido la misma lección: la sorpresa está dentro. Para llegar al interior de las personas hay que ir despacio, escuchar, prescindir de las primeras impresiones y ponerle algo de cariño. Entonces, si la sorpresa es buena, le puedes colgar el cartel virtual de ¡pasen y vean!
Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader
23/10/24
Oct 9, 2024 | Escritos
“En las sobremesas, solíamos sentarnos frente a frente y charlábamos. A veces callábamos. Nos bastaba sabernos y mirarnos. Nada importaban los silencios. Estábamos juntos y era suficiente” así lo cuenta Nicolás, prestigioso pintor en horas bajas, protagonista de la novela de Miguel Delibes “Señora de rojo sobre fondo gris”, un monólogo en homenaje a su mujer Ana y al amor que les une, fuente de su creación artística.
No hacía mucho que había leído la novela cuando me crucé por la calle con Carmen y Vicente, un matrimonio del barrio conocidos de toda la vida. Las ramas desnudas de los árboles dejaban pasar los rayos del sol tibio que caldeaba la mañana. Caminaban sin prisa, con las manos entrelazadas; su conversación se tejía con palabras suaves, silencios y miradas. Se detuvieron para saludarme y nos alargamos por su interés en saber de mis asuntos y de la familia. Por la bondad de su sonrisa y el calor del cariño con que me trataban, se me pasó el tiempo en un satiamén. Nos despedimos y al poco me volví para contemplarlos. Recordé la imagen descrita en la novela, hecha de presencia, de silencio, de estar juntos.
“A veces callábamos”. El corazón habla un lenguaje que también utiliza miradas de diversa intensidad. En ocasiones no hay algo nuevo que decir; entonces simplemente buscamos acompañar y sentirnos acompañados. Estar al lado del otro tiene una dimensión afectiva que va mucho más allá de lo que podemos contar en una conversación. Buscamos la compañía de las personas porque las cosas materiales, los objetos se quedan cortos; tienen un recorrido limitado en nosotros: cuando el triciclo se nos queda pequeño queremos la bicicleta, después la moto, luego el coche y cuando nos damos cuenta de que nada de eso nos colma, buscamos la persona con la que compartir la vida, o a Dios. La felicidad no consiste en tener más, si no en amar más que es lo propio de la persona. Un corazón lleno de cosas materiales está frío; y como de lo que llena el corazón habla la boca, de esas personas sale indiferencia y olvido. Una persona que tiene el corazón caldeado por el amor, habla con cordialidad, mira con cariño, sonríe con simpatía, saluda con un cálido apretón de manos o un beso en la mejilla.
Doblaron la esquina, se ocultaron a la vista y siguieron presentes en el impacto del ratito pasado a su lado. Si aquella mañana la reflejara en un cuadro, sobre el fondo gris de lo ordinario destacarían dos manchas de color, dos pinceladas de trazo grueso que atraerían la atención de lo extraordinario, tanto como el sabor que me dejó aquel encuentro con mis vecinos, señor y señora de rojo.
Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader
09/10/24
Sep 25, 2024 | Escritos
Santiago es un jardinero joven, alto como un ciprés, enamorado de su profesión, que sabe todo sobre plantas, casi todo sobre pájaros y mucho de animales. Tenemos en común que nos hemos criado en el campo, por eso nuestras conversaciones, aunque empiecen hablando de la vida en general, acaban aterrizando en los temas que nos unen, donde sintonizamos el mismo lenguaje y revivimos ambientes parecidos.
El lunes fui a saludarle mientras trabajaba en el jardín; se puso de pie, se quitó los guantes, esbozó una sonrisa y me enseñó el teléfono: “mira lo que me encontré el otro día mientras limpiaba las hojas debajo de un matorral”. Era la foto de un erizo hecho una bola marrón cubierta de púas. Recordaba que hace cuatro años, durante el aislamiento por la pandemia, me había encontrado con otro en la misma zona. Podría ser el mismo, porque viven de media unos ocho años y este es más grande, ha crecido. Durante este tiempo es normal que no lo hayamos visto porque son nocturnos, transitan de noche en busca de insectos y de día duermen entre la hierba o en agujeros en la tierra, donde cavan madrigueras para protegerse. Es un animal solitario, territorial y de oído muy fino; en cuanto oye un ruido que le resulta extraño, se protege con las púas haciéndose una bola.
De pequeño, cuando estábamos por el campo, nos advertían que no nos acercáramos al erizo porque pincha. Supongo que era una leyenda dicha con ánimo de que fuéramos precavidos, porque las púas del erizo no pinchan ni es un animal que ataque; simplemente se protege, quedándose quieto en esa posición mientras intuye peligro.
Aquellos días del confinamiento salí al jardín con frecuencia; un día me encontré con el erizo cuando se refugiaba bajo unas ramas en el suelo. Al acercarme se hizo bola, me puse a su lado en cuclillas y permanecí buen rato sin moverme. Poco a poco deshizo la bola, se estiró y avanzó; en cuanto me moví, volvió a protegerse. Los días siguientes iba a buscarle, no siempre con suerte. Cuando lo encontraba me ponía a su lado, lo observaba sin tocarlo; acabó acostumbrándose a mi presencia y llegué a tenerlo entre las manos mirándome con su cara tan simpática.
“Santiago, el comportamiento del erizo me recuerda el de algunas personas; necesitan tiempo y cariño para que se encuentren cómodas y entonces se abren”. Le conté el caso de Ángel, un chaval que conocí en el instituto cuando cursé COU nocturno. De gesto serio, poco participativo en grupo y en apariencia de pocas palabras. Vivíamos cerca y, al salir de clase, casi todos los días hacíamos juntos el camino de regreso. Llegamos a tener una sincera confianza y me hablaba con desparpajo de su familia, del trabajo, de las aficiones. El tiempo que pasamos juntos y la atención que le presté, hizo que se abriera y que le conociera en profundidad. Combinaba el trabajo en un banco con el estudio; se graduó en Derecho, preparó oposiciones y sacó plaza de Notario. Algunos de los compañeros de clase me llamaron sorprendidos por la noticia de Ángel; simplemente no le conocían. No habían tenido la oportunidad de traspasar la bola con la que se protegía.
Habitualmente es Santiago quien habla, porque a sus conocimientos y experiencia de la vida, añade sentido común y verbo fácil; disfruto escuchándole y se nos pasa el tiempo rápido, hasta que el cuello se me cansa de mirar hacia arriba cuando estamos de pie y lo tengo enfrente. Pero esta vez le tomé la delantera y vi que asentía la comparación entre el erizo y algunas personas. Sin embargo, la última palabra fue suya, porque cerramos la conversación con su comentario. “lo siento por tu amigo, pero hay una diferencia notoria: este es un erizo simpático”.
Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader
25/09/24
Sep 18, 2024 | Escritos
Acerté al salir pronto de casa porque encontré la circulación algo espesa aun siendo una hora temprana. Y tuve suerte con el aparcamiento, pues nada más girar la esquina un coche dejaba el hueco que buscaba. Aquella era una calle de tránsito vecinal, tranquila; tanto que el paso de peatones no tenía semáforo. Crucé sin mirar a derecha ni izquierda, confiado en el silencio que anunciaba ausencia de peligro, con el pensamiento puesto en el encuentro que me esperaba y la marcha apresurada de quien llega tarde, aunque no fuera el caso porque tenía unos minutos de margen. Cuando puse el pie en el otro lado, pendiente del bordillo roto en un tramo de la acera, me sorprendió un ¡buenos días! que de momento me sobresaltó, porque me pillaba encerrado en mi mundo. Me detuve, levanté la vista y miré en la dirección del saludo. Respiré hondo, la sangre se acumuló en la cara al sentirme avergonzado, sonreí un poco forzado y respondí con otro “buenos días”; recuperé la serenidad y añadí una frase de arrepentimiento “disculpe, no le había visto”. El barrendero un poco oculto entre los coches, que me había visto cruzar -éramos los únicos pobladores de aquel micro mundo- seguramente pensaría “otro que va acelerado”, y quiso regalarme una sonrisa para alegrarme el arranque de la mañana. Antes de entrar en el edificio me volví para buscarle con la mirada; le vi limpiar, vaciar una papelera y hablar con un anciano que paseaba con el perro en una mano y el bastón en la otra.
La entrevista salió mejor de lo que esperaba y cuando volví al exterior, la mañana me parecía más cálida, tenía ganas de sonreír y de volver a encontrarme con aquel buen hombre. Le vi en la plaza al fondo, fui en su busca, le agradecí el gesto y el saludo inicial porque me bajó a tierra y llegué a la visita más centrado. Estuvimos hablando un rato y antes de despedirnos le pregunté si este Ayuntamiento también entregaba cada año “la escoba de oro”. Se lo tomó a broma y soltó una carcajada porque eso le sonaba a jugador de fútbol, a espectáculo de masas. Bajando el tono y con una sonrisa que le iluminaba la cara me dijo que su trabajo pasa escondido, que habitualmente nadie se fija en lo que hace y que a él no le hacen falta premios para intentar hacer bien su trabajo y ser amable con las personas.
Ese día le puse cara al protagonista de la historia que nos contaba Evaristo. En Barcelona a finales de 1974, un amigo me llevó por el local de una asociación de actividades para jóvenes. De aquella primera visita recuerdo la alegría bulliciosa que llenaba el pasillo estrecho, una charla sobre la Navidad que ya asomaba por la esquina y la narración de Evaristo durante la merienda: nos habló del barrendero de su barrio varias veces premiado. Decía que el Ayuntamiento otorgaba cada año la “escoba de oro” al empleado de la limpieza que más puntos sacaba por la valoración de su trabajo y de su comportamiento con los vecinos y comercios de la zona. Era un gran comunicador, nos metió a todos en la historia escenificando posturas y movimientos, y nos tuvo con la boca abierta pendientes del relato. Aquel día Evaristo me añadió a la lista de amigos y durante años hemos pasado juntos muchas horas. De vez en cuando le pedíamos que nos contara la historia y siempre me causó el mismo impacto de la primera vez. Como les pasa a los niños con los Reyes Magos, nunca quise saber si el personaje era real y la leyenda cierta o era una novela que nos contaba para entretenernos; y desde luego que nos entretenía, tanto como nos divertía y nos transmitía una actitud en el trabajo que él se esforzaba por vivir.
Cuando me despedí de mi barrendero me acordé de Evaristo y me entraron ganas de escribirle para decirle que le perdono si el suyo no era de verdad; porque personas como aquel existen. Yo me lo he encontrado, aunque ahora no le den la escoba de oro.
Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader
18/09/24
Sep 4, 2024 | Escritos
Así empieza un poema de Carmelo Guillén, un sevillano de mi quinta que conocí durante una velada cultural en un curso de verano en Jerez de la Frontera. Por entonces, recién estrenado el nuevo milenio, era profesor de instituto además de escribir poesía y bastante bien según la crítica. Sentados en la terraza para aliviar el calor con el ligero fresco de la noche jerezana, formamos un semicírculo amplio en torno al poeta que nos explicaba los detalles de cada poesía; poco a poco las sillas se fueron acercando, cerrando el círculo a medida que aumentaba el interés por las palabras del artista. Recitó alguna de sus composiciones, acompañando cada verso de una musicalidad y ritmo que te envolvía y elevaba hasta devolverte a la tierra con el punto final en un aterrizaje suave.
Desde aquella noche, recuerdo con frecuencia la que empieza con el título de este escrito “De amigos ando bien y me gusta enseñarlos en álbumes de fotos y hacerles coincidir y que se den sus números de teléfono, que tengan entre ellos un trato”. A lo mejor será también porque retrata muy bien a mi amigo José Manuel, de quien me enorgullece que me tenga en su corazón y en su lista de amigos y, de vez en cuando, me haga coincidir con otros de esa lista. Por eso conozco a padres de alumnos del colegio donde trabaja, a compañeros de su anterior trabajo, a vecinos del barrio donde creció, a su cuñado, a colegas de su hijo universitario; y tengo sus teléfonos y de vez en cuando nos cruzamos algún mensaje de pedir favor.
Sus padres dejaron el pueblo de unos pocos cientos de habitantes, marcharon a la capital y se instalaron en un barrio de la periferia. Al poco de nacer José Manuel descubrieron que su corazón no era de serie, que estaba hecho de otra pasta más flexible, con capacidad de ensancharse para albergar ilusiones y personas sin tener que decir basta. Dejó pronto la escuela por aquello de ayudar en casa cuanto antes; pero ya de casado y con hijos sacó carrera universitaria, aunque eso no lo dice a la primera, ni a la segunda ni a la tercera, que lo suyo es lo de menos y lo tuyo lo de más.
“De amigos ando bien y hacen lo que quieren de mí, sin consultármelo, que vienen a mi vida y me cogen el peine, y se peinan, y me ponen los versos perdidos de afecto, y se resbalan en este corazón que es su casa”. Así es mi amigo, su corazón es mi casa o la tuya si eres mi amigo; y su casa un corazón, porque así de a gusto estás cuando franqueas la puerta y te recibe la sonrisa de Carmen, su mujer que le anima a invitarnos a todos, porque antes que a todos ella ya ha recibido más que nadie y se siente privilegiada. Aunque a veces ella lo mira con esa mezcla de cariño y amonestación, porque cuando está entre amigos, en algún momento sus gestos pueden resultar un poco toscos y su voz algo estridente; pero a nosotros nos da lo mismo porque andamos ocupados en él, como dice el poema “De amigos ando bien, y andan ocupados en mí, en si me peino, en si estoy o no cómodo, si salgo en mangas de cariño o si llevo o no el cuello rozado de quererles”.
Tiene una fe recia en su Dios y la hace realidad en nosotros sus amigos, sin reconvenciones ni monsergas; en todo caso me dice que de ahí saca fuerza para querer a los suyos, que me los hace sentir como míos; y a los míos que hace tiempo los hizo suyos. En eso y en otras cosas es para nosotros ejemplo, precisamente porque no va de ejemplar y nos echa a nosotros la culpa de ser feliz: “De amigos ando bien y me noto importante, tal vez algo más gordo de ser feliz, por eso me quedan las camisas estrechas y me sale un brillo en la mirada sólo porque de amigos ando bien”.
Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader
04/09/24
Ago 28, 2024 | Escritos
Mi abuela Agustina tenía poder de convocatoria sin levantar la voz; a su lado se estaba a gusto y por eso estaba siempre acompañada. Su casa en las fiestas era punto de encuentro familiar y los domingos después de misa, un peregrinar de nietos. Se hacía mayor y propuso hacer una romería para dar gracias y, se intuía, para decir adiós a la familia, aunque eso nunca nos lo dijo. Quedamos en Torreciudad, un santuario dedicado a la Virgen cerca de Barbastro, equidistante de los varios puntos que acudiríamos para acompañarla ese día. Han pasado algo más de cuarenta años y de aquel día nos queda el grato recuerdo de la jornada, una foto en color que ha perdido buena parte del brillo y la ausencia de unos cuantos de los que formaban el grupo.
Ese sitio, como la casa de la abuela, fue lugar de encuentro de personas con personas. Supongo que para eso lo hicieron, y también para que las personas puedan encontrarse con Dios de la mano de la Virgen; y con la naturaleza, o con el silencio y la paz, dada su fácil localización a la vez que cerca de nada y apartado de todo.
El recuerdo de la abuela me viene porque este mes de agosto he pasado unos días en Torreciudad, con un grupo variopinto por su lugar de origen y por las circunstancias de cada uno. De nuevo el encuentro entre personas. La convivencia es enriquecimiento, es ampliar horizontes al comprobar cómo tipos tan distintos caminan hacia un mismo objetivo, que los modos no son únicos. Ese lugar invita a vivir la fe allí y en tu pueblo o ciudad, a bajar el cielo a la tierra y pasar de la oración a la acción sin cambiarse de ropa. El espíritu cristiano se manifiesta integrador, de tender puentes entre orillas separadas por el río de mil historias; aunque no tiene la exclusiva y algunos comportamientos contrarios son la excepción.
Gregorio llegó la tarde del segundo día, acompañado de Félix; nos sentamos juntos en la cena. No nos conocíamos, pero nos levantamos como si de toda la vida. Tomó la iniciativa para contarme alguna cosa de su vida y situarme; no sé bien en qué momento me debió preguntar, pero me vi hablando de mí, contándole mis impresiones sobre algún punto de interés común y él me seguía con atención. El porcentaje de uso de la palabra cayó de mi lado por abrumadora mayoría. Esa escena se repitió con frecuencia el resto de los días: Gregorio escuchando y alguien contándole lo que sea; se interesaba por tus intereses, sacaba temas en los que podías aportar y la conversación fluía amena, entretenida. Como a mi abuela, siempre le veía acompañado; al lado de esas personas se está a gusto, por eso atraen.
Ahora cuando pienso en esos días, en la película de mi memoria se juntan la abuela Agustina, Torreciudad y Gregorio; será porque a pesar de ser tan distintos, encarnan el mismo papel: el de atractivo punto de encuentro.
Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader
28/08/24
Ago 14, 2024 | Escritos
Cuando nací, mis padres me inscribieron en la escuela de la vida sin pedirme permiso, que por entonces eso no se estilaba. Acertaron, y eso que no habían hecho ningún curso de “toma de decisiones”; por no hacer, ni siquiera habían hecho el curso prematrimonial; quizás porque andaban sobrados de cariño y también de salud; de dinero mal, aunque eso fue así entonces y siempre.
Después, cuando ya tuve edad para decidir por mi cuenta, seguí renovando la matrícula cada año en la escuela de la vida, donde sigo con interés cada día las lecciones que me ofrece. Incluso tengo un blog que se titula “vidaescuela” para poder compartir lo que aprendo de la vida, sobre todo de las personas que son fuente inagotable de buen ejemplo. La vida se enseña con vida, por eso se dice que “fray ejemplo es el mejor predicador”.
También me llevaron a párvulos con doña Encarna y luego a la unitaria con don Emilio, que me preparó para entrar en el Instituto. Marché pronto de casa y empecé joven a trabajar en un banco; por insistencia de un amigo que se puso pesado con razonamientos de futuro, hice el COU y luego me matriculé en Económicas, flamante facultad al final de la avenida Diagonal en Barcelona. El trabajo en el banco ocupaba más importancia en mi vida que los estudios; por entonces aspiraba a ser Presidente de la Entidad y pretendía conseguirlo a base de echar horas, algo que con suavidad se puede calificar como “error de juventud”. Iba a clase las tardes que podía; y de las que podía, algunas no había porque era el final de los setenta y el ambiente político estaba efervescente. En el segundo trimestre me nombraron subdirector de una oficina y dejé de aparecer por la facultad. Seguramente nadie se percató; igual voy un día a ver si todavía guardan mi expediente o me borraron de las listas por no llegar al mínimo de asistencia.
El primer día de Teoría Económica, el profesor nos dijo que, en esto de los dineros, lo importante es que haya más ingresos que gastos. Ese principio me quedó claro y me ha acompañado siempre como guía de actuación, por cierto, con bastante utilidad. Aunque sólo sea por eso, valió la pena mi paso por la Universidad. A lo largo de los años he podido comprobar que no todos han tenido la suerte de tener un profesor de Teoría Económica como el que tuve, y así les ha ido.
Cuarenta años después he tenido la oportunidad de volver a la Universidad, para hacer un Máster, de los de verdad, de los de dos años dale que te pego lunes y jueves. Si mi padre lo llega a saber, le hubiera dicho a San Pedro que se esperara, que quería ver a uno de sus hijos con ese título. Él no fue más de tres años a la escuela, en la época que la República fomentó la escolarización. Para trabajar en el campo no hacían falta títulos, así que su padre le dijo que ya había suficiente y a los doce años se despidió del maestro. De aquel poco tiempo en las aulas le quedó muy buen recuerdo de Don Aniceto, maestro del que con frecuencia evocaba sus enseñanzas.
Desconozco si Don Aniceto les enseñó Teoría Económica, pero mi padre siempre tuvo claro que para dar hay que tener. Eso lo aplicaba en el dinero y en todos los aspectos de la vida; siempre fue por delante con su ejemplo y así nos enseñó a ser buenas personas. Hoy es fácil encontrar muchas personas que te dan montones de buenos consejos, que sirven para poco; y algunas menos que dan buen ejemplo con su vida, que eso sí que sirve para mucho. En ellas me fijo, porque son la escuela de la vida.
Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader
14/08/24