Era un vividor

Era un vividor

En el colegio, últimamente Jaime me hablaba con frecuencia de su hermano Miguel; era director de un colegio en Sevilla, pero había pillado una enfermedad rara y poco a poco iba delegando funciones.

Eso era allá por 2018 cuando su hermano tenía cuarenta años. Unos meses después coincidimos en un congreso de colegios; asistía como acompañante de su mujer. No les conocía, ella intervino en el turno de preguntas de una ponencia y al acabar fui a presentarme. Se asombraron de que estuviera tan al día de su situación y el motivo no era otro que su hermano; entre ellos había mucho cariño disimulado en un cuerpo grandote. A base de esfuerzo y optimismo, se movía entre los asistentes sin que se le notaran mucho las manifestaciones de la ELA, esa enfermedad incurable que en aquella época ya había dado la cara. De vez en cuando desaparecía y se iba a la habitación a descansar.

Miguel y Lucía se habían casado jóvenes, tenían cinco hijos por entonces de entre seis y catorce años. Trabajador, ordenado de cabeza, con gran capacidad de análisis y ejecución. Muy deportista desde pequeño, practicaba tenis, futbol, pádel, piscina; siempre que podía con los hijos, a los que dedicaba mucho tiempo. Un día al volver a casa después de un partido, comentó que había fallado un gol clarísimo: fue a darle al balón y no acertó; se reía de que le hubiera pasado a él. Además, se había cansado y le costaba respirar. Al poco en una cena con matrimonios amigos, lo contó para hacerles reír de lo mayor que se estaba poniendo. Uno de ellos, médico, se había dado cuenta de algunos movimientos torpes al servirles y, antes de despedirse, le aconsejó que fuera al médico.

Fue para revisar los pulmones y allí no había nada, estaba limpio. Pero le dijeron que las pruebas habían detectado que tenía una enfermedad degenerativa, mortal, sin tratamiento. Respiró hondó, apretó la mano de Lucía y preguntó ¿cuánto me queda? Desde entonces aprendió a vivir de otra manera, pendiente de ella y de los hijos, para hacerles la vida lo más agradable posible. De lo suyo, en casa se hablaba con naturalidad y todos colaboraban; cuando la voz se le fue entorpeciendo, el mediano era el que mejor le entendía, prácticamente con la vista sabía lo que necesitaba.

Quererse en la salud es fácil, pero ¡ay, cuando llega la enfermedad! Y esa prueba la pasaban cada día con buena nota. Se habían enamorado siendo de una manera y eso se había esfumado. Ahora se querían por quien eres y no por como eres. Convencidos de que, aunque haya enfermedades incurables, no hay personas incuidables; todos arrimaban el hombro.  No podían evitar momentos de lágrimas y tristeza, pero en la fe encontraban la fuerza para secárselas y continuar. La pregunta que se hacían no era ¿por qué? sino ¿para qué?

Coloquialmente entendemos por vividor aquel que vive a cuerpo de rey. Pero en un sentido más profundo, un vividor es el que vive para hacer feliz a los que tiene alrededor; aquel que vive procurando encontrar el sentido, a pesar del sufrimiento: y a veces es fácil y a veces complicado.

Miguel falleció año y medio después de conocernos; a través de su hermano seguí muy de cerca su evolución. Vivía hablando, últimamente por medios electrónicos, de la vida y de la muerte, de alegrías y sinsabores. Sin censurar, buscando el sentido que no siempre es fácil encontrar, optimista y alegre: era un vividor.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

26/06/24

Un caballo cualquiera

Un caballo cualquiera

“La penumbra somnolienta envolvía las caballerías y las dibujaba fijas como las figuras de plástico que los niños usan en sus juegos; ni el chirriar de la puerta ni el rayo de luz han distraído su calma.

Desde el fondo de la cuadra llegaba el golpeteo de cascos contra el adoquín del suelo y el relincho quedo de un animal inquieto; resoplaba nervioso, sacudiendo la cola, cabeceando arriba y abajo, como quien espera que llegue la hora de la cita.”

Así imaginaba la escena en aquella antigua finca Santa María del Pino a las afueras de Jerez de la Frontera, que ahora toma el nombre del pozo y el albero que le rodea, enclavado donde los caminos del paseo se cruzan. Hace ahora veinticinco años que pasé allí el mes de agosto en un curso de verano. En el recuerdo queda el blanco de las paredes encaladas; el verde de pinos, palmeras y cipreses en distintos tonos; el amarillo albero de los caminos que serpean el jardín. Los paseos adoquinados que se recorren a la sombra del atardecer, la plaza enchiná que reúne los edificios de la vivienda, los soportales que acogen las tertulias al fresco de la noche.

La finca conserva los lagares y las cuadras, ahora habilitadas para otras actividades. El olor a uva en los días de vendimia y el relincho de los caballos que otrora se utilizarían, los percibía en el ambiente. Acoplado en el sillón de mimbre trenzado, con los ojos entornados a la brisa de los pinos, dejé correr la película que había empezado a pasar por mi cabeza.

“Una tarde a la hora de la siesta, cuando los hombres dormitaban su cansancio y las mujeres trajinaban silenciosas en la cocina, D. Manuel salió de la casa -él solo- hacia la cuadra.

El animal sabía que era su día; lo intuía desde que hubo movimiento a su alrededor por la mañana, cuando trajeron un arnés completo con olor de piel nueva. Ahora cerraba los ojos y quedaba relajado al notar las caricias en la frente, el cepillo sobre la piel y unas palmadas de cariño. Mansamente jugaba a ser cómplice del estreno y facilitaba el movimiento para que le colocara el cabezal de borlajes y la montura con baticola, festoneadas de cascabeles dorados.

Antes de la próxima feria quería probarlo con tranquilidad -solos los dos-, por los caminos sombreados del jardín. Desde la casa hasta el pozo, entre acacias, palmeras, pinos y plátanos, repetían pasos de dos, de tres, trote suave, cambios de ritmo, giros y arreones.

De regreso, con engallamiento airoso y paso campanera, caminaba confiado, orgulloso de la carga, levantando la cola como una cascada de espuma, dócil a la mano suave que le sujeta las riendas en corto.

Atraídos por el sonsonete trotón, los hombres han salido uno a uno por la puerta, bostezando su pereza, a sentarse en el banco de piedra del porche enchinado.

Al repicar en el patio empedrado se han puesto de pie para recibirlos bajo los arcos. Terminaba la prueba sonriente, satisfecho. Con una mano le acariciaba el cuello y con la otra le acercaba la oreja para susurrarle algunas palabras. Le ha despedido con una palmada y el caballo ha marchado -sólo- hacia la cuadra.

En corro, los hombres comentaban su sorpresa y se admiraban del arte de D. Manuel, que toma un caballo cualquiera -uno más de la cuadra-, lo enjaeza gustosamente y en sus manos es un animal inteligente, fuerte, temperamental.”

Me removí en el sillón, volví a la realidad y pensé que también en la vida he tenido esa experiencia, la de convivir con personas extraordinarias que no se dan importancia al ayudar a los demás y pasan desapercibidas como otra cualquiera.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

19/06/2024

Despertar

Despertar

El pueblo tiene esas cosas, a las buenas me refiero. Subo a la terraza para saludar el despertar del nuevo día y me encuentro con un espectáculo de color, música y movimiento que me retiene absorto. Respiro hondo el fresco de la mañana, apoyado en la barandilla metálica de barrotes claros y sencillos, desde donde la vista se escapa recorriendo la plaza, paseando por encima de los tejados para acabar escondida allá donde parecen unirse lo divino y lo humano.

El sol despuntando fiel a su cita temprana, se adivina en los rayos que resaltan los copos de algodón suspendidos del firmamento, nubes blancas tiznadas de rosa tibio, anticipo de la tormenta que se formará a medida que avance la mañana. La paleta multicolor me ofrece variedad de contrastes: el del verde barandilla repintado cada primavera por mi madre con el verde de los cipreses que rodean la plaza y sujetan el cielo a la tierra; el de la piedra arenisca de la fachada con el gris hormigón de las gradas; el de los tejados viejos con los nuevos que dibujan en el horizonte una línea nítida de separación entre lo terrestre y lo celeste; el del azul limpio del firmamento que nos envuelve por encima de las nubes con el del terrazo rojizo del suelo.

En un suave barrido de izquierda a derecha, la mirada recorre el cuadro que me ofrece la naturaleza y se detiene un momento en las pinceladas que resaltan los colores. Sólo el movimiento y el canto de los pájaros distraen la atención y despiertan el afán de abarcar el color, la música y la animación en un solo impacto. Las golondrinas, vencejos y palomas se pasean de aquí para allá, llenan el ambiente con la algarabía de sus trinos y ocupan el espacio con el vuelo inquieto de idas y venidas mil veces repetidas.

Las palomas en el tejado del campanario de la iglesia del convento al otro lado de la plaza, se pasean en parejas con el arrullo celoso, propio del ritual conquistador. El ruido imprevisto de una moto las espanta, salen en bandada aleteando agitadas hasta alejarse del peligro y recalan de nuevo en la casa vecina al cabo de un instante.

Los vencejos surcan el aire en movimientos rápidos y quiebros encadenados; intento seguir a uno y me pierdo. Van y vienen, suben y bajan, no descansan, inagotables; dicen que vuelan de modo ininterrumpido nueve meses al año. Les distingue una mancha negruzca en forma de medialuna, cola de horquilla y el chillido que emiten de continuo, breve y monótono

Las golondrinas descansan sujetas a la pared; se dejan caer para iniciar el vuelo desde abajo, enseñando su vientre blanco al pasar por encima de mi cabeza con un canto de gorjeos y trinos.

Así, siguiendo a unos y otros, cerrando los ojos para oír y abriéndolos para dejarme sorprender, parece que el reloj está parado, que el partido se ha detenido en un tiempo muerto; no hay prisa. Llegué ayer con mi madre, marcharé mañana y ella se quedará a pasar el verano. Leí que la familia es el lugar a donde siempre se vuelve; que uno sale a la calle, al mundo, al trabajo, a los amigos, pero después vuelves a casa, con la familia. El que tiene a donde volver, anda por la vida con una actitud distinta. Aquí, en esta primera hora de la mañana siento que he vuelto, porque esta escena que ahora me llena no es nueva y al revivirla hoy, vuelvo a casa.

Que la familia es el lugar donde tu ausencia no pasa desapercibida. Y aunque ahora la casa está vacía, oigo las voces que le daban vida, que me ayudaron a crecer y me acompañan con la huella que me dejaron; al recorrer las habitaciones me saludan ¿qué tal te ha ido? Y entonces estoy preparado para volver a la calle, al mundo, a los amigos.

Y en cuanto a los pájaros, digo yo que la explosión de júbilo habrá sido por verme; el caso es que no he reconocido a ninguno de los de antes. Debe ser que soy lento de despertar.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

12/06/2024

Aunque no lo parece

Una tarde de esta semana, entré a comprar en el super del barrio antes de llegar a casa; era de esos primeros días que el calor se dejó sentir. Dentro se estaba de maravilla: fresquito, poca gente y música de fondo; se me pasaron las prisas y anduve de una estantería a otra repasando lo que necesitaba. Me sorprendió aquella canción eterna que me acompañó hasta la caja, donde una empleada treintañera esperaba sonriente a que pusiera la compra en el mostrador, moviéndose disimuladamente al ritmo de la música, como reteniendo lo que vibraba en su interior para no llamar la atención. ¿Qué es lo que suena? le pregunté por iniciar una conversación y hacerle ameno aquel instante. ¡All Too Well! de Taylor Swift, contestó rápidamente con los ojos bien abiertos. Debí poner cara de interés y coincidió, además, que detrás no había más clientes, porque la muchacha se lanzó a explicarme cómo había disfrutado en el primer concierto de la artista en Madrid el jueves anterior. Me habló con tal pasión del mundo swiftie que a punto estuve de pedirle que me añadiera a la lista una de taylormanía, como si de una bolsa de plástico se tratara.

Mientras caminaba en busca del coche con la bolsa de la compra, se me pasó por la cabeza que aquella chica no parecía lo que era; me refería a que, si no le hubiera preguntado, me habría perdido la oportunidad de descubrir lo que albergaba en su interior. Algo parecido a la historia que contaba en la prensa el fotógrafo Víctor Clavijo en agosto de 2020 y que la recuerdo de la siguiente manera:

Clavijo empezó a impartir una actividad en una asociación por el centro de Madrid, tres días por semana. El local quedaba cerca de una parada de metro y aquel recorrido lo hacía a pie. El primer día, al pasar por la calle Preciados esquina con Callao, se encontró una señora entrada en canas tocando el violín; no le prestó mayor atención. En los días siguientes, comprobó que aquella buena mujer perseveraba en su tarea y le entró la curiosidad; una tarde que iba con tiempo se detuvo a escucharla. No le gustó y marchó rápido. Otro día pensó que podría hacerle unas fotos y buscando el encuadre adecuado se situó al lado de un señor mayor apoyado en la pared. Cuando iba a guardar la cámara, aquel hombre le preguntó ¿le gusta? “Pues no, me parece que lo hace francamente mal, aunque no soy un experto” “¿y a Vd.?” A mí sí “¿por qué?”  Porque es mi mujer. Se quedó de piedra y reaccionó interesándose por las circunstancias. Él era un virtuoso del violín, había sacado adelante la familia con la música; cuando no tenía trabajo fijo se venía a esta esquina y el público respondía con generosidad. Pero desde hacía un año que una dolencia le impedía seguir tocando; a pesar de la avanzada edad, ella le animó a que le enseñara, así podría ocupar su sitio en aquella esquina y conseguir el sustento para los dos. Allí estaban los dos cada tarde, ella dejando a un lado la vergüenza de exponerse al público y él para apoyarla y cuidar de ella. A partir de aquel momento, Víctor se acercaba a saludarles y hablar un poco con ellos. Cuando acabó la actividad se despidió “ha mejorado mucho” les dijo; y pensó que el roce hace el cariño y el cariño descubre lo que la mirada no ve.

Ahora cuando mira las fotografías que le hizo aquella tarde, en aquella mujer ve una artista, aunque no lo parece.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

05/06/2024

Corazón de melón

Corazón de melón

¡Melón, que eres un melón! me decía mi hermano cuando quería provocarme ante los roces habituales; me irritaba, lo tomaba como un insulto vejatorio que atentaba contra mi dignidad y, para defenderla, entraba al choque en el cuerpo a cuerpo con todo mi orgullo, pero las fuerzas eran proporcionales a la edad y siempre salía mal parado. Quizás por eso, estuve a punto de borrar el mensaje que recibí con el enlace a una canción que tiene por título “corazón de melón”, si no fuera porque Miguel Ángel que me conoce bien, escribía: “escúchala que te va a interesar; además, nada tiene que ver con la que cantaban las hermanas Benítez en una película de Cantinflas de 1958. Esta es de Marta Santos, una joven sevillana que ahora suena con fuerza y engancha con su ritmo.”

Por la tarde habíamos quedado en asistir a una jornada sobre “educar en la belleza”; aproveché el viaje para escuchar la canción y estar preparado por si surgía en la conversación. A la primera me dejé llevar por el sonido flamenquito a ritmo de guitarra y palmas; a la segunda descubrí que la letra tenía un mensaje de amor, positivo y vibrante, que sirve tanto para el amor humano como para el divino. A la tercera me sorprendí tarareando algunas frases:  “Ay corazón de melón, cuánto te quiero; ayer mientras dormía, te dibujaba en sueños” “Dime si bajaste del cielo, porque con tu sonrisa mi mundo es más bello” “Mi corazón ya no cabe en mi pecho, porque la vida ahora es más hermosa, te tengo a ti, eso es lo que importa” “Desde que tú llegaste, ya no he vuelto a ser la misma; me cambiaste los planes, tú me has hecho brujería” “Libre como el viento, sin remordimientos; y no tengas miedo a caer que todo tiene cura, aunque a veces duela, contigo siempre estaré”

¿Qué te pasa? Me preguntó Miguel Ángel cuando me vio llegar sonriendo; le hice un gesto de tocar palmas entonando ¡ay corazón de melón! y nos reímos los dos. El vestíbulo estaba lleno a la espera de que abrieran la sala. Me llamó la atención un tipo bajito de aspecto curioso por su indumentaria peculiar, a quien mucha gente se acercaba a saludar.

Después de las dos primeras intervenciones hubo un descanso. A continuación, presentaron al siguiente ponente y me puse en alerta dando un respingo en el asiento: era el señor del vestíbulo y resultó ser catedrático de estética. El presentador se alargó comentando su currículum y acabó citando el último libro que había publicado; presumió de tenerlo dedicado por el autor y dijo que lo conservaba como una joya.

Desde el atril, el conferenciante dedicó las primeras palabras a ese libro, para aclarar que es la primera vez que de manera monográfica había escrito sobre la belleza: “pero no vayan Vds. a buscar grandes planteamientos, porque en realidad el libro va dirigido a mi mujer. Ese año se cumplían los veinticinco de casados y era mi regalo de bodas de plata. Con el libro quería decirle básicamente “Mamen te quiero” y me salieron doscientas y pico páginas. No se nota, bueno Vds. no lo notarán, pero ella sí lo notó. Además, la portada son unas flores que ella cultiva con mucho cariño”.

Las alertas que se me habían disparado levantando una muralla defensiva, cayeron por los suelos en pocos minutos; en varias ocasiones volvió a citar a Mamen como alguien que está muy presente en su pensamiento y en su corazón. Con esos comentarios nos hizo reír, a la vez que por los poros de la piel transpiraba el cariño y admiración que le tiene.

La conferencia resultó muy amena; aquel tipo sabía mucho y lo decía muy bien. Pero lo que de verdad me impactó no fue su sabiduría, si no su corazón enamorado, un auténtico corazón de melón.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

29/05/2024

De rostro apacible

De rostro apacible

“La noche pasada me desperté muy pronto. A las cuatro y media de la madrugada entraron en la habitación tres enfermeras acompañando a un hombre de unos setenta años, en estado lastimoso: arrastraba los pies con dificultad, demacrado y con la respiración entrecortada. No hice otra cosa que acompañarle con la mirada.”

Esta historia estaba entre los papeles que Juan escribió durante el mes que estuvo ingresado en un hospital de Sevilla, hasta que falleció el 16 de junio de 1994. María, su novia, se los entregó a Ernesto Juliá con el ruego de que los publicara si lo consideraba oportuno.

“Al pasar delante de mi cama, el hombre volvió su rostro hacía mí, me sonrió como pidiéndome perdón por haber venido a molestarme en esos momentos. Yo llevaba tres semanas en el hospital y era el primer enfermo en sus condiciones que se presentaba con una sonrisa. Después de acomodarlo y dejándolo bajo la mirada protectora de una mujer algo mayor que él, se apagaron las luces de la habitación.

A primera hora de la mañana, aprovechando su dormir, me fijé un poco más en ellos. Sin duda provenían de algún ambiente rural, aun­que las facciones, especialmente del hombre, eran cui­dadas. Sobre la mesilla de noche habían puesto dos imá­genes: de un crucificado, una, y la otra, de una mujer que no supe decirme quién era. Entre las manos, el hombre tenía una especie de collar de cuentas negras. No descubrí nada más.

María llegó pronto. Hemos tenido que conversar en voz baja para no despertar a mis vecinos. Después apareció mi madre con una amiga. Le presenté a María, a quien todavía no conocía, y le pregunté sobre mi bautismo. Mi madre ha confirma­do mi sospecha de que no estoy bautizado. María me informó que mi vecino era un sacerdote. Había encontrado ocasión de hablar con la mujer que le acompañaba -la her­mana- y le contó que la enfermedad era cáncer de estómago, muy avanzado. María se despidió con una caricia de sus labios sobre mi frente. El aliento de vida que me insufló me acompañó el resto del día.

Hoy es el tercer día que este hombre y yo nos hace­mos mutuamente compañía en silencio. Era la primera vez en mi vida que me hallaba a solas con un cura. Él no ha podido hablar hasta ahora y con su hermana se entien­de por señas. Ayer noche los médicos decidieron libe­rarlo de todos los cuidados y dejar que la enfermedad siga su curso -ya breve- hasta el final. En cuanto sea posible, conversaré con él sobre eso de «la vida eterna».

El rostro apacible, sereno y hasta sonriente de mi veci­no se me figuraba muy distinto del que mi imaginación había asignado a los curas. A media mañana tuvimos la oportunidad de charlar un rato. Mi curiosidad ha ido creciendo a lo largo del día, lo reconozco. Fui yo quien decidió comenzar: «Usted y yo vamos a morir pronto, le dije, ¿espera encontrarse algo más allá?».

Se tomó unos segundos para responder: «Yo sé que Alguien me espera y no un desconoci­do. Ya lo he encontrado tantas veces de este lado, en este «más acá».

«¿Lo sabe o lo cree?».

«Lo creo y lo sé, a la vez. Sólo tengo una cabeza capaz de creer y de saber».

«Yo no lo creo y tampoco lo sé. Mi cabeza me dice que esto se acaba», respondí.

«¿No será, hijo mío, que hay algo dentro de ti que clama por…?

No consiguió terminar. Me incorporé por si necesita­ba algo, y sólo alcancé a mirarle un instante a los ojos, antes de que los cerrara en una mueca de dolor que le cruzó el rostro. Se contuvo, consiguió sobreponerse y comenzó a rezar en voz baja un Padrenuestro. Murió sonriendo.

Toqué el timbre para avisar a la enfermera y me sobrecogí. Me lo imaginé ya delante de ese «Alguien», su amigo; y me convencí de que aquel hombre «sabía y creía». ¿Cómo? No lo sé. Sí admito que le tuve una cierta envidia y deseé para mí el «saber y creer» que él guar­daba en su corazón. Se me hizo un nudo en la garganta y, aunque me esforcé por no hacerlo, le lloré.”

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

22-05-2024

La tecla de suprimir

La tecla de suprimir

Desde hace muchos años colaboro con una Asociación Familiar que organiza actividades para chavales en el tiempo libre; es decir, para ellos todo el que transcurre desde que salen del colegio por la tarde hasta que vuelven por la mañana. En cambio, para las madres el verbo “tiempolibrear” no tiene cabida en su vocabulario. Y para los padres, pues muy parecido, pero con algún matiz; a su favor tienen que son ellos quienes se ocupan de las actividades, con más intensidad los viernes y el fin de semana.

En el curso 2016/17 inauguramos nueva sede, aunque la instalación estaba todavía por terminar. Los primeros viernes tenían la emoción de descubrir los avances materializados durante la semana. A finales de octubre, una tarde me llevé la sorpresa de que en una de las salas habían colocado una máquina de escribir Underwood como elemento decorativo, una auténtica maravilla en su momento y ahora. Con una prima hermana de ésta aprendí a teclear con soltura cuando me preparaba para opositar en un banco; teníamos la clase de mecanografía a las ocho de la mañana, el frío entorpecía el movimiento de los dedos y el golpeteo de las yemas con las teclas fortalecía el carácter y alguna otra cosa más. Fue muy popular durante la primera mitad del siglo XX; tiene el cuerpo de hierro fundido, esmaltado en negro, con el logotipo dorado y aberturas laterales para ver el mecanismo; resulta sólida y elegante.

Mientras me deleitaba con lo que veía y con los recuerdos que me traía, Alex entró como una exhalación huyendo de otro jovenzuelo que le perseguía. Era un adolescente en estado puro que desprendía energía por todos los poros de la piel, de mirada avispada, pelo negro liso que le caía por la frente y medio ocultaba los ojos aceitunos. Me miró, giró la cabeza hacia la mesa y preguntó sorprendido ¿Y esto qué es? Tardó un segundo en arrodillarse delante de la máquina; yo algo más en pensar por dentro aquello de “me alegro de que me hagas esta pregunta”.

Pero no dio muchas opciones a que le contara, porque con intuición y desparpajo empezó a usarla con bastante acierto, hasta que de repente se paró con las manos suspendidas en el aire a la vez que con la mirada recorría de lado a lado el teclado, se volvió con cara de extrañeza y exclamó con una mueca ¿dónde está la tecla de suprimir?

Respiré hondo para ganar tiempo y preparar una respuesta ajustada a sus entendederas. Quería decirle que en la etapa mecánica se usaba el típex para disimular las equivocaciones, pero que siempre quedaba algo de rastro; como en la vida, vamos, que los errores siempre nos dejan una señal por dentro o por fuera, depende del resbalón, y uno aprende a convivir con las cicatrices. En la etapa informática tenemos el riesgo de trasladar el borrado perfecto de la pantalla al mundo real y no aceptamos que somos imperfectos, que nos equivocamos y que avanzamos a base de rectificar y volver a empezar. La tiranía del éxito se cuela en el ambiente y la imaginación monta falsas ilusiones que nos desplaza al universo irreal que confundimos con el verdadero. Si lo que sucede no se ajusta a nuestros deseos e ilusiones, damos paso a la queja que, como música de fondo, marca el ritmo pesaroso de nuestro día. Soñar, imaginar, ilusionarse está muy bien porque nos mueve a luchar, a esforzarnos por nuestro proyecto personal; pero sin confundir el sueño con lo real. La vida tiene límites, imperfecciones, sombras, que lejos de desencantarnos nos han de ayudar a enamorarnos de ella tal como es.

Todo esto que pasó por mi cabeza como un relámpago, me pareció que se llevó varios minutos y me inquieté al comprobar que Alex seguía allí, arrodillado con la cabeza inclinada hacia arriba, esperando una respuesta. Le contesté “no tiene”, se conformó, dio por concluida la prueba y salió a la misma velocidad que había entrado. De pie delante de la Underwood, esbocé una ligera sonrisa y asentía con un suave movimiento de cabeza, orgulloso de todo lo que una máquina prima hermana de aquella me había enseñado, gracias a que no tenía la tecla de suprimir.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

15-05-2024

Un mal vicio

Un mal vicio

La primera vez que pasé junto a la valla, tuve la impresión de haber roto la armonía de aquella tarde tranquila de domingo estival. El perro vino a ladrarme desde el otro lado, los niños dejaron de jugar con el futbolín de plástico apoyado en cajas de fruta, la señora apartó la cortina con las manos mojadas para ver desde dentro de la casita de planta baja, el hombre barrigudo, adormecido en la hamaca a la sombra del único pino que cubría el diminuto jardín, levantó ligeramente el sombrero de paja que le protegía la cara de las moscas pesadas.

Sudoroso, jadeante, saludé con la cabeza intentando que pareciera normal que, en aquel lugar, en aquella hora y fecha, pasara un señor corriendo por la carretera. Estoy seguro de que no les convencí y, tal vez por eso, yo mismo pensé que a lo mejor no era tan normal.

En los días siguientes retrasé la hora, buscando una temperatura menos asfixiante. No encontré ese alivio, pero conseguí mejorar mis relaciones con el entorno. Ahora, cuando llegaba aquel punto de la carretera, justo al iniciar el leve descenso hasta el cruce, el pino alto de la casa pequeña me saludaba con el acompasado vaivén de sus ramas; el perro se acostumbró a mi trote apurado, primero dejó de ladrar y, después, ya no se movía de su refugio en la sombra. Los niños acabaron por saludarme con sus sonrisas sin interrumpir el juego. El señor, perpetuo asiduo de la hamaca bajo las ramas, recibía mi paso con indiferencia mientras veía la corrida de toros en la televisión portátil, merendaba o hablaba con la señora que nunca vi fuera de la casa.

La tarde del último día, al pasar por la casa pequeña del pino grande quería decirles con un gesto sin palabras “hasta la próxima”, que a lo mejor otro año volvería a pasar mis vacaciones de agosto en aquella tierra seca de sombras escasas.

Pero en aquel momento el señor orondo, desde la hamaca que le sostenía quejosa, hablaba a voces con la señora que como siempre estaba dentro, seguramente en la cocina. Cuando llegué a su altura, ella acababa una frase que no pude oír. Aquel buen hombre, sudoroso tal vez por el esfuerzo en las voces de la conversación, sentenció «¡pues eso es un mal vicio!». La frase retumbó en mi interior como el eco y me olvidé de la despedida. Seguí corriendo despreocupado del ritmo, mientras mi cabeza intentaba encontrar la explicación: ¡un mal vicio!… pero ¿cuáles son los vicios buenos? La pregunta quedó botando sin respuesta y decidí que, si al año siguiente volvía por allí, entraría en la casa del pino junto a la carretera y se lo preguntaría al señor de la hamaca.

Durante dos años seguidos asistí a un curso de verano en un hotel a las afueras de un pueblo de Murcia. De eso han pasado treinta años y desde entonces no se ha presentado la oportunidad de volver. Aunque la pregunta se quedó sin responder entonces, con el paso del tiempo y el cambio de costumbres a las que el cuerpo te obliga, me temo que ahora no la haría por si estaban hablando de mi afición a correr a aquellas horas de un mes de agosto por aquellos lugares, porque eso… ¡sí que era un mal vicio!

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

08/05/24

Aquella mañana en la vida de Juan

Aquella mañana en la vida de Juan

“Al recibir la noticia me puse nervioso. Ahora escribo en estas horas de soledad y silencio en el hospital, con una leucemia que me está aniquilando paso a paso.” Así arranca la historia de Juan que nos contó Ernesto Juliá (El rostro de la mañana, Ed. Guadalquivir, Sevilla 1998). Le conoció en el hospital, se hicieron amigos y le acompañó hasta el final.

A sus veintidós años Juan nunca se había parado a pensar en la muerte, era un asunto que no divisaba en su horizonte. Una mañana de mayo de 1994 se despertó con fríos y calores que iban de la cabeza a los pies. En lugar de ir a clase se desvió al hospital y quedó ingresado. Al día siguiente intuyó que el médico pasaba un mal trago al hablarle con tanta claridad como prudencia: la esperanza de vida era de un mes.

Apenas unos días atrás paseaba por la universidad con un compañe­ro, charlando sobre la posibilidad de que los científicos consiguieran hacer inmortal al hom­bre. Ahora tenía bien claro que no vería semejante adelanto; en la primera semana ya había visto morir a otros tres compañeros de habitación.

Su padre desapareció de escena siendo niño; su madre había entrado en depresión al conocer la noticia y no iba a verle; sus dos hermanas vivían al margen de la situación. En esos días le consolaba la visita de María; era nueva en su clase y no sabía bien porqué había empezado a prestarle atención; quizás porque otras compañeras que entendían el uso de la libertad del espíritu, de la inteli­gencia y del cuerpo como él, ya no tenían nada más que decirle. María se atrevió a poner en duda las razones de su inteligencia, a considerar vacíos los valores de su espíri­tu y a no compartir el uso que daba al cuerpo. Le paró los pies en seco. Su negativa y su firmeza le descubrie­ron una dimensión de la dignidad humana que hasta entonces desconocía.

En la primera visita cruzaron pocas palabras porque estaba agotado. Le arregló las sábanas, comprobó si las medicinas estaban en orden, se sentó un rato en el sillón y le acompañó en silen­cio con sus pensamientos y algo que ella llamaba sus «rezos». Juan se había traído al hospital un librito que ella le había dejado, titulado “Nuevo Testamento”, aunque de Jesucristo no había oído hablar nunca ni le había interesado; no era consciente de estar bautizado. María le besó en la frente para despedirse. Le devolvió la mirada con cariño, y se contuvo. Le diagnosticaron la leucemia cuatro días después de descubrir que estaba enamorado y ahora, cuando María no podía ir a verle, la soledad se llenaba de la presencia de su espíritu. Con ella a su lado se le pasaba pensar en la muerte

Otro día María se sorprendió de verle con el librito en las manos; lo había abierto al azar y la primera frase le había dejado pensativo: “háblame de Jesús ¿quién es?” Fue breve, porque sus fuerzas no permitían atender una explicación mayor; al poco se despidió con una caricia. El aliento de vida que le insufló le acompañó el resto del día. Nunca se había sabido amado de nadie de esa manera. Se sorprendió por la noche al dar las gracias a la enfermera por las atenciones que tenía con él; hasta ese instante nunca había agradecido nada, ni nunca había pedido perdón.

No había anhelado encontrarse con nadie, ni había echado en falta a nadie. Se había bastado siempre a sí mismo. Pero al enamorarse, se trastocaron sus pensamientos. Según su lógica, nada más enterarse de su próxima muerte, María tendría que haberle abandonado, porque ya no le servía para nada. Y no fue así; su amor estaba vivo, bien cerca, bien dentro.

A media mañana se presentó su madre; titubeó, se sobrepuso a su nerviosismo, llegó hasta su hijo, le dio un beso -ya no recordaba cuantos años habían pasado desde la última vez que hizo lo mismo- y se marchó. Se quedó con la conciencia de haberla tratado con crueldad, y casi lloró. Cuando llegó María respetó su silencio y permanecieron callados un tiempo. Luego le pidió “léeme un poco de tu libro, por favor”. Antes de marchar, por sugerencia de los médicos, María le dijo con toda clari­dad que aquel podía ser su último día en la tierra.

El 16 de junio, María llegó temprano y se lo encontró con los ojos bien abiertos, en un esfuerzo por apurar los últimos instantes. Se le iluminó la cara al verla; con su mano entre las de ella, le pidió perdón por todo lo pasado y le dio las gracias por estar allí; “María, reza el Padrenuestro; quiero oírlo”. Luego quedaron en silencio. A otro gesto, se acercó a él. Esta vez, señaló un vaso de agua en la mesilla de noche, y dijo: ‘¿Puedo recibir el bautismo?”. Comenzó a respirar mal. Vino la enfermera y le avisó que se estaba yendo. Tomó el vaso muy nerviosa, derramó agua sobre su cabeza, mientras decía “Juan, yo te bautizo…”. Y, plá­cidamente, murió.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

01/05/2024

Un día en urgencias

Un día en urgencias

Ingresé en urgencias a primera hora de una mañana a finales de diciembre; de eso han pasado ya cuatro años. Me había roto el tobillo y los médicos decidieron operar. Había que esperar a que se produjera hueco en el quirófano y me advirtieron que podía pasar varias horas allí; acertaron con la advertencia.

Estuve distraído, aquel lugar no era apropiado para sestear o pensar en las musarañas. El trajín de las entradas y salidas, el ruido de los aparatos, los suspiros lastimeros y alguna voz fuera de tono, configuraban un cuadro de alerta permanente. El contrapeso lo ponía el personal sanitario que atendía la sala: aportaba calma, serenidad, amabilidad y cariño en cada una de sus intervenciones.

Recostado en la cama sin muchas ataduras, me entretuve en contarme la historia de los casos que me rodearon.

Como la de aquel tipo con pintas de indigente, tostado por las horas de sol en algún rincón al rebrigo del frío callejero. Aquel día se había pasado con la dosis mañanera para desentumecer los músculos, trastabilló al cruzar la calle y los municipales lo trajeron para que le curaran. Debía tener los huesos duros a base de dormir a la intemperie, porque nada se había roto. En cuanto se espabiló, discutió con las auxiliares y se marchó sin atender a razones. No debía ser la primera vez: ellas sabían su alias y él conocía bien el camino.

A media mañana ingresó una señora menudita de cara, pelo blanco y mirada serena; con cuidado la trasladaron a la cama frente a la mía. Cuando abría los ojos reflejaba entereza, pero los abría poco porque el dolor se los cerraba. La enfermera detectó la situación ¿le duele mucho? “sí” ¿viene con algún familiar? “no” ¿vive sola? “sí” Y se volcó con ella en detalles, aunque aquella buena mujer nada pedía. Debía tener algo serio porque se la llevaron enseguida, marchó con la misma paz que había llegado y de propina me dejó una muesca en el corazón.

Ya repartían la comida cuando entró un retablo de dolor en silla de ruedas, empujada por una señora que sobresalía solo un palmo por encima del hombre sentado. Se adivinaba que los años la habían disminuido, pero conservaba fuerza para empujar y agilidad manejar la situación. Los ¡ay! que salían de aquella garganta como saetas disparadas con cadencia programada, se clavaban en los oídos y alteraban los ánimos. Grande debía ser su dolor en aumento por momentos, porque las interjecciones se convirtieron en exclamaciones contra el mundo en general y contra quienes le atendían en particular, incluida su esposa. Ella le acariciaba, le repetía frases cariñosas al oído y le disculpaba ante los demás: “él no es así, es que le duele mucho; lleva toda la noche sufriendo hasta que nos hemos decidido a venir.” Y a las enfermeras “por favor no se lo tengan en cuenta, hagan lo que puedan para calmarlo”. Agotado por el dolor, se durmió bajo los efectos del analgésico. A su lado, la mujer le sostenía la mano y le limpiaba la cara con un pañuelo humedecido en colonia suave. Despertó, abrió los ojos y se encontró con una sonrisa que le estaba esperando: “hola, cariño ¿estás mejor?” Lo que se dijeron desprendía el aroma de un amor fraguado en años de matrimonio que ha superado numerosas dificultades. Bien se conocían y mucho se querían. De aquel corazón también salieron palabras de agradecimiento para cada una de las personas que le habían atendido y no dejó de pedir disculpas a todos repitiendo que, por favor, le perdonaran las molestias. Se marcharon a pie, despacito, empujando la silla vacía. En la puerta se dieron la vuelta y saludaron con la mano a quienes habíamos compartido con ellos aquel momento duro: el dolor une.

Estos días he pasado de nuevo unas horas en urgencias, ahora como acompañante. Nada cambia, solo las personas; el dolor que de modo inesperado se hace presente en nuestras vidas, la generosidad de los profesionales que les atienden y el cariño de los acompañantes, permanecen.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

24/04/2024