A la primera es un poco así, pero enseguida ves que es de un trato sencillo y muy maja. Se refería a Rosario, una chica viuda que ocupa su tiempo con tareas de limpieza en algunas casas.
Lo de chica es porque mi madre, a sus 93 años llama así a todas las mujeres que tienen la misma o menos edad que ella; bueno a veces dice “una joven”, supongo que es cuando la diferencia de años ya es muy notable.
El caso es que mi madre se ha dado por vencida y acepta que ha llegado el momento de buscar alguien que le haga las tareas más pesadas de casa. Enseguida pensó en Rosario, que trabaja para dos de sus amigas y es buena persona.
La llamó y aunque ya le advirtió que tenía los días completos y no podía comprometerse con más encargos, aceptó venir a vernos y hablar. Se presentó a la hora prevista, se saludaron y mi madre enseguida empezó a hablar, entre otras cosas porque no oye bien y no se dio cuenta de que Rosario ya lo estaba haciendo. La escuchó con atención, la dejo acabar sin interrupciones y le dijo que no podía porque ya tenía los días ocupados, en un tono y de un modo que parecía cualquier otra cosa menos un “no”. Gracias a Dios, le había quedado pensión de su marido y, aunque no es gran cosa, ya tenía la vivienda asegurada. Con esos trabajos completa los ingresos para llevar una vida modesta y también quiere tener tiempo para sus cosas; así ocupa todos los días de lunes a viernes. El fin de semana lo deja libre de encargos, porque ayuda a las monjas de la residencia de ancianos en la hora de comidas y cenas; también acude a limpiar la iglesia con un grupo de voluntarias.
De todas formas, María, si un sábado o domingo quieres que te acompañe a misa, me llamas y lo haré con mucho gusto. No voy mucho a misa y me vendrá bien.
Mi papel en el encuentro era de espectador y se me estaba poniendo cara de boquerón al descubrir aquella persona que rezumaba bondad, de palabra y con los hechos que sin darse importancia iba contando. Viuda, sin hijos, agradecida a la vida por las oportunidades que le daba, generosa con los demás, dispuesta para hacer un favor “porque sí”, porque tengo suficiente para vivir. Aquella visita la había encajado en medio de dos trabajos, en el siguiente ya la estarían esperando; no tenía prisa por marchar, se notaba que quería dejar contenta a mi madre y descubrir en qué otras cosas podía ayudarla.
La acompañé hasta la puerta; al despedirnos le agradecí que hubiera venido sabiendo que se podía haber ahorrado el viaje, pues al fin venía para decirnos que no podía. Y sin embargo fue ella quien cerró el saludo con un “gracias a vosotros por acordaros de mí”.
Por si me quedaba alguna duda, la actitud y sus palabras de despedida me confirmaban lo que había vivido en aquel encuentro. Lecciones que uno recibe en cualquier lugar y momento, de personas como Rosario: que a la primera es un poco así, pero enseguida ves que es de un trato sencillo y muy maja.
Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader