Fue el 19 de diciembre de 2019. Salí del taxi con mi “movilidad limitada”; apoyado en las muletas, avancé poco a poco hasta llegar al portal del número 9, cinco minutos antes de la hora. Estaba cerrado. Miré hacia el panel de los timbres, buscando el piso del notario.

– ¿puedo ayudarle en algo?

Me giré, un mendigo zarrapastroso me ofrecía su mano con una sonrisa amable. Estaba a mi lado, con el gorro de lana que en su día fue amarillo, bien calado en la cabeza; el cabello largo desaseado; la barba enredada; la cara ennegrecida por el sol y la suciedad; una prenda larga a modo de abrigo.

– Pues sí; si es tan amable, llame al 2º A.

Sonó el zumbido de apertura, pero fui incapaz de mover el portón de hierro.

– Deje, deje, yo le abro.

Una vez dentro le di las gracias y me excusé:

– Disculpe, no llevo algo que pueda darle.

– Ni falta que hace, quédese tranquilo; hoy por ti, mañana por mí. Que tenga buen día y se recupere pronto.

Le vi alejarse despacio, arrastrando un carro de la compra con las ruedas desgatadas, donde llevaría sus tesoros. Le perdí entre tantas personas que pasaban por aquel trozo de acera amplia, todas con prisa, ocupadas en sus cosas. Él no tenía prisa para llegar a ninguna parte, ni cosas propias en las que ocuparse; en cambio, sí que tenía sensibilidad para detectar necesidades, porque convivía con ellas a diario; y un corazón agradecido para devolver tantos favores que le ayudaban a salir adelante.

Quedé un rato inmovilizado, impactado por lo que había vivido. En el vestíbulo, las luces del árbol parpadeaban y una suave música de villancicos reforzaba el ambiente de Navidad.

Reaccioné, volví a la realidad y me enfrenté a un pequeño tramo de escaleras antes del ascensor. Al coronar la última, me volví con la sensación de que el mendigo me había ayudado de nuevo a superar aquella dificultad. No estaba, pero tuve la seguridad de que su gesto me había dado fuerza para muchos días.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader