Pepe y Mari son padres jóvenes de familia numerosa, el mayor con diez años. Nos conocemos desde hace tiempo y mi admiración por ellos hace que, en ocasiones, sea poco objetivo al hablar de esa familia: es lo que tiene el cariño.
Pepe trabaja en un banco y Mari, enfermera, en el quirófano de un hospital.
Con Pepe suelo coincidir a la salida del colegio porque viene a recoger a los niños; en las conversaciones, la mayor parte del tiempo se la llevan las incidencias en casa; un piso pequeño provoca muchos roces entre niños… y entre mayores. Procuran compensarlo con salidas al campo los fines de semana, una forma de pasar juntos el tiempo libre que les aporta distensión y alegría.
Un día que estábamos relajados hablando en torno a la mesa del bar de enfrente, salieron algunos aspectos del trabajo de los dos, que le estaban afectando porque no conseguía encauzarlos.
“Cuando Mari se queda más tiempo en el hospital porque se han presentado más operaciones de las previstas, me enfado porque de buena es tonta; es que es incapaz de negarse. Entonces llega a casa muy tarde, ya están acostados los niños y se han ido a la cama sin ver a su madre en todo el día. Aunque procuro no verbalizar el enfado, se me nota y la relación se tensa”. “Otro momento que me afecta es cuando dice que al día siguiente no tiene que ir a trabajar porque le han dado libre para compensar. En el fondo noto que hay algo de envidia, porque tendrá el día para ella sin niños y a mí eso no me sucede. Mi reacción es un poco infantil, como de no hablar o pues ahora no respiro”.
En aquel momento no le añadí ningún comentario; me pareció que ya era mucho si Pepe reconocía la situación, no hacía falta abundar en consejos.
La semana pasada volvimos a tener oportunidad de hablar tranquilamente; a la vuelta del verano no habíamos pasado de unos saludos y cuatro frases. Durante la conversación surgió el momento y le pregunté ¿cómo vas con lo del trabajo de Mari?
Pues mira Rafa, gracias a Dios estoy mejorando. Desde aquella vez que te conté, cuando Mari llega tarde por imprevistos la espero con la mesa puesta para cenar juntos. Procuro recibirla con un abrazo y decirle al oído “te quiero tanto que esa tontería no puede afectarnos”. Y cuando le dan día libre, reúno a toda la pandilla y aplaudimos a mamá “porque así podrá descansar y estará en casa cuando lleguemos del cole”.
Es verdad que no salgo victorioso en todas las batallas; algunas las pierdo, me puede el carácter y me enfado igual. Pero con la ayuda de Mari, que es muy buena, esta guerra la ganaremos.
De regreso a casa, paseando sin prisa, me di cuenta de que también a mí me entraba una cierta envidia: pero no tenía claro si quería ser Pepe o Mari. Y con el corazón me vi mezclado con la pandilla en un día de aplausos ¡a los dos!
Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader