El domingo de Ramos se levantaron pronto para ir a la procesión. Mientras María Teresa y los niños ponían la mesa para el desayuno, se acercó a la cuadra y estuvo un rato observando a Tequila, un caballo Pura Raza Española con capa torda de tono canoso que compró hace dos años. El día anterior lo montó dando un paseo por la zona del Priorato de Santa María y al regreso les cayó un pequeño chaparrón; quería asegurarse de que el animal estaba bien. Le pasó el cepillo a la vez que lo acariciaba y se quedó tranquilo.
Por la tarde, David me llamó para contarme los detalles, “te voy a enviar unas fotos que hice”. Cuando las recibí, una de ellas removió los recuerdos de lo que durante tanto tiempo fue una realidad en mi casa: teníamos un caballo para los trabajos del campo y salíamos adelante con el fruto de la tierra, gracias al esfuerzo del caballo y la generosidad del cielo.
Entró en casa cuando mis padres volvieron del viaje de novios y salió trece años después, el mismo día que un tractor entraba para ocupar su lugar. Se había hecho mayor, la tierra exigía un esfuerzo que le superaba. Mi padre se debatía entre el cariño por el animal y la responsabilidad familiar. Tomó la decisión con el corazón partido, sin manifestar su lucha interior, poco dado a compartir sentimientos. Ni le preguntamos ni nos habló de su destino. Todos miramos hacia adelante, pero Bayo -así le llamábamos por el color de la piel- se había hecho un sitio en nuestro corazón que el tiempo no ha podido borrar.
Gracias a esa preciosa fotografía, he revivido con orgullo una etapa de la historia de mi familia tejida a base de caballo, tierra y cielo.
Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader
26/04/23