Escribieron unas palabras cariñosas diciendo que se acordaban de mí en plenas vacaciones; se lo agradecí por el afecto mutuo que nos tenemos. Fui tutor de uno de sus hijos en el colegio, con el trato surgió la amistad y ha crecido con el paso del tiempo. Pero aún agradecí más lo que venía a continuación: te enviamos una foto de las niñas.

En un clic se había detenido aquel instante de la vida y a muchos kilómetros de distancia la podía contemplar. Me imaginé apoyado en el marco de la ventana que encuadraba la escena. El sol daba profundidad al plano, a punto de esconderse allá al fondo con su luz cálida, se abría paso por entre las ramas y llegaba hasta nosotros para despedirse del día y dejarnos un hasta mañana.

La encina centenaria ejercía de madre atenta a todos los detalles: daba sombra, sostenía el columpio, cuidaba de las niñas. Su presencia discreta llenaba el espacio y lo hacía habitable. De su tronco esbelto se abrían las ramas robustas y frondosas; de ellas colgaba el columpio platillo volador, suspendido a unos palmos del suelo, estático. Y allí estaban ellas, las niñas. En su mundo, en su juego, en su conversación; felices, ajenas al clic de la foto, a la conversación de los mayores. Eran el centro de interés.

Ahí me quedé embobado, queriendo adivinar su conversación, su juego, su mundo. Seguro de que me podían enseñar muchas cosas. Los niños viven admirados, casi nada les resulta indiferente. A diferencia de los mayores que corremos el riesgo de estar de vuelta de casi todo y así corremos el riesgo de perdernos el encanto del mundo que nos rodea. Claro que a ciertas edades ya no resulta fácil hacerse como niños, retomar su ingenuidad. Que no se trata de andar por la vida como un bobalicón, si no desde la madurez mantener la capacidad de admirarnos por las cosas como ellos.

Desde luego que les agradecí que se acordaran de mí; y mucho más de la foto de las niñas.

06/09/23

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader