Por fin al cuarto día puede salir a la terraza. El jueves fue un día tosco, de nubes y viento malcarado; el avión que nos llevó de Madrid a Palma de Mallorca, durante buen rato parecía que transitaba por una carretera comarcal indigente de mantenimiento; dejé de leer, cerré los ojos y agarrado a los reposabrazos recé lo que los sustos continuos me permitieron. Al encarar la pista desde la costa, el mar se agitaba con enfado superlativo, color revuelto de pocos amigos y olas enfurecidas que rompían embravecidas contra el espigón del puerto. El viernes y sábado vimos alejarse el temporal, lucieron grandes nubarrones y, a intervalos, dejaron asomar el sol; pero el viento convertía el paseo marítimo en ruta desaconsejable.

El domingo, al correr la cortina del gran ventanal me atrapó la imagen que se encuadraba como un lienzo. El día despertaba sereno, calmado, de colores limpios. A esa hora de la mañana, el sol despuntaba con fuerza por el lado izquierdo y coloreaba de amarillo la pared de la habitación. Fuera, en la terraza quedaba un rincón en sombra desde donde podía mirar sin que la luz me cegara la vista: el puerto, los veleros, el mar y el cielo componían la escena. Las embarcaciones se mecían suavemente, prolongaban su vaivén a través de los mástiles desnudos que, al entrecruzarse, ponían movimiento a la secuencia. El sonido que llegaba de aquí y allá, era el tintinear metálico de las anillas y cables ociosos a la espera de sujetar las velas cuando el viento las impulsa a mar abierto.

Resbalando por encima de lo próximo, la mirada se perdió a lo lejos en busca de la línea del horizonte; me entretuve un rato en imaginarla porque el azul del mar y el del cielo se confundían y la difuminaban. Y en ese juego me encontraron de nuevo las impresiones que me había dejado la conferencia inaugural del Congreso al que asistía. Me desconcertó el título de aquella primera sesión que se anunciaba como “la sonrisa de una sirena”, pero cuando presentaron a Lary León y se puso delante del atril, se me cayeron todos los reparos, estiré el cuello y abrí bien los ojos para no perder detalle. Nació sin brazos y sin una pierna, de eso hace cincuenta años.  El médico que atendió el parto no sabía cómo dar la noticia a sus padres, pero cuando la tuvieron en brazos, el padre dijo que era lo más bonito del mundo; y la madre, que era preciosa y sólo estaba un poco rotita. Con ese entorno familiar y su sonrisa, Lary ha tenido lo que según ella es una vida normal, dice que no ha tenido que superar nada porque ella ya nació así. Y cuando se metía en el mar, la pierna buena era como la aleta de una sirena. Su actitud positiva contagia a quienes la tratan, prefiere buscar solución a los problemas en lugar de lamentarse. Ha cumplido su sueño de ser periodista y trabaja como presentadora de programas en televisión.

El golpe de la puerta del baño por la corriente que entraba de la terraza me sobresaltó; se me había pasado el tiempo en un plis plas. Bajé corriendo a desayunar. En la mesa de al lado estaba Lary con otros congresistas; manejaba los cubiertos con su “normalidad” mientras miraba atenta a su interlocutor, con la sonrisa que puede dar título a todas sus conferencias porque le acompaña siempre.

Volví a pensar en el horizonte, en esa tendencia a buscar lejos la felicidad que llevamos en nosotros. Nada nuevo, como ya le pasó al Obispo de Hipona, San Agustín: “… y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por de fuera te buscaba”.

Lary no necesitó darme consejos, porque con el ejemplo de su actitud ante la vida había depositado en mi regazo el horizonte.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

15-11-2023