Conocí a Javier una mañana de junio. Se incorporaría al curso siguiente como profesor de lengua. El director de la ESO le acompañó hasta el despacho para que le explicara la documentación que necesitaba para el contrato; hizo las presentaciones y nos dejó solos. Seguía las explicaciones con una ligera sonrisa, atendía con interés y siempre que levanté la vista me encontré con su mirada como si me quisiera decir que le importaba lo que yo decía. Con el tiempo me di cuenta de que a Javier lo que de verdad le interesan son las personas, que por eso seguía con atención lo que yo le contaba; los papeles van después.

Y seguramente por eso, cuando las explicaciones llegaban al final, me preguntó alguna cuestión que abrió otra ventana de conversación y nos aventuramos en un aterrizaje suave a cuestiones más personales. Aunque nos alargamos mucho más tiempo del previsto, se me había pasado la contrariedad inicial por aquella visita imprevista que iba a retrasar el trabajo entre manos. Le acompañé hasta la salida y, al despedirnos, me quedó la sensación de que nos conocíamos de toda la vida. En poco tiempo, su conversación me había dejado huella.

Volvimos a encontrarnos con el curso empezado; en la sala de profesores, en el comedor, en los patios, siempre le veía con gente; era más de escuchar que de hablar. Discreto, sonriente, se había ganado a la clase donde era tutor por el cariño que ponía en el trato con los alumnos a la vez que sabía ponerles metas exigentes. Organizaba partidos de futbol a mediodía, aprovechando el tiempo libre entre las clases de la mañana y la tarde. El deporte no era lo suyo, evitaba el balón sin que se notara mucho, pero a cambio animaba a todos, les implicaba en el juego y conseguía hacer equipo. Al acabar, se les veía en un rincón de las gradas, a la sombra, comiendo el bocadillo entre risas y alguna palabrota.

A final de curso, el día que se entregan las notas y ya sólo queda trabajo interno, nos íbamos todos a comer al campo. Era una tradición que se mantenía con fuerza y se esperaba con ilusión. Aquel año, después de la comida nos acomodamos en la sombra de la alameda; algunos en silla, otros sentados en el suelo recostados en el tronco. Los vasos del café corrieron el rondo y Antonio nos unió en torno a sus recuerdos de los primeros años del colegio. Luego apareció la guitarra y cantamos distendidos una de esas de todos. ¡Javier ahora tú! Le pasaron la guitarra, rasgueó unos acordes para ajustar el ritmo y entonó la canción. Me pilló hablando con el de al lado, oí su voz sin prestar atención; se había hecho el silencio y también callé a la segunda estrofa: “Eso que tú me das / no creo que lo tenga merecido…” Un cosquilleo me recorrió el cuerpo “Eso que tú me das / es mucho más de lo que te pido…” “Gracias por estar / por tu amistad y compañía…” No era sólo su voz, también la música y la letra se me colaban y me elevaban como un globo por encima de las copas de los árboles en busca del cielo abierto: “Gracias a ti / seguí remando contra la marea…” “Me ayudaste a remontar / a superarme día a día…” “Eso que tu me das / es mucho más de lo que pido” “Eso que tú me das / no creo que lo tenga merecido…”

Para cuando acabó la canción me había levantado y alejado; necesitaba pasear, estirar las piernas, respirar hondo y saborear aquellas estrofas que se convertían en oración de la que brota en conversación de tú a tú con ese a quien quieres. Desde la distancia vi el grupo con la mirada fijada en Javier que se arrancaba con otra. El bisbiseo de las hojas movidas por la brisa me impidió distinguir la nueva canción, pero daba lo mismo; había entrado en bucle con el estribillo de la anterior que resonaba con gozo en mi interior “Eso que tú me das…”

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

20/03/24

“Eso que tú me das” es una canción del grupo Jarabe de Palo que puedas escuchar pinchando aquí