Acerté al salir pronto de casa porque encontré la circulación algo espesa aun siendo una hora temprana. Y tuve suerte con el aparcamiento, pues nada más girar la esquina un coche dejaba el hueco que buscaba. Aquella era una calle de tránsito vecinal, tranquila; tanto que el paso de peatones no tenía semáforo. Crucé sin mirar a derecha ni izquierda, confiado en el silencio que anunciaba ausencia de peligro, con el pensamiento puesto en el encuentro que me esperaba y la marcha apresurada de quien llega tarde, aunque no fuera el caso porque tenía unos minutos de margen. Cuando puse el pie en el otro lado, pendiente del bordillo roto en un tramo de la acera, me sorprendió un ¡buenos días! que de momento me sobresaltó, porque me pillaba encerrado en mi mundo. Me detuve, levanté la vista y miré en la dirección del saludo. Respiré hondo, la sangre se acumuló en la cara al sentirme avergonzado, sonreí un poco forzado y respondí con otro “buenos días”; recuperé la serenidad y añadí una frase de arrepentimiento “disculpe, no le había visto”. El barrendero un poco oculto entre los coches, que me había visto cruzar -éramos los únicos pobladores de aquel micro mundo- seguramente pensaría “otro que va acelerado”, y quiso regalarme una sonrisa para alegrarme el arranque de la mañana. Antes de entrar en el edificio me volví para buscarle con la mirada; le vi limpiar, vaciar una papelera y hablar con un anciano que paseaba con el perro en una mano y el bastón en la otra.

La entrevista salió mejor de lo que esperaba y cuando volví al exterior, la mañana me parecía más cálida, tenía ganas de sonreír y de volver a encontrarme con aquel buen hombre. Le vi en la plaza al fondo, fui en su busca, le agradecí el gesto y el saludo inicial porque me bajó a tierra y llegué a la visita más centrado. Estuvimos hablando un rato y antes de despedirnos le pregunté si este Ayuntamiento también entregaba cada año “la escoba de oro”. Se lo tomó a broma y soltó una carcajada porque eso le sonaba a jugador de fútbol, a espectáculo de masas. Bajando el tono y con una sonrisa que le iluminaba la cara me dijo que su trabajo pasa escondido, que habitualmente nadie se fija en lo que hace y que a él no le hacen falta premios para intentar hacer bien su trabajo y ser amable con las personas.

Ese día le puse cara al protagonista de la historia que nos contaba Evaristo. En Barcelona a finales de 1974, un amigo me llevó por el local de una asociación de actividades para jóvenes. De aquella primera visita recuerdo la alegría bulliciosa que llenaba el pasillo estrecho, una charla sobre la Navidad que ya asomaba por la esquina y la narración de Evaristo durante la merienda: nos habló del barrendero de su barrio varias veces premiado. Decía que el Ayuntamiento otorgaba cada año la “escoba de oro” al empleado de la limpieza que más puntos sacaba por la valoración de su trabajo y de su comportamiento con los vecinos y comercios de la zona. Era un gran comunicador, nos metió a todos en la historia escenificando posturas y movimientos, y nos tuvo con la boca abierta pendientes del relato. Aquel día Evaristo me añadió a la lista de amigos y durante años hemos pasado juntos muchas horas. De vez en cuando le pedíamos que nos contara la historia y siempre me causó el mismo impacto de la primera vez. Como les pasa a los niños con los Reyes Magos, nunca quise saber si el personaje era real y la leyenda cierta o era una novela que nos contaba para entretenernos; y desde luego que nos entretenía, tanto como nos divertía y nos transmitía una actitud en el trabajo que él se esforzaba por vivir.

Cuando me despedí de mi barrendero me acordé de Evaristo y me entraron ganas de escribirle para decirle que le perdono si el suyo no era de verdad; porque personas como aquel existen. Yo me lo he encontrado, aunque ahora no le den la escoba de oro.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

18/09/24