Pasen y vean era el reclamo que utilizaban, a voz en grito, algunos espectáculos de la feria cuando se instalaban en mi pueblo para Todos Santos, incluido el circo que levantaba su carpa en el patio de la Escuelas Nacionales. No nos importaba pasar frío a los pies de aquel señor vestido para llamar la atención, subido a una tarima para que se le viera, mientras desgranaba una tras otras todas las maravillas que nos encandilarían si cruzábamos la entrada previo pago del precio que dejaría esquilmados los exiguos ahorros. La mayor parte de las veces, nuestra imaginación suplía la realidad y se dejaba llevar por las palabradas del orador como si de una nave espacial se tratara, en un viaje supersónico. Era un soñar despierto ambientado de olor a churros, patatas fritas y algodón de azúcar. Después, un recorrido sólo a mirar por las tómbolas, por los caballitos, por los autos de choque; y corriendo a casa con un revoltijo de emociones que mi madre tenía que interpretar, porque todas dichas de golpe, muy rápido y con grandes gestos, sólo las madres saben descifrar.
Pero lo de la Catedral de Burgos es otra cosa; nada de casetas de feria, de lonas sostenidas por endebles estructuras metálicas, tómbolas levantadas con frágiles paneles de madera o carpas sostenidas por tensores de cuerda. Estamos hablando de muros de piedra, de contrafuertes bien calculados, de siglos de trabajo, de algo serio. También aquí se puede vocear el “pasen y vean” pero con una diferencia en el resultado final. Al salir de la feria, casi siempre había un halo de desilusión porque lo vendido superaba lo visto; en Burgos, la Catedral te sorprende por mucho y bien que hayas oído hablar antes de cruzar la portada del Sarmental. Es lo que me sucedió hace dos semanas, cuando tuve la oportunidad de visitarla en grupo reducido, oyendo las explicaciones de un catedrático de Historia del Arte que hacía asequible en cuatro pinceladas la complejidad que nos rodeaba en las sucesivas capillas, vidrieras, sepulcros y retablos que visitamos. Ante la contemplación de la belleza, al espíritu le pasa como al edificio gótico, que se estira hacia arriba para estar más cerca de Dios. Ya en la calle, la lluvia y el frío que aquellos días se generalizó en toda la geografía, me obligó a encoger el cuello para taparme con ese gesto de recogerse sobre uno mismo, mientras recorría rápido el trayecto corto hasta el hotel junto al río. Fue la prolongación de la visita, los minutos de saborear lo vivido, la alegría de haber encontrado mucho más de lo que esperaba.
Dos días de trabajo con directores de colegios, alojados en aquel sencillo hotel de Burgos, repercutieron en la misma impresión que me había dejado la visita a la Catedral: la sorpresa está en el interior. Y si la sorpresa es para bien ¡miel sobre hojuelas! Allí me encontré con personas que conjugan el plural, el nosotros, porque el yo se diluye en el equipo para impulsarlo y animarlo; que asumen experiencias fallidas y puntos de mejora sin dramatismos; que buscan lo mejor para cada una de las personas que forman a diario y contribuir así a la mejora de la sociedad. Personas que en la calle no me hubieran llamado la atención.
Tarde he conocido la Catedral de Burgos, pero ha valido la pena si a partir de ahora esa experiencia va unida con la del grupo de directores de colegios, pues en los dos casos he recibido la misma lección: la sorpresa está dentro. Para llegar al interior de las personas hay que ir despacio, escuchar, prescindir de las primeras impresiones y ponerle algo de cariño. Entonces, si la sorpresa es buena, le puedes colgar el cartel virtual de ¡pasen y vean!
Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader
23/10/24