Cuando late el corazón

Cuando late el corazón

En la película “El tigre y la nieve” de Roberto Benigni, el protagonista Attilio es poeta y padre de dos niñas. Una noche les explica a sus hijas por qué se hizo poeta: “una tarde salí a jugar al jardín y un pajarito que estaba en lo alto de un árbol, al verme empezó a volar y cantar, descendió poco a poco haciendo círculos y se posó en mi hombro. Me quedé quieto con los brazos a medio levantar como si fuera un árbol, conteniendo la respiración. El pajarito cantaba, daba brincos, se pasaba de un hombro a otro. A mí me latía el corazón como si fuera a salir del pecho. Cuando se fue volando, salí corriendo para contárselo a mi madre. Por la emoción, los nervios y la respiración alterada, sólo supe gritar “¡mamá un pajarito, aquí!” señalando el hombro; “¡mamá un pajarito!”. Ella dijo “¡ah qué susto! Creí que era algo importante” y siguió con lo suyo sin hacerme caso. Regresé al jardín con la pena de no haberle explicado bien lo que había sentido; no supe transmitirle la emoción que yo había vivido. Me quedé tan mal que me dije ¿Habrá alguna profesión en el mundo que encuentre las palabras justas y las sepa unir de tal manera que cuando me late el corazón, logre hacérselo latir a los demás? ¡Ese día decidí ser poeta!”

El artista es un tipo que ve más allá, descubre en la realidad aspectos que al común de los mortales nos pasan desapercibidos. Los extrae, los interpreta y los plasma en el lienzo, en el papel, en el mármol o en la música, para hacerlos asequibles a los demás y que puedan admirar lo que a él le ha cautivado, vibrar con la misma emoción que él ha vibrado, notar el latido del corazón como el suyo ha latido.

En el comedor de la casa de mis padres cuelga un cuadro que pintó Joan un fin de semana que estuvo en Caspe. Aquel sábado de marzo ventolero fuimos a Pallaruelo, un campo que tuvo mi padre toda la vida, hasta que lo vendió después de retirarse del oficio. Las ráfagas doblaban las ramas de los empeltes y las zarandeaba como si quisiera arrancar el olivo de raíz. Aquel campo yo lo había recorrido palmo a palmo miles de veces; podía ir de espaldas, con los ojos cerrados o haciendo el pino; por la mañana, a mediodía o por la tarde; de madrugada o al anochecer, me da lo mismo. Pero nunca, nunca en tanto tiempo, vi lo que Joan vio en una tarde.

Ahora, cada vez que contemplo el cuadro me sobrecoge el zumbido del aire, el color del cielo, la aridez de la tierra, la figura de la torre. Y como Attilio cuando el pajarito se le posó en el hombro, también a mí me late el corazón.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

27/09/23

El cabás

El cabás

Si la vida de una persona empieza con el primer recuerdo que guarda, la de Javier se estrena con una escena en la que va de la mano con su hermano y lleva un cabás en la otra.

Carlos, dos años mayor, empezó a ir a párvulos con Doña Encarna en la Escuela de la calle Alta. Javier se quedaba en casa con su madre, llorando porque su ilusión era hacer todo lo que hacía su hermano. Por las tardes bajaba a esperarle en la calle y en cuanto le veía, iba corriendo a su encuentro. Carlos le dejaba el cabás y le llevaba de la mano. Ese trozo de calle, Javier lo recorría estirado, dando pasos de mayor y mirando a la cara de su madre para que se enorgulleciera del hijo pequeño.

El cabás era un maletín de madera o cartón, donde se guardaba la pizarra, la tiza y el trapo de borrar. Era todo lo suficiente para ir a la escuela; por entonces no había bocadillo que llevar para el mediamañana, porque el hambre se mitigaba con la leche en polvo de la ayuda americana que llegó desde 1954 a 1968. A la hora del recreo venía una señora por cuenta del Ayuntamiento, preparaba una olla enorme y se ponían en fila con el vaso de plástico duro rugoso en la mano. El de Javier era azul y llevaba las iniciales que su padre había grabado con la punta de la navaja.

Cuando a Javier le tocó ir con Doña Encarna, heredó el cabás de su hermano, pero entonces su ilusión ya era llevar una cartera como la de Carlos; y luego quiso tener bicicleta, como la suya, y moto, y pandilla, y… Fue una ventaja grande tener un hermano que iba por delante abriendo camino, porque le facilitó la apertura a la vida hasta que su propia personalidad escogió el camino que le correspondía.

El cabás que siempre le ha acompañado en todas las etapas de la vida, además de la pizarra, la tiza y el trapo de borrar que le recuerdan de dónde viene, estaba repleto de ilusiones. Por el cabás han pasado las de la niñez, que acaban en risas o llanto según se consiguen o no. Las de la adolescencia, vividas con impaciencia porque en esa edad no hay medida del tiempo y lo que esperas, lo quieres ¡ya! Las de la juventud, aquellas primeras metas alcanzadas, vividas con fuerza e intensidad. Las de la madurez, bañadas por la serenidad que aporta la vida.

Quien tiene ilusiones vive con alegría, la de alcanzar lo que se ha propuesto; es un anticipo del gozo que esperamos con los proyectos. Disfrutar de la vida también es una ilusión, un proyecto que se hace realidad cada día.

Hoy, sin idealismos ni actitudes inmaduras, de ganas de levantar la persiana cada mañana, de anhelos por disfrutar lo que la vida ofrece cada jornada, de proyectos que ilusionan, sigue repleto el cabás.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

20/09/23

Pepi, te quiero

Pepi, te quiero

El verano es una buena oportunidad para el encuentro con amigos a los que la vida no da facilidades para verlos a menudo, por muchas ganas que haya. Es lo que sucedió con Ramón uno de los días que estuve en el pueblo. Quedamos temprano para ir a la granja. Desde que se ha jubilado, la ha dejado en manos de los dos hijos; pero cada día va a dar vuelta, supervisa, aconseja, se entretiene. La familia y la granja han sido su vida y ahora disfruta de las dos de una manera distinta.

Se ha reconvertido en hortelano y en un trozo de la finca ha plantado frutales, hace hortaliza o siembra flores para Pepi, su mujer. Cogimos higos frescos; alguno lo probamos sobre la marcha, otros me los puso en una caja para mi madre, junto con los últimos racimos de uva dulce que colgaban de la parra. Y cuando el sol ya se dejaba notar, nos sentamos a la sombra de la higuera.

La conversación se volvió personal y pausada; la familia, los nietos, inquietudes, alegrías. Sonó el aviso de un mensaje. “Será Pepi que me envía la lista de la compra”. Así era. “Desde que se jubiló del Instituto, ha cambiado las clases por la casa; le cuesta salir. Intento hacer planes con ella, pero se excusa en que la absorbe mucho, que mantenerla limpia exige dedicación”. Hizo una pausa. “Pues a mí no me importaría llegar a casa y encontrarme la mesa con polvo; al menos le podría escribir ¡Pepi, te quiero!”. Continuó hablando, pero la frase se me quedó rebotando en el interior y me distrajo.

Ramón es más bien serio, formal, poco dado a manifestaciones emocionales, con un corazón grande (por eso los enfados, cuando llegan, le duran unos días), generoso, siempre dispuesto a prestar el favor que le pidas o sin que lo pidas. Con ese carácter y después de cuarenta y tres años de casados, me impactó esa manifestación de cariño a Pepi. Fue una buena lección de cómo se puede vivir enamorado aunque pasen los años, que el amor no entiende de edades.

Y claro, un corazón así, en cuanto le das una oportunidad suelta un ¡Pepi, te quiero!

13/09/23

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

Las niñas

Las niñas

Escribieron unas palabras cariñosas diciendo que se acordaban de mí en plenas vacaciones; se lo agradecí por el afecto mutuo que nos tenemos. Fui tutor de uno de sus hijos en el colegio, con el trato surgió la amistad y ha crecido con el paso del tiempo. Pero aún agradecí más lo que venía a continuación: te enviamos una foto de las niñas.

En un clic se había detenido aquel instante de la vida y a muchos kilómetros de distancia la podía contemplar. Me imaginé apoyado en el marco de la ventana que encuadraba la escena. El sol daba profundidad al plano, a punto de esconderse allá al fondo con su luz cálida, se abría paso por entre las ramas y llegaba hasta nosotros para despedirse del día y dejarnos un hasta mañana.

La encina centenaria ejercía de madre atenta a todos los detalles: daba sombra, sostenía el columpio, cuidaba de las niñas. Su presencia discreta llenaba el espacio y lo hacía habitable. De su tronco esbelto se abrían las ramas robustas y frondosas; de ellas colgaba el columpio platillo volador, suspendido a unos palmos del suelo, estático. Y allí estaban ellas, las niñas. En su mundo, en su juego, en su conversación; felices, ajenas al clic de la foto, a la conversación de los mayores. Eran el centro de interés.

Ahí me quedé embobado, queriendo adivinar su conversación, su juego, su mundo. Seguro de que me podían enseñar muchas cosas. Los niños viven admirados, casi nada les resulta indiferente. A diferencia de los mayores que corremos el riesgo de estar de vuelta de casi todo y así corremos el riesgo de perdernos el encanto del mundo que nos rodea. Claro que a ciertas edades ya no resulta fácil hacerse como niños, retomar su ingenuidad. Que no se trata de andar por la vida como un bobalicón, si no desde la madurez mantener la capacidad de admirarnos por las cosas como ellos.

Desde luego que les agradecí que se acordaran de mí; y mucho más de la foto de las niñas.

06/09/23

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

Atardeceres de julio

Atardeceres de julio

A principios de julio estuve unos días cerca de Pamplona; al caer la tarde salía a dar un paseo. La vista resbalaba por encima de los rastrojos del trigo recién cosechado y se perdía en el horizonte, sin más sombra que la que me cobijaba. Solía sentarme envuelto en el silencio que despide al sol cuando se retira, olía la paja aún tierna que descansaba en los campos vecinos, disfrutaba de la contemplación del paisaje, bebía en pequeños sorbos la belleza que la naturaleza me ofrecía.

A veces estaba acompañado; la conversación entonces salía pausada, en voz calma. Hablábamos de tú y yo, de aspectos personales alejados de polémica porque el ambiente nos invitaba a la escucha. Son momentos en que descubres al otro y te sorprende porque caes en la cuenta de los valores que atesora, después de tanto de tiempo de sólo ¡hola! y ¡adiós!

Surgía el contraste con la vida en la ciudad que centra nuestra atención en lo artificial. Aunque también allí hay elementos naturales, quizás no tan a la vista, no tan cegadores como los atardeceres de julio en el campo, pero que se nos escapan porque no vamos atentos al mundo que nos rodea, más inclinados a ver que a contemplar.

El ruido nos distrae y a nuestro alrededor siempre hay muchos mensajes que nos reclaman; será por eso por lo que el silencio tiene mucho que ver con la soledad.

Sólo o bien acompañado, vuelvo dispuesto a buscar cada día los momentos de silencio que tan buenos recuerdos me dejaron aquellos atardeceres de julio.

30/08/23

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

Tender la ropa

Tender la ropa

Cuando en invierno se echaba la niebla y estábamos varios días sin ver el sol, la cocina se convertía por la noche en un tendedero. El calor de la cocina de leña mantenía el temple y por la mañana la ropa amanecía seca.

Los demás días usábamos el del solonar (terraza cubierta y cerrada con un gran ventanal). La tarea de tender se la reservaba mi madre; hacía falta pericia para colgarla sin arrugas, además de ingenio para aprovechar bien el espacio. A nosotros nos encargaba retirarla, sin ahorrarse unos cuantos consejos cada vez. Sostener con una mano la camisa y retirar las pinzas de madera con la otra, era una habilidad que mejoraba con el tiempo; luego se dejaba sobre una mesa larga que teníamos a propósito, o sobre el respaldo de las sillas. Con las sábanas tenía más dificultad, porque mis brazos no alcanzaban de extremo a extremo y había que doblarlas sin que se arrugaran.

En el campo, mi tía Carmen tenía el tendedero detrás de la torre, al rebrigo del aire. En los juegos con mi primo José, nos encantaba aquel sitio para escondernos, ocultos entre las sábanas que colgaban casi hasta el suelo. A mi tía no le hacía ni pizca de gracia y nos lo dejaba bien claro; como, además, combinaba la dulzura y la fortaleza con maestría, era mejor que no te pillara jugando a indios en su territorio.

La tarea de tender la ropa nos resulta familiar desde el origen de los tiempos; novelas y películas de todas las épocas incluyen esta escena con frecuencia. También la puedes encontrar al pasear por algunas calles estrechas, sea en el Vallecas de Madrid o en el Trastévere de Roma, donde ves los tendederos de balcón a balcón; o de una fachada a la de enfrente, tapando la calle como las banderolas que ponen en los pueblos para la fiesta mayor.

Los electrodomésticos han modificado algunos usos y costumbres. Pero me da que éste no llegará a desaparecer. Algo así como si Dios, cuando despidió del paraíso a Adán y Eva, además de todo lo que les dijo hubiera añadido “… y también tendrás que tender la ropa”.

23/08/23

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader