Tender la ropa

Tender la ropa

Cuando en invierno se echaba la niebla y estábamos varios días sin ver el sol, la cocina se convertía por la noche en un tendedero. El calor de la cocina de leña mantenía el temple y por la mañana la ropa amanecía seca.

Los demás días usábamos el del solonar (terraza cubierta y cerrada con un gran ventanal). La tarea de tender se la reservaba mi madre; hacía falta pericia para colgarla sin arrugas, además de ingenio para aprovechar bien el espacio. A nosotros nos encargaba retirarla, sin ahorrarse unos cuantos consejos cada vez. Sostener con una mano la camisa y retirar las pinzas de madera con la otra, era una habilidad que mejoraba con el tiempo; luego se dejaba sobre una mesa larga que teníamos a propósito, o sobre el respaldo de las sillas. Con las sábanas tenía más dificultad, porque mis brazos no alcanzaban de extremo a extremo y había que doblarlas sin que se arrugaran.

En el campo, mi tía Carmen tenía el tendedero detrás de la torre, al rebrigo del aire. En los juegos con mi primo José, nos encantaba aquel sitio para escondernos, ocultos entre las sábanas que colgaban casi hasta el suelo. A mi tía no le hacía ni pizca de gracia y nos lo dejaba bien claro; como, además, combinaba la dulzura y la fortaleza con maestría, era mejor que no te pillara jugando a indios en su territorio.

La tarea de tender la ropa nos resulta familiar desde el origen de los tiempos; novelas y películas de todas las épocas incluyen esta escena con frecuencia. También la puedes encontrar al pasear por algunas calles estrechas, sea en el Vallecas de Madrid o en el Trastévere de Roma, donde ves los tendederos de balcón a balcón; o de una fachada a la de enfrente, tapando la calle como las banderolas que ponen en los pueblos para la fiesta mayor.

Los electrodomésticos han modificado algunos usos y costumbres. Pero me da que éste no llegará a desaparecer. Algo así como si Dios, cuando despidió del paraíso a Adán y Eva, además de todo lo que les dijo hubiera añadido “… y también tendrás que tender la ropa”.

23/08/23

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

El valor de lo sencillo

El valor de lo sencillo

El primer sábado de este mes salimos a media mañana con dirección a la sierra, con el único objetivo de dejarnos sorprender de lo que el día nos presentara.

Conducíamos sin prisas, comentando noticias que nos llevaban de unas a otras, como las curvas de la carretera se sucedían a izquierda y derecha ganando altura. En el camino de la estación que arranca en una de ellas, nos encontramos con la procesión de la Virgen de las Nieves a punto de llegar a su ermita y nos acercamos a rezarle. En su fiesta, cinco de agosto, la gente del pueblo mantiene viva la tradición.

En el puerto nos sentamos en una terraza al borde de la carretera, un sitio distraído con el trasiego de la gente que viene del monte y quiere reponer energías. Mesas y bancos de madera recia que invitan a quedarse un buen rato. Allí nos encontramos con Paco, un empleado del colegio ya jubilado, que venía con su mujer de la Bola del Mundo, cumbre de 2257 m. a cuya falda nace el río Manzanares.

Hicimos un alto en el Monasterio del Paular, primera cartuja del Reino de Castilla allá por el siglo XIV. No entramos a la visita guiada, pero nos entretuvimos leyendo la historia y contemplando el edificio desde el exterior.

Bajo los tres arcos  del puente del Perdón, de estilo renacentista construido con sillería de granito, las aguas del río Lozoya bajan con fuerza y desde allí transcurre por su valle como dueño y señor.

En Rascafría paseamos por las calles empedradas, con la arquitectura popular de la Sierra que reflejan sus casas y mantienen el ambiente rural.

La tarde nos encontró sentados a la sombra de un roble apurando un café, en animada conversación, refrescados por la brisa que movía las hojas y aumentaba la sensación de bienestar.

De regreso sacábamos algunas conclusiones:

Es más sencillo pasear que moverse en coche.

Es más sencillo hablar presencialmente que por teléfono

Es más sencillo estar bajo la sombra natural de un árbol que de un porche o una pérgola.

Es más sencillo el fresco natural de la brisa que el del aire acondicionado.

Todo lo segundo está muy bien, pero si consigues lo primero… pues está mejor.

Pues eso es lo que nos había sucedido; un plan de verano que permitió recuperar el valor de lo sencillo.

16/08/23

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

Cine de verano

Cine de verano

“Es la declaración de amor que más impacto me ha producido” Lo dijo Monto (así le llamamos por abreviatura de su apellido), un tipo que sabe mucho de cine; su cabeza es una potente base de datos de la que extrae escenas y comentarios con mucho acierto.

La película cuenta la historia de tres soldados americanos cuando regresan de la guerra. Homer es un marino que ha perdido las dos manos y las ha sustituido por garfios que maneja con mucha habilidad. Pero la familia se asusta, le compadece y él no soporta que le tengan lástima. A su novia Wilma, la rechaza porque no quiere suponerle una carga.

La escena que nos contaba Monto sucede una noche, cuando Homer invita a Wilma para que vea lo que sucede cuando tiene que acostarse y que tanto le avergüenza: «Aquí es cuando sé que estoy indefenso. Mis manos están sobre la cama. No puedo ponérmelas de nuevo sin pedir ayuda a alguien. No puedo fumar un cigarrillo o leer un libro. Si esa puerta se cierra de golpe, no puedo abrirla y salir de esta habitación. Soy tan dependiente como un bebé que no sabe cómo obtener nada excepto llorar por ello».

Cuando Homer espera que Wilma de un paso atrás y salga corriendo, ella lo da hacia adelante con ternura y le confirma el amor que le tiene: Te quiero y no voy a dejarte nunca, nunca. ¿Pero no te importa? Claro que no, te quiero y siempre te querré.

Ya, pero eso sucede en las películas. Pues mira, una de las muchas cosas buenas que tiene ésta, es el rasgo universal de lo que cuenta: la necesidad de que nos quieran como somos y de que cada uno ha de aceptarse como es. Que las guerras también se dan en nuestro día a día en el trabajo, la familia o los amigos. Que, para el amor y el sentido de la vida, hace falta valentía y eso se adquiere con entrenamiento diario.

Una película de 1946, en blanco y negro, no apta para necesitados de acción, que habla con los gestos, miradas y silencios, que hace grande lo cotidiano, que tuvo siete Oscars y se llama “Los mejores años de nuestra vida”. Y como la vi el viernes pasado, te la recomiendo como cine de verano.

09/08/23

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

¡Vaya con la cajera!

¡Vaya con la cajera!

Me los encontré en la última reunión del colegio. “A ver si te vienes a cenar en julio, cuando estemos todos más tranquilos”. Hace unos días me llamó y quedamos para el jueves siguiente. Aquella tarde fui al supermercado para unas compras que necesitaba.

La cena en el jardín fue muy grata, con ellos siempre te sientes acogido; no era la primera vez, pero no por eso deja de llamarme la atención. En la sobremesa hice un comentario sobre la cajera que me había atendido en el super.

Sus miradas se cruzaron, esbozaron una sonrisa y se les iluminaron los ojos. “Yo era cajera en un hipermercado; llevaba dos años cuando él empezó a trabajar de reponedor.” “Por mi puesto tenía movilidad dentro de la tienda y alguna vez tuve que hablar con ella”.

El ambiente se volvió íntimo, en el silencio de la noche el corazón dejaba salir recuerdos guardados celosamente; hablaban con naturalidad delante del hijo y de la hija, ya universitarios, que conocían la historia, pero la escuchaban de nuevo sin pestañear.

“Al poco tiempo me fijé en ella: trabajadora, amable, alegre, servicial”. Cuando él habla, ella le mira embobada.

“Conocía su nombre, nos habíamos saludado por asuntos del trabajo y nada más” Ahora es él quien bebe sus palabras, como si fueran nuevas.

“En horario de trabajo era imposible hablar de asuntos personales. La ocasión vino cuando mi padre compró coche; un día se lo pedí y me fui a trabajar con el Peugeot 206. Fui a verla: tengo coche nuevo, si quieres a la salida te lo enseño. Y dijo que sí”

Aquello acabó en boda; pero antes cambió de trabajo porque querían estar juntos: le ofrecían promocionar con movilidad por toda la geografía. Se puso de camionero. Cuando llegaron los hijos, se propuso mejorar. Retomó los estudios que había dejado para trabajar en el hiper. Empezó ingeniería sin dejar el camión. Fueron años duros para los dos: el trabajo, los niños, la casa y los estudios; el apoyo y la ayuda de ella fueron fundamentales. Lo consiguieron. Cambió a una empresa de informática con muchas horas de trabajo y buen sueldo. Luego surgieron nuevas inquietudes y ahora es profesor de Formación Profesional. Ella también dejó el hiper y es administrativa en una oficina de cara al público, donde se siente feliz ayudando a los demás a resolver problemas. No dejan de dar gracias a Dios por todo lo conseguido.

Los miro como se miran y miro a los hijos como los miran: esas miradas a cuatro son el mejor resumen de los casi veinticinco años de matrimonio.

El tiempo ha pasado volando, levantamos la velada; me acompaña hasta la puerta y a modo de despedida me dice sonriendo: ¡vaya con la cajera!

De regreso me entra la duda ¿se refiere a la mía o a la suya? Y también sonrío.

02/08/23

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

Atraído por la belleza

Atraído por la belleza

Como los últimos veranos, espero que también éste venga a Madrid y pueda acompañarle a visitar algún museo. Con sus explicaciones, entiendo por qué me siento atraído por la belleza.

Nos conocimos en mayo de 1979, en una actividad con gente de su curso; la amistad surgió fácil y permanece viva con encuentros frecuentes a pesar de los seiscientos kilómetros que la vida puso de por medio.

Su tía, la madrina, intuyó que aquel crío tenía un don para descubrir la belleza donde los demás sólo vemos lo que vemos; y arte para plasmarlo en el papel. A los cinco años le regaló una caja de pinturas, a los seis una de pinceles y desde entonces no ha dejado de pintar.

En BUP repitió curso, al siguiente lo dejó sin acabar; los estudios no eran lo suyo, le dijo el tutor, y mejor que se pusiera a trabajar. Le hizo caso y se puso con su padre, aunque él lo que quería era pintar. Como la viña y el trozo de tierra no daban para los dos, se fue a Barcelona. Trabajó en lo que pudo mientras pintaba. Hizo varias exposiciones, bien de crítica y escasas de ventas. La realidad se imponía, difícil vivir de la pintura. Fue repartidor, mozo de almacén, portero en un colegio. Le ofrecieron impartir un taller de arte y tuvo lista de espera. Se animó, quiso explorar ese camino. Con veintiocho cumplidos superó la prueba de acceso a la Universidad para mayores y empezó Bellas Artes. Trabajo, estudio y pintura, sin descuidar los amigos y las excursiones. Cinco años de renuncias y esfuerzo culminaron con la ceremonia de graduación y al nuevo Licenciado le contrataron de profesor. Enseñaba lo que llevaba en la sangre, disfrutaba con lo que hacía y pintaba. Después de una pausa, siguió con el curso de doctorado. Hace cinco años defendió su trabajo de investigación y el flamante Doctor ahora también imparte clases en la Universidad.

Pronto para montar el caballete y trasladar su visión al lienzo con una paleta de colores vivos y matices mediterráneos, pinta lo que los demás no vemos y nos atrae sin saber por qué.

Que eso es un artista, y un amigo artista no lo tiene cualquiera. Bueno, yo sí; pero es que me lo puso muy fácil. Tanto como cuando le acompaño al museo y con sus explicaciones entiendo por qué también él se siente atraído por la belleza.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

26/07/23

Que tenga buen día

Que tenga buen día

Los viajes en tren son una fuente de experiencias enriquecedoras. El último domingo del mes de julio del año pasado, tomé uno para ir de Barcelona a Caspe. Hasta Tarragona corre paralelo a la playa, que en esas fechas es muy utilizado por los bañistas que van a pasar el día entre arena, sol y agua. Aunque era temprano, el vagón se llenó de un público todavía somnoliento, pertrechado de útiles playeros. En las siguientes estaciones, el movimiento era sólo de bajada y cuando llegamos a Tarragona casi me quedo sólo.

Allí subieron algunas personas. Emocionado con el libro que tenía entre manos, no presté atención a mis nuevos compañeros de viaje, hasta que una señora musitó unas palabras cariñosas a su marido, que con la mano la saludaba desde el andén. De pie y en silencio permaneció el tiempo que la vista les mantuvo unidos. Luego se acomodó en el asiento anterior al mío y lo único que pude distinguir de ella, fue el moño que sobresalía por encima del reposacabezas.

Enseguida inició una conversación por teléfono; estaba tan cerca que era imposible no enterarse de lo que hablaba. La señora reclamaba sobre alguna reparación hecha en casa y que no había quedado bien. Tan correcta en todo momento como firme en su planteamiento, no cedía en sus exigencias. Se oyó en tono serio “por favor, le pido que vengan inmediatamente”. Aunque no había levantado la voz, la frase sonó en el vagón tan contundente que hasta me removí en el asiento. Pasaron unos segundos de silencio que parecieron eternos, luego añadió “Que tenga buen día” y colgó.

La imagen dulce y cariñosa de la despedida, junto con el carácter firme y educado de la conversación, me recordaron las ocasiones en que me han tenido que corregir y lo han hecho con claridad y respeto, tanto en lo personal como en lo profesional.

A esas personas las recuerdo con nombre y apellidos y les guardo enorme agradecimiento; como también a la señora anónima del tren que volvió a darme una lección de cómo se pueden decir las cosas sin ofender. Aprovecho para desearle a ella y a Vd. querido lector ¡que tenga buen día!

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

19/07/23