Nov 20, 2018 | Escritos
Esta mañana al levantar la persiana, la naturaleza me guardaba una vista magnífica. Después de unos días nublados y lluviosos, hoy el cielo amanece despejado, pintado de azul tenue, con un sol que luce, pero no calienta. Al fondo, la sierra presume de su primera manta de nieve ¡qué pronto! para estrenar el mes de noviembre. Con la nariz pegada al cristal de la ventana, me he dejado llevar de tanta maravilla y la imaginación ha volado en un aleteo de gratitud y contento, recorriendo desde las alturas el universo de mis sueños, tejidos de familia, amigos, proyectos, ilusiones, aficiones… ¡Tanto por hacer! Parece que una vida será poco, porque el registro de entrada trabaja más que el de salida y la cola crece por momentos.
Así estaba cuando he recordado un fragmento de la novela “Blanca como la nieve, roja como la sangre” del italiano Alessandro D’Avenia. El protagonista es un adolescente en estado puro, Leo, que tiene la cabeza llena de líos y el corazón de buenos sentimientos no siempre bien aplicados. Está en busca del sueño que de sentido a su vida:
“Yo todavía no tengo un sueño concreto, pero justo eso es lo bonito. Es tan desconocido que me emociono solo de pensarlo. Silvia también tiene un sueño. Quiere ser pintora. Silvia pinta muy bien, es su afición preferida.
—Pero mis padres no quieren (Silvia). Dicen que eso solo puede ser una afición pero jamás mi futuro, «es un camino difícil en el que muy pocos salen.
Definitivamente, los mayores están en el mundo para recordarnos los miedos que nosotros no tenemos. Los mayores tienen miedo. En cambio, a mí me alegra que Silvia tenga ese sueño. Cuando habla le brillan los ojos, como brillan los ojos del Soñador (el profe) cuando explica. Como brillaban los ojos de Alejandro Magno, de Miguel Ángel, de Dante… Los ojos rojosangre, llenos de vida… Para mí, el de Silvia es el sueño oportuno. Le he pedido que me mire los ojos y que me avise cuando brillen, así a lo mejor descubro mi sueño mientras le hablo de algo, no vaya a ser que esté distraído y no me dé cuenta. Silvia acepta”
A ver si lo entiendo: si tienes un sueño los ojos te brillan, como lo hacían los de grandes personajes, con brillo rojosangre, llenos de vida. Es decir, si tienes sueños estás lleno de vida.
¡Ah, bueno! entonces aún me dará tiempo.
Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader
Nov 8, 2018 | Escritos
Salía del despacho en el colegio, acompañado de Ángel para ir a comer y nos encontramos con dos alumnos en el vestíbulo de la Secretaría; debían ser de 3º de Primaria, 9 años más o menos. Cara de asustados porque no veían a nadie. Hola señores ¿en qué os podemos ayudar? Al tratarles de Vd. se estiraron un poco y dominaron la voz para hablar con seriedad, los dos a la vez. Buscamos a D. Juan, nos han dicho que nos tiene que dar un paquete para D. Luis. Muy bien, pues tenéis que esperar hasta las tres menos cuarto… Esa frase les sorprendió a juzgar por la mueca que pusieron. Un reloj rojo grande de números enormes, rodeaba la delgadita muñeca de uno de ellos. ¿Qué hora es? le pregunté. Giró el brazo hasta poner la esfera a la altura de la vista: las catorce treinta y tres. Entonces ¿cuánto falta? Aquí fue donde me desmontó; con la mayor naturalidad y sencillez, miró a su amigo y le dijo “Alex, ayuda”. Entre los dos iniciaron un razonamiento que les llevó a descifrar lo que significaba “menos cuarto”; por fin se relajaron, sonrieron y al unísono respondieron “doce minutos”. Muy bien, chocamos las palmas de la mano al más puro estilo NBA, ellos se quedaron a la espera y nosotros continuamos hacia el comedor.
“Alex, ayuda” fue el estribillo que durante toda la tarde me vino una y otra vez, como esas canciones que asaltan al despertar la mañana y te acompañan todo el día.
La lección que recibí de aquel jovenzuelo me impactó. Sin complejos, reconoció que sólo no podía y se buscó un aliado.
Y es que, a veces los mayores nos empeñamos en ser únicos, sabelotodo, extraordinarios y otros calificativos que se nos pueden aplicar por no reconocer que no siempre podemos, ni debemos hacer las cosas en solitario. La madurez en la persona le lleva a compartir, a conjugar el nosotros dejando atrás la época del yo.
Por cierto ¡Alex! ¿dónde estás?
Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader
Oct 23, 2018 | Escritos
Mientras me lavo las manos en el aseo de la estación central, a través del espejo corrido que llena toda la pared veo entrar un tipo de unos treinta años, de buena talla y aire desgarbado, pantalón vaquero caído, deportivas que fueron blancas al salir de la tienda, camisa por fuera y ligeramente arremangada para lucir las muñecas repletas de pulseras, barba descuidada de dos días. Estamos solos, va directo al espejo, algo separado a mi derecha; a dos pasos se detiene para observarse con una mirada detallada, primero de frente, luego con un leve giro de izquierda a derecha; respira hondo como quien ha entendido donde está el problema, flexiona la cintura para verse más de cerca, con un gesto de hombros sube un poco las mangas para trabajar cómodo. Se acerca un poco más, las dos manos van directas al pelo; levantan un poco este rizo, ladean ligeramente aquel mechón, mete cuatro dedos para surcar la parte de atrás. Se retrasa un poco y otra mirada de inspección, de frente y en giro leve de izquierda a derecha; sonríe con una mueca de asentimiento. Nuestras miradas se encuentran en el espejo, intuyo que me dice: tío hoy es tu día de suerte, te he regalado una ocasión única para empezar la jornada, podrás contar a todo el mundo que me has visto. Y sale con el mismo aire desgarbado con que ha entrado.
El ruido ensordecedor del secamanos levanta una muralla que me aísla del mundo y centro mis pensamientos en lo que acabo de vivir. De entrada, noto un rechazo a quien vive para sí, para demostrar que es el más guapo, para impresionar con su imagen, alguien en el que nada de lo que parece casual es casual, una persona que necesita impactar con lo de fuera porque tal vez no tenga nada original por dentro. Que no, que no es de recibo pasar por la vida regalando ocasiones únicas cuando en el fondo estás necesitado de que te miren y te aplaudan para alimentar el ego o, de lo contrario, desfalleces de anemia hiperególatra.
Es el contraste con otros tipos que cuidan el aspecto personal para hacer la vida más alegre a los demás; que se esmeran en el trato con las personas que están a su lado y son capaces de preguntar ¿qué tal te ha ido el día?; o te acercan el vaso o el pan, o se levantan antes de que tes cuenta de que te falta una servilleta. Tipos que te llaman para felicitarte un aniversario poco conocido pero que te hace mucha ilusión. Esa gente que te resulta atractiva por lo que son y no piensas en lo que tienen
Se ha parado el secamanos y vuelvo al mundo real; me acuerdo de la mirada cruzada en el espejo, reacciono y estoy apunto de salir corriendo a buscarle y decirle: oye, que sí, que de verdad ¡muchas gracias! por haberme regalado una ocasión única.
Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader
Oct 3, 2018 | Escritos
Voy con mi madre de visita al cementerio. Después de cruzar la entrada, avanzamos despacio en ligera pendiente por el pasillo de la derecha, con la pared de los nichos a un lado y el patio central con las tumbas al otro.
– Buenos días María
– Buenos días (me sorprende que mi madre no la llame por el nombre; luego me confesó que no lo sabe, que se encuentran alguna vez por el pueblo y han coincidido en la compra, pero han hablado muy poco).
– He venido a cambiar las flores de Guillermo y de paso voy a limpiar la tumba de Manuel.
– ¿Cómo lo llevas?
– Esto es muy duro ¡qué quieres que te diga! Después de dos años de luchar con el cáncer, había vuelto la alegría a su casa; varios meses de vida normal y en una semana se ha ido. Guillermo se levantó raro, mi hija llamó al médico, lo ingresaron y ya no ha regresado. La enfermedad volvió con fuerza y pudo más que las ganas de vivir. Mi hija ya llevaba el negocio sola, porque su marido nada ha podido hacer en estos años y ahora continuará luchando en solitario. Cómo me pasó a mí, quedé viuda con dos hijas que aún no iban al instituto. He trabajado todo lo que he podido, sin descuidar su educación, estoy orgullosa de ellas. Pero ya ves, cuatro años llevo con lo mío; los dos primeros con el tratamiento fueron duros, luego la cosa ha mejorado y la próxima revisión ya es para seis meses. Claro que no te puedes fiar, vives con el miedo en el cuerpo. Ahora veremos con el marido de la pequeña, lleva unos meses de baja, ha perdido mucho, no puede comer porque todo le sienta mal y los médicos no aciertan, pruebas y más pruebas, pero nada.
Mira, yo no sé si hay Dios o no, soy de las que piensan que sí, pero a veces levanto la mirada al cielo y le digo: oye, a ver cómo repartes esto porque con algunas familias se te va la mano.
Antes de despedirnos sonríe y me dice: tu madre tiene buena mano para las rosquillas, le salen riquísimas ¡muchas gracias María!
Mientras nos alejamos, mi madre me cuenta que hace unos días hizo rosquillas para celebrar el último día de la novena a la Virgen de la ermita que hay en la calle. Esta señora vino acompañando a una vecina que es de la cofradía; le gustaron, ya lo dijo entonces.
Me giro para saludarla por última vez pero ya está inclinada sobre el suelo, con la escoba entre las manos moviéndola con fuerza, barriendo las hojas de los pinos que cubren la tumba de su marido.
En la distancia le hablo desde mi interior: mira, como tú soy de los que vivo con fe en Dios y, como tú, no sé cómo funciona el reparto de las penas y alegrías, ni sé qué explicación humana tiene el dolor, no se me ocurren argumentos humanos que lo hagan entendible. Disfruto con las alegrías y, a veces, me rebelo con las penas. Con unas y otras también levanto la mirada, como tú, para decirle ¡gracias! o ¿por qué esto y porqué a mí? Y procuro aprender, sacar lo positivo, porque la vida nos da lecciones continuamente.
Como de ti he aprendido en este breve encuentro, que en tu corazón hay sitio para el dolor por el sufrimiento propio y el de las personas que quieres; y para las alegrías de quienes te rodean, los pequeños detalles que con cariño los conviertes en grandes, como has hecho con mi madre al apreciar y agradecer algo tan sencillo como unas rosquillas.
Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader
Sep 16, 2018 | Escritos
He quedado con Jorge en la puerta de la farmacia, la que hace esquina con la plaza de la Iglesia. De pie en la acera, le espero con la mirada puesta en la entrada de la calle para que me vea enseguida.
La zona se empieza a llenar con los invitados a una boda; llegan en grupo, en pareja o solos, pero hablando con su móvil, que ahora es otra forma de presentarse acompañado. El desfile de trajes y vestidos se parece a una competición por llamar la atención, por conseguir el reconocimiento de los demás. Se diría que es más importante el yo que el tú y que los novios.
A mis espaldas se saludan dos grupos; ellos dan fuertes palmadas, ellas reparten besos sonoros. Y salta la exclamación: ¡tía me encanta, me encanta, me encanta! vas de súper rockera en plan guay.
Hago un esfuerzo por no girarme y a punto estoy de sucumbir a la tentación. La curiosidad por conocer el vestido y el personaje, van a partes iguales. ¡Pero, qué ganas! ¿cómo será el vestido, y ella, y la otra?
Mientras sigo pendiente de que Jorge no se me escape, lo que acabo de oír me lleva a reflexionar sobre el vacío que abunda en la sociedad, lo bajo que hemos caído y me voy deslizando por la pendiente de la crítica que no lleva a ninguna parte, salvo a la amargura de comprobar que los demás no son como yo… ¡qué lástima, ellos se lo pierden!
Y de repente un pensamiento maligno, atrevido, insolente: oye ¿tú serías capaz de ponerte ese atuendo? ¡qué dices! Yo no me visto así jamás, vaya ridículo. O sea ¿no estás dispuesto a salir de tus esquemas? ¡Pues no, hasta ahí podemos llegar!
En esto llega Jorge, ya en el coche le cuento lo que bulle en mi interior. Él no le da la misma importancia, tiene un enfoque distinto; me dice que no está de acuerdo en el postureo y la falta de contenido con el que se comportan algunas personas. Pero que, si no somos capaces de salir de nuestro yo y llegarnos al otro con el sano propósito de comprenderlo, nunca le podremos ayudar.
Le miro con cara de sorpresa: lo que me quieres decir es que sin dejar de ser quien soy, he de dar entrada en mi mundo a quienes no son como yo; que tengo que hacer el esfuerzo de escucharles y entenderles, aunque estemos en las antípodas.
Tú lo has dicho, por ahí vas bien.
Vaya con la súper rockera en plan guay, la que me ha liado; intentaré hacer caso a Jorge.
Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader
Jul 3, 2018 | Escritos
Pues le pasa como a mí, que soy un hombre de poca inteligencia, me dijo Pedro en medio de la conversación. Habíamos quedado una tarde de este verano para ponernos al corriente. Después de un buen rato de contarnos las últimas novedades y no recuerdo bien a santo de qué, me soltó la frase. Me sorprendió porque lo tengo por persona sensata y prudente, bien formada y con criterio. Como me conoce bien y sabe de mi tendencia a la seriedad, intuí que había un doble sentido en aquella sentencia, así que frené mi impulso a ponerme trascendente y opté por no interrumpirle para decírselo en ese momento; puse cara de asombro, le miré con afecto, respeté su turno de palabra y continuó hablando.
Resulta que a finales de curso había estado con Begoña, su mujer, en una reunión del colegio para los padres de la clase de su hija Yolanda, la 3ª de los cuatro que tienen. A la salida se quedaron en la puerta con otros dos matrimonios, comentando el contenido de la reunión; la crítica se hizo presente enseguida, esta vez a cuenta de una profesora con la que no hay quien pueda. “Si es que eso es como todo” dijo otra de las madres allí presente, a modo de conclusión; y para corroborarlo pasaron a la política, la economía, el deporte… y se quedaron tan a gusto después de un buen repaso a tirios y troyanos. “¡Uy qué tarde se nos ha hecho!”, se despidieron y cada uno marchó por su lado. Por el camino Begoña le comentó que no le gustaba el tono de la conversación que habían tenido, demasiado hablar de los defectos de los demás, aunque no le dio mayor importancia.
En casa, entre los dos acostaron a los niños, recogieron la mesa, prepararon los desayunos y aún sacaron un rato para quedarse a solas contándose las incidencias del día. Mientras ella se preparaba para acostarse, Pedro siguió con el libro que tiene empezado, a ver si le llegaba el sueño. Había pasado dos o tres páginas cuándo se encontró un párrafo que le impactó: “Algunos creen que descubrir defectos es señal cierta de sabiduría, pero nada requiere tan poca inteligencia” (El poder oculto de la amabilidad, de Lawrence G. Lovasik).
Lo dejó ahí, cerró el libro y reflexionó sobre lo hablado en la puerta del colegio; una vez más se había dejado llevar por la crítica fácil que presume de saberlo todo. Fue en busca de Begoña: ¿recuerdas lo que me has comentado sobre el tono de la conversación? Bajó los ojos, le tomó las manos y con tono de arrepentimiento le confesó: pues has de saber que estás casada con un hombre de poca inteligencia.
Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader