Aquella mañana en la vida de Juan

Aquella mañana en la vida de Juan

“Al recibir la noticia me puse nervioso. Ahora escribo en estas horas de soledad y silencio en el hospital, con una leucemia que me está aniquilando paso a paso.” Así arranca la historia de Juan que nos contó Ernesto Juliá (El rostro de la mañana, Ed. Guadalquivir, Sevilla 1998). Le conoció en el hospital, se hicieron amigos y le acompañó hasta el final.

A sus veintidós años Juan nunca se había parado a pensar en la muerte, era un asunto que no divisaba en su horizonte. Una mañana de mayo de 1994 se despertó con fríos y calores que iban de la cabeza a los pies. En lugar de ir a clase se desvió al hospital y quedó ingresado. Al día siguiente intuyó que el médico pasaba un mal trago al hablarle con tanta claridad como prudencia: la esperanza de vida era de un mes.

Apenas unos días atrás paseaba por la universidad con un compañe­ro, charlando sobre la posibilidad de que los científicos consiguieran hacer inmortal al hom­bre. Ahora tenía bien claro que no vería semejante adelanto; en la primera semana ya había visto morir a otros tres compañeros de habitación.

Su padre desapareció de escena siendo niño; su madre había entrado en depresión al conocer la noticia y no iba a verle; sus dos hermanas vivían al margen de la situación. En esos días le consolaba la visita de María; era nueva en su clase y no sabía bien porqué había empezado a prestarle atención; quizás porque otras compañeras que entendían el uso de la libertad del espíritu, de la inteli­gencia y del cuerpo como él, ya no tenían nada más que decirle. María se atrevió a poner en duda las razones de su inteligencia, a considerar vacíos los valores de su espíri­tu y a no compartir el uso que daba al cuerpo. Le paró los pies en seco. Su negativa y su firmeza le descubrie­ron una dimensión de la dignidad humana que hasta entonces desconocía.

En la primera visita cruzaron pocas palabras porque estaba agotado. Le arregló las sábanas, comprobó si las medicinas estaban en orden, se sentó un rato en el sillón y le acompañó en silen­cio con sus pensamientos y algo que ella llamaba sus «rezos». Juan se había traído al hospital un librito que ella le había dejado, titulado “Nuevo Testamento”, aunque de Jesucristo no había oído hablar nunca ni le había interesado; no era consciente de estar bautizado. María le besó en la frente para despedirse. Le devolvió la mirada con cariño, y se contuvo. Le diagnosticaron la leucemia cuatro días después de descubrir que estaba enamorado y ahora, cuando María no podía ir a verle, la soledad se llenaba de la presencia de su espíritu. Con ella a su lado se le pasaba pensar en la muerte

Otro día María se sorprendió de verle con el librito en las manos; lo había abierto al azar y la primera frase le había dejado pensativo: “háblame de Jesús ¿quién es?” Fue breve, porque sus fuerzas no permitían atender una explicación mayor; al poco se despidió con una caricia. El aliento de vida que le insufló le acompañó el resto del día. Nunca se había sabido amado de nadie de esa manera. Se sorprendió por la noche al dar las gracias a la enfermera por las atenciones que tenía con él; hasta ese instante nunca había agradecido nada, ni nunca había pedido perdón.

No había anhelado encontrarse con nadie, ni había echado en falta a nadie. Se había bastado siempre a sí mismo. Pero al enamorarse, se trastocaron sus pensamientos. Según su lógica, nada más enterarse de su próxima muerte, María tendría que haberle abandonado, porque ya no le servía para nada. Y no fue así; su amor estaba vivo, bien cerca, bien dentro.

A media mañana se presentó su madre; titubeó, se sobrepuso a su nerviosismo, llegó hasta su hijo, le dio un beso -ya no recordaba cuantos años habían pasado desde la última vez que hizo lo mismo- y se marchó. Se quedó con la conciencia de haberla tratado con crueldad, y casi lloró. Cuando llegó María respetó su silencio y permanecieron callados un tiempo. Luego le pidió “léeme un poco de tu libro, por favor”. Antes de marchar, por sugerencia de los médicos, María le dijo con toda clari­dad que aquel podía ser su último día en la tierra.

El 16 de junio, María llegó temprano y se lo encontró con los ojos bien abiertos, en un esfuerzo por apurar los últimos instantes. Se le iluminó la cara al verla; con su mano entre las de ella, le pidió perdón por todo lo pasado y le dio las gracias por estar allí; “María, reza el Padrenuestro; quiero oírlo”. Luego quedaron en silencio. A otro gesto, se acercó a él. Esta vez, señaló un vaso de agua en la mesilla de noche, y dijo: ‘¿Puedo recibir el bautismo?”. Comenzó a respirar mal. Vino la enfermera y le avisó que se estaba yendo. Tomó el vaso muy nerviosa, derramó agua sobre su cabeza, mientras decía “Juan, yo te bautizo…”. Y, plá­cidamente, murió.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

01/05/2024

Un día en urgencias

Un día en urgencias

Ingresé en urgencias a primera hora de una mañana a finales de diciembre; de eso han pasado ya cuatro años. Me había roto el tobillo y los médicos decidieron operar. Había que esperar a que se produjera hueco en el quirófano y me advirtieron que podía pasar varias horas allí; acertaron con la advertencia.

Estuve distraído, aquel lugar no era apropiado para sestear o pensar en las musarañas. El trajín de las entradas y salidas, el ruido de los aparatos, los suspiros lastimeros y alguna voz fuera de tono, configuraban un cuadro de alerta permanente. El contrapeso lo ponía el personal sanitario que atendía la sala: aportaba calma, serenidad, amabilidad y cariño en cada una de sus intervenciones.

Recostado en la cama sin muchas ataduras, me entretuve en contarme la historia de los casos que me rodearon.

Como la de aquel tipo con pintas de indigente, tostado por las horas de sol en algún rincón al rebrigo del frío callejero. Aquel día se había pasado con la dosis mañanera para desentumecer los músculos, trastabilló al cruzar la calle y los municipales lo trajeron para que le curaran. Debía tener los huesos duros a base de dormir a la intemperie, porque nada se había roto. En cuanto se espabiló, discutió con las auxiliares y se marchó sin atender a razones. No debía ser la primera vez: ellas sabían su alias y él conocía bien el camino.

A media mañana ingresó una señora menudita de cara, pelo blanco y mirada serena; con cuidado la trasladaron a la cama frente a la mía. Cuando abría los ojos reflejaba entereza, pero los abría poco porque el dolor se los cerraba. La enfermera detectó la situación ¿le duele mucho? “sí” ¿viene con algún familiar? “no” ¿vive sola? “sí” Y se volcó con ella en detalles, aunque aquella buena mujer nada pedía. Debía tener algo serio porque se la llevaron enseguida, marchó con la misma paz que había llegado y de propina me dejó una muesca en el corazón.

Ya repartían la comida cuando entró un retablo de dolor en silla de ruedas, empujada por una señora que sobresalía solo un palmo por encima del hombre sentado. Se adivinaba que los años la habían disminuido, pero conservaba fuerza para empujar y agilidad manejar la situación. Los ¡ay! que salían de aquella garganta como saetas disparadas con cadencia programada, se clavaban en los oídos y alteraban los ánimos. Grande debía ser su dolor en aumento por momentos, porque las interjecciones se convirtieron en exclamaciones contra el mundo en general y contra quienes le atendían en particular, incluida su esposa. Ella le acariciaba, le repetía frases cariñosas al oído y le disculpaba ante los demás: “él no es así, es que le duele mucho; lleva toda la noche sufriendo hasta que nos hemos decidido a venir.” Y a las enfermeras “por favor no se lo tengan en cuenta, hagan lo que puedan para calmarlo”. Agotado por el dolor, se durmió bajo los efectos del analgésico. A su lado, la mujer le sostenía la mano y le limpiaba la cara con un pañuelo humedecido en colonia suave. Despertó, abrió los ojos y se encontró con una sonrisa que le estaba esperando: “hola, cariño ¿estás mejor?” Lo que se dijeron desprendía el aroma de un amor fraguado en años de matrimonio que ha superado numerosas dificultades. Bien se conocían y mucho se querían. De aquel corazón también salieron palabras de agradecimiento para cada una de las personas que le habían atendido y no dejó de pedir disculpas a todos repitiendo que, por favor, le perdonaran las molestias. Se marcharon a pie, despacito, empujando la silla vacía. En la puerta se dieron la vuelta y saludaron con la mano a quienes habíamos compartido con ellos aquel momento duro: el dolor une.

Estos días he pasado de nuevo unas horas en urgencias, ahora como acompañante. Nada cambia, solo las personas; el dolor que de modo inesperado se hace presente en nuestras vidas, la generosidad de los profesionales que les atienden y el cariño de los acompañantes, permanecen.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

24/04/2024

Lo único que te pido

Lo único que te pido

Luis llegó a la comida del lunes con ganas de hablar; el sábado estuvieron cenando con otros tres matrimonios y quería compartir dos de las historias que habían contado, que concluyen con un mismo final. En el comedor del colegio coincidimos un grupo variopinto a la misma hora; a veces no es coincidencia, si no que nos esperamos para disfrutar de ese rato.

Empezó con la de Ramón y Carmen que habían visto la película “El gran sohwman”; Ramón iba un poco cruzado por asuntos de trabajo acumulados durante la semana, no era el mejor momento para ir al cine, pero se había comprometido con Carmen y se esforzaba para que no se le notara. Empezó frío, distante, alejado de lo que ocurría en la pantalla porque él ya tenía su propia película por dentro. Poco a poco fue conectando, la historia le empezó a interesar, le enganchó la música y acabó cerrando las luces de dentro para volcarse en lo que sucedía fuera. El protagonista P.T. Barnum ha cometido un error al querer ofrecer a su mujer Charity el nivel social y económico que ella tenía en casa de sus padres. La relación se enfría y está al borde de la ruptura. Reacciona, va a buscarla para pedirle perdón; la encuentra al atardecer en la playa, de pie sobre la arena, la mirada perdida en el horizonte crepuscular, acariciada por la brisa y envuelta por el rumor del mar. Ella le oye llegar y deja que se acerque, inmutable. Después de unos minutos en silencio, uno al lado del otro, PT le dice sin mirarla: “Perdóname, me he equivocado. Me empeñé en ser más de lo que era y te he hecho sufrir”. Ella se gira para hablarle de frente, con fortaleza, serenidad y mucho cariño: “Yo nunca quise nada que no fuera el hombre del que me había enamorado. Eso es lo único que te pido”.

Luego siguió con la historia de Julio, un médico al que le encanta trabajar en urgencias, porque considera que allí es donde mejor puede practicar su vocación de médico. Y con el tiempo ha aprendido que también se cura escuchando.

Contó que esa semana había llegado un matrimonio mayor en busca de un informe que necesitaban. En la recepción trataron de explicarle que allí no se lo podían preparar. Ella estaba tensa, como quien se encuentra ante un muro insalvable; afloraron los nervios, surgieron las críticas y alguna amenaza. Él tenía la mirada ausente, decía frases inconexas.

Julio pasó ante el mostrador, se dio cuenta de que algo no funcionaba y ofreció su colaboración. Ella, asustada, agobiada, volvió a pedir el informe con más amenazas. Se los llevó a una consulta, la escuchó y poco a poco volvió la calma.

María y Juan llevan 80 años a la espalda y 56 de casados; él con una demencia progresiva, los últimos meses han sido muy difíciles. Sus hijos fuera, ella le cuida y se ocupa de todo. Está agotada; quiere estar junto a él, pero no puede atenderle como necesita y los dos empeoran. Con mucho dolor, ha decidido llevarle a una residencia y le piden el informe. Julio cogió el teléfono, habló con la trabajadora social y quedaron que al día siguiente les ayudaría en los trámites que necesitaban. Mientras, oía cómo María decía “y tú siempre serás mi Juan” mientras le acariciaba la mejilla.

Julio había detectado que aquella buena mujer, superada por las circunstancias, parecía suplicar: “Sólo te pido que me escuches; no hace falta que me des consejos, ni que me cuentes una historia que conoces parecía a la mía. Que me escuches, es lo único que te pido”.

Se nos había agotado el tiempo escuchando a Luis y había que recoger; aún nos pidió un momento para resaltar lo que tenían en común y le había llamado la atención: la necesidad de escuchar para acertar con lo que el otro pide, que a veces no coincide con lo que yo quiero dar; en las dos historias se resumía en la misma súplica: “lo único que te pido…”

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

17/04/2024

Si los lirios hablaran

Si los lirios hablaran

El sábado nos cubrió el cielo plomizo compañero de viaje de la calima que nos ha visitado estos días en Madrid; su presencia impregnaba el ambiente de un ligero barniz de quietud y pesadez. Después de comer salí al jardín compartido con entrada por detrás del edificio. Diseñado con pocas flores, es un espacio donde predominan los verdes en una amplia gama de tonalidades, ahora vivos y lustrosos por el agua caída en las semanas anteriores, y porque el inicio de la primavera acelera la circulación de la savia y los llena de vitalidad. A falta del brillo que da la luz del sol, el contrapunto de color lo ponían los dientes de león, una flor amarilla nacida entre el césped, que salpicaban los parterres de puntitos llamativos.

En un rincón discreto del paseo junto a los escalones de traviesas, la vista recaló en unos lirios atraída por el contraste entre las hojas verdes y la flor morada, señorial, llamativa, perfumada. Me incliné para admirar de cerca la delicada belleza de sus pétalos, fuente de inspiración en el arte simbólico, imitada en capiteles para coronar columnas desde la antigüedad y una de las figuras más populares en heráldica. Algo divino encierra esta flor, cuando mereció la alabanza que le dedica el evangelio: “ni Salomón en toda su gloria pudo vestirse como uno de ellos”. Campeona en resistencia al frío y la sequía, capaz de crecer en cualquier tipo de suelo; la belleza que nos ofrece supera ampliamente los pocos cuidados que necesita. Cuántas veces habré pasado junto a ella en mis paseos por el jardín y, sin embargo, hasta ese día no me había parado a contemplarla. Me retiré contento, con la alegría de haber disfrutado de su regalo.

Hace cuatro o cinco años, también un sábado de primavera, acompañe a Felipe en un viaje a Peñafiel, ida y vuelta en el día. A su lado la conversación está asegurada con un amplio abanico de temas de interés. Los kilómetros pasaban distraídos en asuntos que nos unen, hasta que las palabras empezaron a distanciarse y se hizo el silencio. “Vamos a parar, necesito estirar las piernas y espabilarme un poco”. Paramos en el primer bar que encontramos junto a la carretera. En la puerta nos cruzamos con un señor; no nos pasó desapercibido su gesto de bajar la mirada y responder con el silencio a nuestro saludo, por contraste con el camarero que nos recibió con un “buenos días” fresco y mirando a la cara. Estaba solo. ¿Qué les pongo? “Un cortado, café de máquina, leche semidesnatada, templado, con sacarina”; “para mí un cortado normal” Hizo una mueca y nos reímos los tres. Pasé al baño, cuando volví, los encontré en animada conversación. Una pregunta trivial sobre nuestro destino había derivado en puntos comunes que prendieron la mecha; luego surgieron temas personales, familiares y la charla se envolvió en un tono de confianza que generó un ambiente de calma lenta y explicaba que algunas frases quedaran suspendidas en el aire como el humo de un cigarro. Tuve que hacer de hombre malo y con un golpe del dedo índice en la esfera del reloj llamé la atención sobre la hora; se nos había ido el tiempo.

Hice ademán de pagar, dio un paso atrás y levantó la mano en un gesto de rechazo amable; “paga la casa y muchas gracias”. Ante nuestra cara de extrañeza, continuó “Miren, por este bar pasa mucha gente gracias a Dios, no me puedo quejar del negocio. La mayoría entran, piden y se van, muchos sin decir adiós; Vds. me han dado conversación, me han tenido en cuenta, y eso es muy de agradecer”.

Cuando este sábado abandoné el jardín, me acordé de aquel buen hombre y su agradecimiento porque nos habíamos detenido unos minutos con él. Y me pareció que los lirios hubieran hecho lo mismo, si hablaran.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

10/04/24

Un labrador de mi pueblo

Un labrador de mi pueblo

Estos días he recordado el viaje que hace un año hice a Salamanca.  Me habían invitado a la clausura de un Congreso de alumnos de Bachillerato que tendría lugar el último sábado de marzo, en la sede de la Universidad Pontificia. Acepté encantado, también movido por la curiosidad de conocer de cerca lo que unos chavales jóvenes pueden decir sobre el tema del congreso “La felicidad en tiempos difíciles”.

La mañana estaba fresca, de cielo limpio y soleada; conducía sin prisa, con ánimo de dejarme empapar por la naturaleza que me envolvía. A ratos bajaba la ventanilla para que el aire limpio refrescara el interior y me despejara, respiraba hondo y dejaba correr la vista por los sembrados incipientes que a derecha e izquierda unían la carretera con el horizonte, pintando de verde el paisaje.

Cerca de Peñaranda, en una de aquellas rectas eternas sin final, un tractor labraba en paralelo a la carretera. Lo estuve observando mientras me ponía a su altura y después a través del retrovisor: me fijé en la marca del tractor, calculé la potencia que podía tener, el número de rejas del arado, la profundidad de los surcos que abría en la tierra.

Y del interior de aquella tierra que el arado dejaba al descubierto, surgieron los recuerdos. Me acordé de un labrador de mi pueblo, fallecido a principios de este siglo, al que le debo mucho. Era hijo de labrador, nieto y bisnieto de labrador; pero él no quería ser labrador. Se escolarizó tarde, cuando la República inauguró la Escuela Nacional en el pueblo, y la dejó pronto, a los diez años, porque había que ayudar a su padre como un campesino más. En sus sueños juveniles imaginó una vida alejada del campo, abriendo una brecha en el estrecho horizonte que la tradición familiar le dibujaba. Cuando su padre murió joven, consideró que, de momento, su sitio estaba allí, arrimando el hombro junto a su madre y sus tres hermanos para reponer a la familia de la sacudida inesperada. En eso estaban, no habían pasado dos años y un virus maléfico se llevó también a uno de los hermanos, dejando la familia de nuevo maltrecha, a punto de casarse el mayor y con el menor en la mili. En ese momento decidió cortar el hilo del globo de las ilusiones y redefinir su futuro asumiendo la responsabilidad familiar que la vida le ponía delante: su oficio sería el de labrador y el campo su socio en comandita. Alimentó su inquietud cultural con frecuentes lecturas, con gran facilidad para la geografía y la historia, con la que entretenía a sus contertulios en las veladas familiares. A la vuelta de unos ejercicios espirituales incorporó a Dios en su vida y la recorrieron juntos hasta el final. Por amor a su pueblo y espíritu de servicio, aceptó encargos de responsabilidad en instituciones locales, tanto civiles como religiosas, a las que dedicó mucho tiempo y desvelos.

Sentado en la sala donde los grupos exponían sus trabajos, me admiraba como aquellos quinceañeros se desenvolvían con soltura y hablaban con desparpajo, lanzando propuestas de calado que removían el interior de cada uno.

Cuando me llegó el turno de dirigirles unas palabras, les felicité por dedicar un sábado a formarse como profesionales y como personas; les dije que ese es un buen camino para mejorar la sociedad y eso lleva a la felicidad que se proponía como lema del congreso. También les dije que la felicidad sale al encuentro cuando no la buscas para ti si no para los demás, con generosidad y espíritu de servicio. Les podría haber dicho, aunque no lo hice, que esto lo había aprendido del labrador de mi pueblo, del que me había acordado en el viaje; y que yo lo tengo siempre bien presente, porque ese labrador es mi padre.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

03/04/24

Miércoles Santo en silencio

Miércoles Santo en silencio

En la segunda quincena de enero, cuando aún quedaban restos de turrón en la despensa y algunos escaparates mostraban juguetes todavía, empezaban los primeros movimientos con la mirada puesta en la Semana Santa; las cofradías convocaban reunión, las bandas desempolvaban los tambores y se citaban para las primeras pruebas. Cada una tenía su rincón reservado por las cercanías y al anochecer resonaban las pieles de bombos y tambores por los cuatro puntos cardinales.

Desde que tengo uso de razón he vivido el ambiente de la Semana Santa en mi casa: mi padre estaba al frente de una Cofradía, mi hermano coordinaba la banda de tambores, mi madre y otras ponían a punto los faldones, túnicas y las flores del paso. Por entonces yo era del equipo de monaguillos de la iglesia de los Franciscanos, donde se alojaban varias cofradías, y participaba a fondo en las procesiones desde dentro, tanto en su preparación como en el recorrido.

Después mi horizonte se ensanchó y me alejé del pueblo, pero los recuerdos me han acompañado siempre porque son un trozo de mi vida, son parte del tesoro acumulado en mi interior.

En estas fechas, si estoy fuera vuelvo a ellos con orgullo y agradecimiento; y si puedo, estoy presente para revivirlos de nuevo con la misma emoción.

La Semana Santa en Caspe bebe de la tradición del Bajo Aragón: el redoble del tambor flota en el aire y marca un estilo propio. En las procesiones, la banda de bombos y tambores anuncia la llegada del paso con la figura de Jesús en alguna de las escenas de la Pasión. No es ruido que disperse; el ritmo que marcan bombos y tambores estremece por fuera, pero repliega hacia dentro, invita a un diálogo interior con la imagen que viene despacio, se acerca, pasa rozando y marcha lentamente por el fondo de la calle ¡cuántas peticiones! ¡cuántos “perdón”! ¡cuántos propósitos de mejora en esos momentos!

Hoy miércoles santo, la procesión es distinta. Le llamamos Vía Crucis del Silencio, porque Jesús clavado en la Cruz pasea en horizontal a hombros de los cofrades sin banda de tambores. No hace falta anunciar su llegada, porque le acompañamos apiñados alrededor, arropándole en un recorrido de calles estrechas y empinadas. Se oye el roce de los zapatos en el suelo, el bisbiseo de una conversación, el saludo bajito a una conocida en el balcón, el sacerdote que lee la estación: Quinta, Simón Cirineo ayuda a llevar la Cruz. Luego añade una breve reflexión y me siento invitado a ser otro Simón con los que están a mi lado. Al “amén” abro los ojos y descubro la luna llena sobre el cielo negro alumbrando los tejados; la noche está fría, me encojo para resguardar la cara del ligero cierzo que viene de frente.

De nuevo caminamos a su lado, en silencio.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

27/03/24