Tener y no tener

Tener y no tener

Durante una excursión de pesca, el director de cine Howard Hawks se apostó con el escritor Ernest Hemingway, a que era capaz de hacer la mejor película con la peor de sus novelas. La oportunidad se presentó en 1944 y llevó a la pantalla la novela “Tener y no tener”. Han pasado ochenta años y la película sigue seduciendo por su mensaje, por la maestría narrativa del director, por los diálogos, por la música y, sobre todo, por la presencia de Humphrey Bogart y Lauren Bacall, unos monstruos de la interpretación que sólo con la mirada desbordaban cualquier gesto.

Cuando la vi, una de las escenas me removió del asiento. Puedes ver los 30” que dura pinchando “aquí” y además copio el diálogo:

  • Steve: “anda alrededor mío, adelante Slim, anda alrededor mío”. Ella recorre un círculo a su alrededor sin encontrar obstáculos. “¿Has encontrado algo?”
  • Slim: “no, no Steve, no hay cuerdas que te sujeten… todavía”.

La escena hizo saltar el candado que cierra el baúl de los recuerdos almacenados al fondo de la memoria y lo vi como una secuencia más de la película. En 1974 hice el COU en turno de noche en el Instituto Xaloc, para poder compatibilizar con el trabajo en el Banco. Por entonces el director era D. José Antonio, hombre culto con fama de carácter inglés. Un día iba por el patio y dos alumnos se estaban peleando en un tono algo más subido de lo habitual. A un gesto suyo se separaron y habló con cada uno de ellos a solas. Al más revoltoso lo llevó hasta un árbol delgado en medio del parterre y le dijo “quedas atado al árbol por este hilo invisible” mientras le hacía el gesto desde la muñeca al tronco. Y allí quedó el chaval aguantando las burlas de los demás chicos, sin moverse. La historia acabó bien; cuando volvió D. José Antonio, el alumno se llevó una felicitación por su comportamiento y quedó liberado de la atadura virtual.

Si por entonces el chaval hubiera visto la película, habría entendido la coletilla al final de la respuesta de la chica. Hasta ese momento él era como el Steve de la escena y fue el director del colegio quien le suprimió el “todavía”. A partir de aquel momento ya sabía lo que era estar atado por un hilo o una cuerda invisible; en lo sucesivo podría detectar aquellas ataduras que no se ven, pero se notan; distinguir que unas las elegimos y otras no las rechazamos. Y comprobar que unas son buenas y otras no tanto.

Hay ataduras buenas, decididas con libertad, que suponen compromiso, entrega, que dan sentido a la vida. Muchos ejemplos se me hacen presentes, de personas entregadas en el matrimonio, en la vocación a Dios o en proyectos y causas en favor de otras personas. De entre todos, me quedo ahora con el de aquella religiosa de setenta y siete años; mientras nos enseñaba el colegio que llevaban en la periferia de la capital, me decía: “Conocí a la madre Fundadora a los 14 años y desde entonces lo tuve claro; cuando cumplí los 20 me confió el inicio de una misión en Suramérica ¡qué locuras! He sido muy feliz… ¡Soy muy feliz!”

Una novela mediocre, una gran película, un recuerdo, una persona feliz… todo por “tener y no tener”.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

07/02/24

El marcapáginas

El marcapáginas

El marcapáginas que usaba en el libro que estaba leyendo, era una postal con el dibujo de una joven hindú que baila descalza un día de lluvia pisando los charcos.

Al acabar la reunión Esteban me sugirió que fuéramos juntos dando un paseo hasta la estación de metro; mientras se ponía el abrigo con el libro en la mano, se cayó la postal, la recogí del suelo y antes de dársela me quedé un instante mirándola porque algo me llamaba la atención.

Ya en la calle hablamos de algunos puntos que habían salido en la reunión, estábamos satisfechos del buen ambiente y del tono con que se habían tratado los temas. Sin venir a cuento, la imagen del marcapáginas se me hizo presente y lo comenté. “Esteban, no sé qué tiene esa postal que me ha enganchado, al recogerla del suelo me he quedado mirándola porque me dice algo”.

Pues a mí me pasó lo mismo cuando me la dieron; de momento la guardé en el cajón y el otro día la puse en el libro que he empezado a leer. Quizás el contraste de los colores suaves resulta atractivo, hace que te fijes en el dibujo, te relaja, te anima a respirar hondo y transmite paz. Puedes quedarte en el dibujo de la chica que baila bajo la lluvia y ya está. Para mí no es todo, porque también me sugiere una actitud ante la vida que comparto, un modelo de persona que quiero para los míos; aquí se cumple aquello de que una imagen vale más que mil palabras.

Te explico. Mira, la vida está salpicada de dificultades, unas que nos vienen y otras que nos las buscamos solitos. Eso es lo que refleja la lluvia. Fíjate en su expresión, cómo avanza confiada, con los ojos cerrados y la sonrisa esbozada. Podemos educar en la desconfianza, en la prevención, en levantar barreras que nos protejan y separen de los demás. Pero es mejor fomentar la actitud confiada, aun sabiendo que más de uno nos va a fallar, o que uno mismo se puede equivocar. Con todo, serán más los aciertos que los fracasos y es preferible respirar con paz que con inquietud. Esa chica camina descalza, ajena al frío, con la fortaleza necesaria para sortear los charcos del camino. Una persona fuerte no significa que sea bruta; comportarse con delicadeza supone el dominio de uno mismo. Desarrollar la sensibilidad, educar los sentimientos, nos lleva a la renuncia de tendencias naturales que nos embrutecen; ahí tienes la fortaleza. Y esa chica la combina con la delicadeza y sensibilidad que transmite en la posición de las manos y el movimiento de su cuerpo, al compás de una música que le suena dentro.

Te aseguro que hay personas así: fuerte ante las dificultades, confiada ante la vida, pendiente de los demás, que transmite paz a su alrededor, que disfruta y se emociona ante los detalles de cada día.

Y mientras Esteban describía ese tipo de persona, el recuerdo de mi abuela Agustina se iba dibujando en aquel marcapáginas.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

31/01/24

Próxima estación: LOS CIEN

Próxima estación: LOS CIEN

Mi madre viaja en un tren que avanza tranquilo para que los pasajeros puedan disfrutar de la conversación, del paisaje y de los recuerdos que afloran. Las estaciones coinciden con los años y la próxima para ella será la de los CIEN. Si Dios quiere, será en la primera semana de enero de 2025. Mi padre hubiera llegado a esa estación en la semana que ahora estamos; pero hace unos años que una enfermedad le apeó del tren y mi madre continúo sola el viaje, asomada a la ventana mirando hacia atrás por si le veía y, a ratos, hacia adelante. Poco a poco, el recuerdo del trayecto recorrido juntos le dio fuerza para hablar más del futuro que del pasado. Y dedicó su tiempo a ayudar a los hijos, la familia, las amigas, las vecinas y cualquier persona a quien pudiera prestar un favor. De nuevo sus conversaciones se llenaron de contento por lo hecho y de alegría por lo que tenía por hacer. Nos ha enseñado a disfrutar de las pequeñas cosas y de las grandes, aunque de estas pocas encontramos en su currículum; salvo que, al vivirlas con intensidad, las pequeñas se convierten en grandes.

Con quince años fui el primer hijo en marchar de casa. Con la maleta a los pies, la única que teníamos en casa, aquel domingo de octubre esperamos el tren que me llevaría al futuro. Los nervios y la juventud me sujetaron al “yo” y fui incapaz de darme cuenta de lo que estaba viviendo “ella”.  A la salida de la estación la vía dibuja una curva a la derecha, los familiares pierden la vista del tren y bajan las manos del adiós; durante un rato aún les llega el quejido del puente de hierro sobre el río hasta que ha pasado el último vagón. Y después, silencio. La estación se queda vacía, dormida. Aquellas figuras que de puntillas levantaban la mano y estiraban el cuello en el andén, regresan calle arriba algo encogidas, sin despegar los labios, tragando alguna lágrima que quedó sin salir.

Ahora he podido comprender lo que aquel día vivió en su corazón, porque cuenta con mucho detalle todo lo que guarda en su memoria, aunque se le olvida lo de ayer. “Cuando marchaste procuré rellenar el hueco con tus hermanos; ellos, el trabajo de la casa, ayudar a tu padre y atender otras necesidades, mantenían la mirada alta. Pero luego marchó José Antonio, y Elvira y Joaquín; las habitaciones se quedaron vacías y me daba no sé qué pasar por allí”.

Ese no sé qué era por nosotros, no por ella. Mi madre no habla de cosas, habla de personas. En sus relatos, los aspectos materiales tienen un papel segundón, importan poco; sus historias son con personas: su abuela, los padres, los hermanos, las primas, las amigas, la familia, los hijos, los nietos, los bisnietos. Lo que llena su corazón son los demás y por eso habla de ellos.

Quien quiera que se siente a su lado en este viaje de la vida, tardará muy poco en verse acogida en una conversación que empieza por lo evidente, por lo más sencillo; y acaba no se sabe cuándo ni donde, porque la cabeza y las fuerzas le acompañan, y los temas de su interés son amplios.

Pido a Dios que nos permita revivir aquella escena de un domingo de octubre, pero con los papeles invertidos: que sea una bienvenida en lugar de despedida; que quien espere en el andén seamos todos los que la queremos, que quien vaya en el tren sea ella y que la veamos llegar arreglándose el pelo en el cristal de la ventanilla cuando la megafonía le anuncie “próxima estación ¡LOS CIEN!”.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

24/01/24

Aquella noche

Aquella noche

Fue un golpe duro, de esos que la vida reparte sin anestesia. La juventud saliéndole a borbotones por todos los poros de la piel y se quedó en la carretera en un despiste. Estuve en el funeral, la iglesia abarrotada de gente joven que le manifestaban cariño a su modo. El sacerdote puso un poco de alivio y esperanza ante una situación que humanamente no es fácil de explicar; pero allí, en la presencia de Dios, elevó el punto de mira y nos ayudó a ver la luz que siempre nos puede acompañar en nuestro camino. Los padres y hermanos añadieron serenidad a la despedida y así fue más fácil decirle adiós.

Pero a Pedro y Carmen les está costando digerir la ausencia. Son unos tipos formidables, con los que el tiempo pasa rápido hablando de asuntos con sustancia. Ahora salen menos. Les llamé para charrar un rato y me sorprendieron con una sugerente propuesta “¿Por qué no te vienes a casa a cenar este sábado? Vendrán también Ramón y Chus”.

A última hora de la tarde, con las obligaciones cumplidas, sin prisas, con ganas de hablar, de compartir inquietudes, nos juntamos los dos matrimonios y el que suscribe, con viento a favor para una velada esperada.

De salida dominaron los asuntos culinarios, me presentaron la famosa Thermomix –aquí el penúltimo modelo, aquí un amigo- tan modosita en su rincón de la cocina y tan revolucionaria en la nueva forma de cocinar. En torno a la mesa fue cuajando la conversación entre bromas al cocinero y otros temas menores que facilitaban el diálogo y el mirarnos a la cara. Hasta que de modo natural llegamos a la pregunta; silencio, respirar hondo y entramos, vaya si entramos. Era un asunto duro, fuerte, doloroso; pero lo tratamos con suavidad, con fortaleza y con cariño. No fue un tres contra dos, sino un tres a favor de dos. Las lágrimas humedecieron los ojos, algunas frases necesitaron un suspiro intermedio para llegar hasta el final; no resultaba fácil recordar aquel momento y repasar cómo lo viven desde entonces; pero lo hicimos, escuchando para entender, proponiendo para mejorar y poniendo un punto final para pasar a otros asuntos que trajeron algo de aire fresco y risas sinceras. El ambiente se animó, surgieron propuestas de entretenimiento que no tenían en cuenta el reloj. Se me hacía tarde y allí dejé a los cuatro con una noche por delante que pintaba bien.

Me retiré dando un rodeo para alargar el paseo y poner orden en las ideas antes de llegar a casa. Recordé el mensaje central de una conferencia a la que había asistido recientemente: el primer paso para arreglar cualquier problema es reconocer que hay un problema.

Podíamos estar contentos, porque ese paso se había dado aquella noche.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

17/01/24

Son caballos

Son caballos

Es treinta de diciembre; en el colegio estamos de vacaciones, pero he quedado con Paco para resolver un asunto. Trabajamos con la puerta abierta como siempre, por eso no nos sorprende que Nano entre con toda la confianza, sin avisar. Venía a saludar, mientras los chicos se habían quedado jugando en el patio.

Llevábamos algo más de una semana sin cole y llovía casi todos los días; habían salido muy poco de casa y hoy viernes, víspera de final de año, estaban muy nerviosos; les faltaba espacio para quemar energías y lo buscaban por todos los rincones, incluida la cocina donde su madre intentaba concentrarse en la preparación de todo lo que se le avecinaba en unas horas. La tensión del ambiente iba en aumento, a la par que la temperatura. Nano había reaccionado a tiempo: ¡chicos, hoy toca partido! En un instante las habitaciones se convirtieron en los vestuarios de un estadio cualquiera, sólo que con un poquito más de desorden; ¡ese es mi calcetín! ¿quién tiene mi camiseta?… Un guiño de Nano desde la puerta es correspondido por Tere con una sonrisa de agradecimiento; mientras los mayores bajan las escaleras de dos en dos, el ascensor acude en busca del resto del equipo ajeno a las prisas.

Nano ha entrado seguido de un balón con piernas; Javi tiene dos años y la pelota que lleva entre las manos le tapa de cintura para arriba. Cuando la deja en el suelo se encuentra con cuatro ojos que le miran y preguntan a la vez ¿cómo te llamas? ¿cuántos años tienes? del susto se esconde abrazado a la pierna de su padre. Nano nos va contando cosas de Javi, mientras le acaricia; con eso consigue que saque media cara por detrás del escondite; unos caramelos hacen el resto y lo vemos al completo.

Las dos manos de Javi son insuficientes para recoger cinco o seis caramelos desiguales. Me pongo en cuclillas y nuestras caras quedan a la misma altura ¡ya somos iguales!; me mira de tú a tú, surge la confianza y cruzamos unas palabras. Deja los dulces en mis manos mientras los reparte entre los bolsillos de su abrigo. Uno, dos, tres, en el bolsillo de la derecha ¿son para tus hermanos? Contesta que sí moviendo la cabeza. Luego repite la operación con el resto en el bolsillo de la izquierda ¿estos son para ti? Repite el gesto afirmativo; pero antes, un pequeño bulto indica que ya tiene algo guardado ¿qué es? Javi mete la mano, la saca con cuidado y la abre despacio como quien descubre un tesoro, mientras me mira con emoción y me dice ¡un caballo! Javi, pues parece una piedra; y se reafirma “pero es un caballo”.

No podía reírme; aquello era muy serio para él y para mí, porque en ese momento recordé que también yo tengo tesoros guardados en varios rincones; y que si un día, un señor mayor abre el cajón y me pregunta ¿esto qué es?, poniéndome colorado me acordaré de Javi y le responderé ¡son caballos!

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

10-01-24

Boda en el hospital

Boda en el hospital

Patricia y Borja se casaron el sábado 23 de diciembre como tenían previsto. Este es el final de la historia, lo que ahora nos da por llamar “spoiler” a la vez que ponemos cara de “lo siento, te he contado el final”. Si eres de quienes se conforman con el “cómo termina” la película, te puedes quedar aquí. Si eres de los que disfrutan con la propia historia y también con el final, estás invitado a continuar leyendo y montar tu propio decorado con efectos especiales en cada una de las escenas que se van a suceder.

Les conocí en una cena familiar un sábado del mes de octubre, preparada en el jardín de la casa. En el momento que la abuela bendecía la mesa, se abrieron las nubes contenidas durante la tarde, el agua empezó a caer con fuerza, sembró el desconcierto y hubo que refugiarse en el interior. Un grupito en la cocina, otro en el salón; unos de pie, otro sentados, poco a poco todos encontramos acomodo y volvieron las risas. En medio del zafarrancho húmedo que se organizó en un instante, emergieron como unos tipos optimistas, emprendedores y serviciales. Su alegría contribuyó a diluir la tensión que pudo generarse y su espíritu de servicio hizo que nadie quedara desatendido. Para entonces tenían muy avanzados los preparativos de su boda. Sin embargo, aquella noche evitaban hablar de eso y desviaban la atención hacia Teresa y Roger que serían los siguientes en ampliar la familia.

El domingo 17, seis días antes, salieron por la tarde a dar una vuelta con el coche fuera de Madrid. Pasearon, merendaron, repasaron algunos detalles y se les iluminó la cara al pensar que la semana terminaría juntando lo que había empezado por separado. No era la boda lo que les inquietaba si no que seis días les parecía una eternidad hasta que sus vidas se unieran para siempre, que era lo que ansiaban.

De regreso, sin que todavía sepan lo que pasó, el mundo los puso en el centro y empezó a girar en torno a ellos; cuando el coche dio la tercera vuelta de campana se apagaron las luces en su interior y no recuerdan el resto de la película. Entraron juntos en el túnel y salieron por separado, cada uno en una ambulancia. El lunes despertaron en hospitales distintos, pero con la misma reacción: preguntar por el otro. Les faltaba la mirada de aquellos ojos por los que se ve la otra media vida. Gracias a Dios estaban fuera de peligro; a Patricia la operarían enseguida, Borja tendría que esperar un poco a que se rebajara la inflamación.

Se había pasado el susto y la cabeza ya funcionaba a toda marcha impulsada con la fuerza del corazón. Los teléfonos se activaron, las llamadas se multiplicaron de unos a otros. Los dos estaban de acuerdo, lo tenían claro; la familia les apoyó y saltó la noticia ¡nos casamos el día previsto! Faltaban cuatro días y había que acelerar. El hospital se implicó en la preparación, facilitó una habitación grande para acoger a la pareja y engalanó la capilla para aquella ocasión única. Los novios recorrieron los pasillos en silla de ruedas con la emoción que lo hubieran hecho en el coche hasta la iglesia. Entraron despacio, radiantes. El sacerdote ofició la ceremonia con mayor empaque que si de la parroquia se tratara; cuando les preguntó si estaban dispuestos a quererse en la salud y en la enfermedad, el sí resonó con fuerza y algunos ojos no pudieron contener las lágrimas. En la habitación se festejó el enlace hasta bien entrada la tarde, con la contención que dicta la prudencia para no molestar a otros enfermos. Borja marchó con el alta médica; Patricia lo haría dos días después.

En el ambiente del hospital quedó flotando el impacto de lo vivido aquella tarde; cuando se incorporó el turno de noche, en el parte de planta pudieron leer: hoy día especial, hemos tenido una boda en el hospital.

03/01/2024

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader