10.000 y más

10.000 y más

Este mes el contador del blog ha superado las 10.000 visitas acumuladas; no es un gran número y en sí mismo dice poco, salvo para mí que me provoca a decir mucho. Por ejemplo, a dar las gracias porque es una manifestación más de que esta vida la recorremos acompañados y mejor si es en buena compañía; quienes leen esos escritos me acompañan y deben ser buenas personas, porque manifiestan cariño, interés y cercanía.

La idea surgió durante las comidas en el colegio, momento de distensión y aprendizaje. En torno a la misma hora, coincidíamos un grupo variopinto con capacidad de hablar de casi todo; sólo un tema estaba vetado: los alumnos. Era un momento de desconexión, de abrir las ventanas y que corriera el aire. Unos días salían temas interesantes, otros no; pero siempre nos divertíamos y esperábamos ese momento para disfrutar. Fruto de esas conversaciones empecé a usar las redes sociales y encontré el cauce para volcar comentarios breves sacados de la experiencia diaria. Al cabo de unos años, Lolo se ofreció a diseñarme un blog donde los escritos permanecerían al alcance de cualquiera. Lo bauticé con el nombre de “vidaescuela” en honor a lo que aprendo en la “escuela de la vida”.

Pero antes de que aquellas hayan movido el contador, otras me han acompañado en esta escuela de la vida, ayudando a forjarme como persona, a superar obstáculos, a levantarme cuando he tropezado y a llegar a esta meta volante con la mirada puesta en la siguiente. Por eso, también para todas ellas ¡muchas gracias! Imposible nombrarlas a todas: ahí están mis padres, mi hermano José Antonio con quien nos peleábamos tanto como nos queríamos; mi vecino Jesús que me lleva cuatro meses, juntos aprendimos a dar los primeros pasos y juntos seguimos unidos por una profunda amistad; el padre Mariano, un franciscano de la iglesia donde fui monaguillo, que regó la semilla de la fe sembrada por mis padres; los amigos de la pandilla con quienes hemos recorrido la adolescencia, la juventud, la madurez y seguimos unidos hasta que el último apague la luz; aquella moceta que despertó en mi corazón la experiencia del primer amor y tanto me ha servido para entender el querer humano y divino; Miguel, un chavalote moreno de patillas recias que me acogió el primer día de trabajo en el banco y me enseñó todas las prácticas para hacer bien mi tarea; Jesús, un tipo del instituto que iba dos cursos por delante del mío, con el que años más tarde me crucé en Barcelona y me ayudó a ampliar los horizontes de mi vida; José, apoderado del banco que cuando le nombraron director quiso contar conmigo de segundo y me ayudó a crecer humana y profesionalmente; Mariano, que me introdujo en el mundo de la educación y le debo la impagable experiencia de haber pasado por cuatro colegios; Jordi, que con cariño y fortaleza me ayudó a superar el batacazo que me pegué cuando el orgullo me hizo imaginar lo que no era; Paco, con el que compartí una aventura profesional durante siete años y me hizo creer que yo sabía más que él; Barto, que me abrió la puerta de su casa cuando cambié de ciudad y me hizo sentir en la mía desde el primer instante; esa alma sencilla que brilla como un lucero y con su luz me ayuda a caminar seguro; mi madre que a punto de cumplir los cien me sigue enseñando cada día. Podría seguir, pero como dice San Juan al final de su evangelio:” Hay, además, otras muchas, que, si se escribieran una por una, pienso que en el mundo no cabrían los libros que se tendrían que escribir”.

Son las personas quienes dejan marca; no digo que los hechos no tengan impacto, pero si miro mi corazón, las muescas que llevo son de personas. Los hechos los vivimos con personas, los compartimos con personas. Y a todas esas que me han acompañado y me acompañan en esta escuela de la vida, tengo ahora la excusa para darles las gracias, que son diez mil y más.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

17/07/24

Pon un master en tu vida

Pon un master en tu vida

Mi relación con el mundo académico quedó interrumpida por derribo; mientras trabajaba en el banco hice el COU nocturno por insistencia de un amigo que se puso pesado con razonamientos de futuro. Después me matriculé en Económicas en el turno de la tarde, pero al acabar el primer trimestre saqué bandera blanca y no volví a aparecer por la facultad.

Cuarenta años después he tenido la oportunidad de volver a la Universidad, para hacer un Máster, de los de verdad, de los de dos años dale que te pego lunes y jueves.

Me llegó la información cuando andaba buscando alguna actividad que mejorara mi formación humanista, me atrajo el título y me conquistó el programa; en la conferencia de presentación rematé la decisión, solicité plaza y conseguí colarme por la gatera para sentarme en el aula como uno más. Del programa y de los profesores estaba al corriente, sabía que me esperaba un nivel alto y la realidad ha respondido a las expectativas. Pero la auténtica sorpresa, más allá de contenidos y docentes, han sido las personas que me han acompañado en esta aventura. Las intervenciones en clase y las conversaciones fuera del aula, han permitido conocernos, generar confianza, valorar las diferencias y cohesionar el grupo, que se ha convertido en una auténtica escuela de la vida, de donde he salido enriquecido.

Las vivencias personales compartidas y los comportamientos sinceros en el aula han jalonado el recorrido, añadiendo al curso una dimensión personal, humana, que las materias impartidas no podían dar. En estos dos años hemos tenido cinco nietos, entre los de Fernando y los de Concha; nos ha nacido una hija de María, que a las dos semanas asistía a clase en su carrito; hemos celebrado las bodas de plata de Javi; hemos publicado un libro con Elvira; nos hemos ido al Líbano con Marta. En clase nos hemos removido inquietos en el asiento cuando Natalia expresaba sus dudas en voz alta, porque nos sacaba de nuestra zona de confort; conteníamos el aliento cuando Pilar levantaba súbitamente la mano; escuchábamos con atención las intervenciones de Don Mario impregnadas de serenidad y profundidad. Hemos arropado a Iakov con las noticias de Rusia; hemos acompañado a Josefina con las elecciones argentinas y a Paulina con las de México. Hemos superado algunas crisis de quienes estaban por tirar la toalla y abandonar el curso porque les costaba seguir el ritmo y hemos dicho adiós a otros que lo han dejado, pero han seguido unidos con los mensajes del grupo. Y en el día a día también han aportado su quehacer ordinario Rocío, Paulina, Isa, Chantal, las dos Anas, María Teresa, Gema, Cristina, Juan Andrés, Vicente, Luchy, Mari Carmen, Mercedes, Mar, Bea, Don Oscar, Álvaro, Elena, Roxana y Jaime, eficazmente coordinados por Carmen y muy bien representados por la otra Rocío. Con las puntadas de cada semana se ha tejido un paño que nos arropaba, un tapiz de nudos con los colores variados de cada uno que configuraban un conjunto armonioso.

El curso se proponía ayudarnos a encontrar conocimientos avanzados para comprender los problemas y desafíos del mundo actual en todos sus aspectos: intelectuales, históricos, sociales, científicos, artísticos, literarios, filosóficos y teológicos. Pero es que además me llevo de propina una relación personal valiosa. Si al final, el contacto personal y la relación con el otro es lo que más valoro del máster, y también eso lo tengo cada día en la familia, en el trabajo o en la calle, igual estoy cursando un máster desde hace muchísimos años y no me he enterado.

Por eso, esta experiencia me lleva a compartir un consejo: sea en la calle o en la Universidad, pon un Máster en tu vida.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

10/07/24

Un caballo cualquiera

Un caballo cualquiera

“La penumbra somnolienta envolvía las caballerías y las dibujaba fijas como las figuras de plástico que los niños usan en sus juegos; ni el chirriar de la puerta ni el rayo de luz han distraído su calma.

Desde el fondo de la cuadra llegaba el golpeteo de cascos contra el adoquín del suelo y el relincho quedo de un animal inquieto; resoplaba nervioso, sacudiendo la cola, cabeceando arriba y abajo, como quien espera que llegue la hora de la cita.”

Así imaginaba la escena en aquella antigua finca Santa María del Pino a las afueras de Jerez de la Frontera, que ahora toma el nombre del pozo y el albero que le rodea, enclavado donde los caminos del paseo se cruzan. Hace ahora veinticinco años que pasé allí el mes de agosto en un curso de verano. En el recuerdo queda el blanco de las paredes encaladas; el verde de pinos, palmeras y cipreses en distintos tonos; el amarillo albero de los caminos que serpean el jardín. Los paseos adoquinados que se recorren a la sombra del atardecer, la plaza enchiná que reúne los edificios de la vivienda, los soportales que acogen las tertulias al fresco de la noche.

La finca conserva los lagares y las cuadras, ahora habilitadas para otras actividades. El olor a uva en los días de vendimia y el relincho de los caballos que otrora se utilizarían, los percibía en el ambiente. Acoplado en el sillón de mimbre trenzado, con los ojos entornados a la brisa de los pinos, dejé correr la película que había empezado a pasar por mi cabeza.

“Una tarde a la hora de la siesta, cuando los hombres dormitaban su cansancio y las mujeres trajinaban silenciosas en la cocina, D. Manuel salió de la casa -él solo- hacia la cuadra.

El animal sabía que era su día; lo intuía desde que hubo movimiento a su alrededor por la mañana, cuando trajeron un arnés completo con olor de piel nueva. Ahora cerraba los ojos y quedaba relajado al notar las caricias en la frente, el cepillo sobre la piel y unas palmadas de cariño. Mansamente jugaba a ser cómplice del estreno y facilitaba el movimiento para que le colocara el cabezal de borlajes y la montura con baticola, festoneadas de cascabeles dorados.

Antes de la próxima feria quería probarlo con tranquilidad -solos los dos-, por los caminos sombreados del jardín. Desde la casa hasta el pozo, entre acacias, palmeras, pinos y plátanos, repetían pasos de dos, de tres, trote suave, cambios de ritmo, giros y arreones.

De regreso, con engallamiento airoso y paso campanera, caminaba confiado, orgulloso de la carga, levantando la cola como una cascada de espuma, dócil a la mano suave que le sujeta las riendas en corto.

Atraídos por el sonsonete trotón, los hombres han salido uno a uno por la puerta, bostezando su pereza, a sentarse en el banco de piedra del porche enchinado.

Al repicar en el patio empedrado se han puesto de pie para recibirlos bajo los arcos. Terminaba la prueba sonriente, satisfecho. Con una mano le acariciaba el cuello y con la otra le acercaba la oreja para susurrarle algunas palabras. Le ha despedido con una palmada y el caballo ha marchado -sólo- hacia la cuadra.

En corro, los hombres comentaban su sorpresa y se admiraban del arte de D. Manuel, que toma un caballo cualquiera -uno más de la cuadra-, lo enjaeza gustosamente y en sus manos es un animal inteligente, fuerte, temperamental.”

Me removí en el sillón, volví a la realidad y pensé que también en la vida he tenido esa experiencia, la de convivir con personas extraordinarias que no se dan importancia al ayudar a los demás y pasan desapercibidas como otra cualquiera.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

19/06/2024

Despertar

Despertar

El pueblo tiene esas cosas, a las buenas me refiero. Subo a la terraza para saludar el despertar del nuevo día y me encuentro con un espectáculo de color, música y movimiento que me retiene absorto. Respiro hondo el fresco de la mañana, apoyado en la barandilla metálica de barrotes claros y sencillos, desde donde la vista se escapa recorriendo la plaza, paseando por encima de los tejados para acabar escondida allá donde parecen unirse lo divino y lo humano.

El sol despuntando fiel a su cita temprana, se adivina en los rayos que resaltan los copos de algodón suspendidos del firmamento, nubes blancas tiznadas de rosa tibio, anticipo de la tormenta que se formará a medida que avance la mañana. La paleta multicolor me ofrece variedad de contrastes: el del verde barandilla repintado cada primavera por mi madre con el verde de los cipreses que rodean la plaza y sujetan el cielo a la tierra; el de la piedra arenisca de la fachada con el gris hormigón de las gradas; el de los tejados viejos con los nuevos que dibujan en el horizonte una línea nítida de separación entre lo terrestre y lo celeste; el del azul limpio del firmamento que nos envuelve por encima de las nubes con el del terrazo rojizo del suelo.

En un suave barrido de izquierda a derecha, la mirada recorre el cuadro que me ofrece la naturaleza y se detiene un momento en las pinceladas que resaltan los colores. Sólo el movimiento y el canto de los pájaros distraen la atención y despiertan el afán de abarcar el color, la música y la animación en un solo impacto. Las golondrinas, vencejos y palomas se pasean de aquí para allá, llenan el ambiente con la algarabía de sus trinos y ocupan el espacio con el vuelo inquieto de idas y venidas mil veces repetidas.

Las palomas en el tejado del campanario de la iglesia del convento al otro lado de la plaza, se pasean en parejas con el arrullo celoso, propio del ritual conquistador. El ruido imprevisto de una moto las espanta, salen en bandada aleteando agitadas hasta alejarse del peligro y recalan de nuevo en la casa vecina al cabo de un instante.

Los vencejos surcan el aire en movimientos rápidos y quiebros encadenados; intento seguir a uno y me pierdo. Van y vienen, suben y bajan, no descansan, inagotables; dicen que vuelan de modo ininterrumpido nueve meses al año. Les distingue una mancha negruzca en forma de medialuna, cola de horquilla y el chillido que emiten de continuo, breve y monótono

Las golondrinas descansan sujetas a la pared; se dejan caer para iniciar el vuelo desde abajo, enseñando su vientre blanco al pasar por encima de mi cabeza con un canto de gorjeos y trinos.

Así, siguiendo a unos y otros, cerrando los ojos para oír y abriéndolos para dejarme sorprender, parece que el reloj está parado, que el partido se ha detenido en un tiempo muerto; no hay prisa. Llegué ayer con mi madre, marcharé mañana y ella se quedará a pasar el verano. Leí que la familia es el lugar a donde siempre se vuelve; que uno sale a la calle, al mundo, al trabajo, a los amigos, pero después vuelves a casa, con la familia. El que tiene a donde volver, anda por la vida con una actitud distinta. Aquí, en esta primera hora de la mañana siento que he vuelto, porque esta escena que ahora me llena no es nueva y al revivirla hoy, vuelvo a casa.

Que la familia es el lugar donde tu ausencia no pasa desapercibida. Y aunque ahora la casa está vacía, oigo las voces que le daban vida, que me ayudaron a crecer y me acompañan con la huella que me dejaron; al recorrer las habitaciones me saludan ¿qué tal te ha ido? Y entonces estoy preparado para volver a la calle, al mundo, a los amigos.

Y en cuanto a los pájaros, digo yo que la explosión de júbilo habrá sido por verme; el caso es que no he reconocido a ninguno de los de antes. Debe ser que soy lento de despertar.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

12/06/2024

De rostro apacible

De rostro apacible

“La noche pasada me desperté muy pronto. A las cuatro y media de la madrugada entraron en la habitación tres enfermeras acompañando a un hombre de unos setenta años, en estado lastimoso: arrastraba los pies con dificultad, demacrado y con la respiración entrecortada. No hice otra cosa que acompañarle con la mirada.”

Esta historia estaba entre los papeles que Juan escribió durante el mes que estuvo ingresado en un hospital de Sevilla, hasta que falleció el 16 de junio de 1994. María, su novia, se los entregó a Ernesto Juliá con el ruego de que los publicara si lo consideraba oportuno.

“Al pasar delante de mi cama, el hombre volvió su rostro hacía mí, me sonrió como pidiéndome perdón por haber venido a molestarme en esos momentos. Yo llevaba tres semanas en el hospital y era el primer enfermo en sus condiciones que se presentaba con una sonrisa. Después de acomodarlo y dejándolo bajo la mirada protectora de una mujer algo mayor que él, se apagaron las luces de la habitación.

A primera hora de la mañana, aprovechando su dormir, me fijé un poco más en ellos. Sin duda provenían de algún ambiente rural, aun­que las facciones, especialmente del hombre, eran cui­dadas. Sobre la mesilla de noche habían puesto dos imá­genes: de un crucificado, una, y la otra, de una mujer que no supe decirme quién era. Entre las manos, el hombre tenía una especie de collar de cuentas negras. No descubrí nada más.

María llegó pronto. Hemos tenido que conversar en voz baja para no despertar a mis vecinos. Después apareció mi madre con una amiga. Le presenté a María, a quien todavía no conocía, y le pregunté sobre mi bautismo. Mi madre ha confirma­do mi sospecha de que no estoy bautizado. María me informó que mi vecino era un sacerdote. Había encontrado ocasión de hablar con la mujer que le acompañaba -la her­mana- y le contó que la enfermedad era cáncer de estómago, muy avanzado. María se despidió con una caricia de sus labios sobre mi frente. El aliento de vida que me insufló me acompañó el resto del día.

Hoy es el tercer día que este hombre y yo nos hace­mos mutuamente compañía en silencio. Era la primera vez en mi vida que me hallaba a solas con un cura. Él no ha podido hablar hasta ahora y con su hermana se entien­de por señas. Ayer noche los médicos decidieron libe­rarlo de todos los cuidados y dejar que la enfermedad siga su curso -ya breve- hasta el final. En cuanto sea posible, conversaré con él sobre eso de «la vida eterna».

El rostro apacible, sereno y hasta sonriente de mi veci­no se me figuraba muy distinto del que mi imaginación había asignado a los curas. A media mañana tuvimos la oportunidad de charlar un rato. Mi curiosidad ha ido creciendo a lo largo del día, lo reconozco. Fui yo quien decidió comenzar: «Usted y yo vamos a morir pronto, le dije, ¿espera encontrarse algo más allá?».

Se tomó unos segundos para responder: «Yo sé que Alguien me espera y no un desconoci­do. Ya lo he encontrado tantas veces de este lado, en este «más acá».

«¿Lo sabe o lo cree?».

«Lo creo y lo sé, a la vez. Sólo tengo una cabeza capaz de creer y de saber».

«Yo no lo creo y tampoco lo sé. Mi cabeza me dice que esto se acaba», respondí.

«¿No será, hijo mío, que hay algo dentro de ti que clama por…?

No consiguió terminar. Me incorporé por si necesita­ba algo, y sólo alcancé a mirarle un instante a los ojos, antes de que los cerrara en una mueca de dolor que le cruzó el rostro. Se contuvo, consiguió sobreponerse y comenzó a rezar en voz baja un Padrenuestro. Murió sonriendo.

Toqué el timbre para avisar a la enfermera y me sobrecogí. Me lo imaginé ya delante de ese «Alguien», su amigo; y me convencí de que aquel hombre «sabía y creía». ¿Cómo? No lo sé. Sí admito que le tuve una cierta envidia y deseé para mí el «saber y creer» que él guar­daba en su corazón. Se me hizo un nudo en la garganta y, aunque me esforcé por no hacerlo, le lloré.”

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

22-05-2024