La tecla de suprimir

La tecla de suprimir

Desde hace muchos años colaboro con una Asociación Familiar que organiza actividades para chavales en el tiempo libre; es decir, para ellos todo el que transcurre desde que salen del colegio por la tarde hasta que vuelven por la mañana. En cambio, para las madres el verbo “tiempolibrear” no tiene cabida en su vocabulario. Y para los padres, pues muy parecido, pero con algún matiz; a su favor tienen que son ellos quienes se ocupan de las actividades, con más intensidad los viernes y el fin de semana.

En el curso 2016/17 inauguramos nueva sede, aunque la instalación estaba todavía por terminar. Los primeros viernes tenían la emoción de descubrir los avances materializados durante la semana. A finales de octubre, una tarde me llevé la sorpresa de que en una de las salas habían colocado una máquina de escribir Underwood como elemento decorativo, una auténtica maravilla en su momento y ahora. Con una prima hermana de ésta aprendí a teclear con soltura cuando me preparaba para opositar en un banco; teníamos la clase de mecanografía a las ocho de la mañana, el frío entorpecía el movimiento de los dedos y el golpeteo de las yemas con las teclas fortalecía el carácter y alguna otra cosa más. Fue muy popular durante la primera mitad del siglo XX; tiene el cuerpo de hierro fundido, esmaltado en negro, con el logotipo dorado y aberturas laterales para ver el mecanismo; resulta sólida y elegante.

Mientras me deleitaba con lo que veía y con los recuerdos que me traía, Alex entró como una exhalación huyendo de otro jovenzuelo que le perseguía. Era un adolescente en estado puro que desprendía energía por todos los poros de la piel, de mirada avispada, pelo negro liso que le caía por la frente y medio ocultaba los ojos aceitunos. Me miró, giró la cabeza hacia la mesa y preguntó sorprendido ¿Y esto qué es? Tardó un segundo en arrodillarse delante de la máquina; yo algo más en pensar por dentro aquello de “me alegro de que me hagas esta pregunta”.

Pero no dio muchas opciones a que le contara, porque con intuición y desparpajo empezó a usarla con bastante acierto, hasta que de repente se paró con las manos suspendidas en el aire a la vez que con la mirada recorría de lado a lado el teclado, se volvió con cara de extrañeza y exclamó con una mueca ¿dónde está la tecla de suprimir?

Respiré hondo para ganar tiempo y preparar una respuesta ajustada a sus entendederas. Quería decirle que en la etapa mecánica se usaba el típex para disimular las equivocaciones, pero que siempre quedaba algo de rastro; como en la vida, vamos, que los errores siempre nos dejan una señal por dentro o por fuera, depende del resbalón, y uno aprende a convivir con las cicatrices. En la etapa informática tenemos el riesgo de trasladar el borrado perfecto de la pantalla al mundo real y no aceptamos que somos imperfectos, que nos equivocamos y que avanzamos a base de rectificar y volver a empezar. La tiranía del éxito se cuela en el ambiente y la imaginación monta falsas ilusiones que nos desplaza al universo irreal que confundimos con el verdadero. Si lo que sucede no se ajusta a nuestros deseos e ilusiones, damos paso a la queja que, como música de fondo, marca el ritmo pesaroso de nuestro día. Soñar, imaginar, ilusionarse está muy bien porque nos mueve a luchar, a esforzarnos por nuestro proyecto personal; pero sin confundir el sueño con lo real. La vida tiene límites, imperfecciones, sombras, que lejos de desencantarnos nos han de ayudar a enamorarnos de ella tal como es.

Todo esto que pasó por mi cabeza como un relámpago, me pareció que se llevó varios minutos y me inquieté al comprobar que Alex seguía allí, arrodillado con la cabeza inclinada hacia arriba, esperando una respuesta. Le contesté “no tiene”, se conformó, dio por concluida la prueba y salió a la misma velocidad que había entrado. De pie delante de la Underwood, esbocé una ligera sonrisa y asentía con un suave movimiento de cabeza, orgulloso de todo lo que una máquina prima hermana de aquella me había enseñado, gracias a que no tenía la tecla de suprimir.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

15-05-2024

Aquella mañana en la vida de Juan

Aquella mañana en la vida de Juan

“Al recibir la noticia me puse nervioso. Ahora escribo en estas horas de soledad y silencio en el hospital, con una leucemia que me está aniquilando paso a paso.” Así arranca la historia de Juan que nos contó Ernesto Juliá (El rostro de la mañana, Ed. Guadalquivir, Sevilla 1998). Le conoció en el hospital, se hicieron amigos y le acompañó hasta el final.

A sus veintidós años Juan nunca se había parado a pensar en la muerte, era un asunto que no divisaba en su horizonte. Una mañana de mayo de 1994 se despertó con fríos y calores que iban de la cabeza a los pies. En lugar de ir a clase se desvió al hospital y quedó ingresado. Al día siguiente intuyó que el médico pasaba un mal trago al hablarle con tanta claridad como prudencia: la esperanza de vida era de un mes.

Apenas unos días atrás paseaba por la universidad con un compañe­ro, charlando sobre la posibilidad de que los científicos consiguieran hacer inmortal al hom­bre. Ahora tenía bien claro que no vería semejante adelanto; en la primera semana ya había visto morir a otros tres compañeros de habitación.

Su padre desapareció de escena siendo niño; su madre había entrado en depresión al conocer la noticia y no iba a verle; sus dos hermanas vivían al margen de la situación. En esos días le consolaba la visita de María; era nueva en su clase y no sabía bien porqué había empezado a prestarle atención; quizás porque otras compañeras que entendían el uso de la libertad del espíritu, de la inteli­gencia y del cuerpo como él, ya no tenían nada más que decirle. María se atrevió a poner en duda las razones de su inteligencia, a considerar vacíos los valores de su espíri­tu y a no compartir el uso que daba al cuerpo. Le paró los pies en seco. Su negativa y su firmeza le descubrie­ron una dimensión de la dignidad humana que hasta entonces desconocía.

En la primera visita cruzaron pocas palabras porque estaba agotado. Le arregló las sábanas, comprobó si las medicinas estaban en orden, se sentó un rato en el sillón y le acompañó en silen­cio con sus pensamientos y algo que ella llamaba sus «rezos». Juan se había traído al hospital un librito que ella le había dejado, titulado “Nuevo Testamento”, aunque de Jesucristo no había oído hablar nunca ni le había interesado; no era consciente de estar bautizado. María le besó en la frente para despedirse. Le devolvió la mirada con cariño, y se contuvo. Le diagnosticaron la leucemia cuatro días después de descubrir que estaba enamorado y ahora, cuando María no podía ir a verle, la soledad se llenaba de la presencia de su espíritu. Con ella a su lado se le pasaba pensar en la muerte

Otro día María se sorprendió de verle con el librito en las manos; lo había abierto al azar y la primera frase le había dejado pensativo: “háblame de Jesús ¿quién es?” Fue breve, porque sus fuerzas no permitían atender una explicación mayor; al poco se despidió con una caricia. El aliento de vida que le insufló le acompañó el resto del día. Nunca se había sabido amado de nadie de esa manera. Se sorprendió por la noche al dar las gracias a la enfermera por las atenciones que tenía con él; hasta ese instante nunca había agradecido nada, ni nunca había pedido perdón.

No había anhelado encontrarse con nadie, ni había echado en falta a nadie. Se había bastado siempre a sí mismo. Pero al enamorarse, se trastocaron sus pensamientos. Según su lógica, nada más enterarse de su próxima muerte, María tendría que haberle abandonado, porque ya no le servía para nada. Y no fue así; su amor estaba vivo, bien cerca, bien dentro.

A media mañana se presentó su madre; titubeó, se sobrepuso a su nerviosismo, llegó hasta su hijo, le dio un beso -ya no recordaba cuantos años habían pasado desde la última vez que hizo lo mismo- y se marchó. Se quedó con la conciencia de haberla tratado con crueldad, y casi lloró. Cuando llegó María respetó su silencio y permanecieron callados un tiempo. Luego le pidió “léeme un poco de tu libro, por favor”. Antes de marchar, por sugerencia de los médicos, María le dijo con toda clari­dad que aquel podía ser su último día en la tierra.

El 16 de junio, María llegó temprano y se lo encontró con los ojos bien abiertos, en un esfuerzo por apurar los últimos instantes. Se le iluminó la cara al verla; con su mano entre las de ella, le pidió perdón por todo lo pasado y le dio las gracias por estar allí; “María, reza el Padrenuestro; quiero oírlo”. Luego quedaron en silencio. A otro gesto, se acercó a él. Esta vez, señaló un vaso de agua en la mesilla de noche, y dijo: ‘¿Puedo recibir el bautismo?”. Comenzó a respirar mal. Vino la enfermera y le avisó que se estaba yendo. Tomó el vaso muy nerviosa, derramó agua sobre su cabeza, mientras decía “Juan, yo te bautizo…”. Y, plá­cidamente, murió.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

01/05/2024

Un día en urgencias

Un día en urgencias

Ingresé en urgencias a primera hora de una mañana a finales de diciembre; de eso han pasado ya cuatro años. Me había roto el tobillo y los médicos decidieron operar. Había que esperar a que se produjera hueco en el quirófano y me advirtieron que podía pasar varias horas allí; acertaron con la advertencia.

Estuve distraído, aquel lugar no era apropiado para sestear o pensar en las musarañas. El trajín de las entradas y salidas, el ruido de los aparatos, los suspiros lastimeros y alguna voz fuera de tono, configuraban un cuadro de alerta permanente. El contrapeso lo ponía el personal sanitario que atendía la sala: aportaba calma, serenidad, amabilidad y cariño en cada una de sus intervenciones.

Recostado en la cama sin muchas ataduras, me entretuve en contarme la historia de los casos que me rodearon.

Como la de aquel tipo con pintas de indigente, tostado por las horas de sol en algún rincón al rebrigo del frío callejero. Aquel día se había pasado con la dosis mañanera para desentumecer los músculos, trastabilló al cruzar la calle y los municipales lo trajeron para que le curaran. Debía tener los huesos duros a base de dormir a la intemperie, porque nada se había roto. En cuanto se espabiló, discutió con las auxiliares y se marchó sin atender a razones. No debía ser la primera vez: ellas sabían su alias y él conocía bien el camino.

A media mañana ingresó una señora menudita de cara, pelo blanco y mirada serena; con cuidado la trasladaron a la cama frente a la mía. Cuando abría los ojos reflejaba entereza, pero los abría poco porque el dolor se los cerraba. La enfermera detectó la situación ¿le duele mucho? “sí” ¿viene con algún familiar? “no” ¿vive sola? “sí” Y se volcó con ella en detalles, aunque aquella buena mujer nada pedía. Debía tener algo serio porque se la llevaron enseguida, marchó con la misma paz que había llegado y de propina me dejó una muesca en el corazón.

Ya repartían la comida cuando entró un retablo de dolor en silla de ruedas, empujada por una señora que sobresalía solo un palmo por encima del hombre sentado. Se adivinaba que los años la habían disminuido, pero conservaba fuerza para empujar y agilidad manejar la situación. Los ¡ay! que salían de aquella garganta como saetas disparadas con cadencia programada, se clavaban en los oídos y alteraban los ánimos. Grande debía ser su dolor en aumento por momentos, porque las interjecciones se convirtieron en exclamaciones contra el mundo en general y contra quienes le atendían en particular, incluida su esposa. Ella le acariciaba, le repetía frases cariñosas al oído y le disculpaba ante los demás: “él no es así, es que le duele mucho; lleva toda la noche sufriendo hasta que nos hemos decidido a venir.” Y a las enfermeras “por favor no se lo tengan en cuenta, hagan lo que puedan para calmarlo”. Agotado por el dolor, se durmió bajo los efectos del analgésico. A su lado, la mujer le sostenía la mano y le limpiaba la cara con un pañuelo humedecido en colonia suave. Despertó, abrió los ojos y se encontró con una sonrisa que le estaba esperando: “hola, cariño ¿estás mejor?” Lo que se dijeron desprendía el aroma de un amor fraguado en años de matrimonio que ha superado numerosas dificultades. Bien se conocían y mucho se querían. De aquel corazón también salieron palabras de agradecimiento para cada una de las personas que le habían atendido y no dejó de pedir disculpas a todos repitiendo que, por favor, le perdonaran las molestias. Se marcharon a pie, despacito, empujando la silla vacía. En la puerta se dieron la vuelta y saludaron con la mano a quienes habíamos compartido con ellos aquel momento duro: el dolor une.

Estos días he pasado de nuevo unas horas en urgencias, ahora como acompañante. Nada cambia, solo las personas; el dolor que de modo inesperado se hace presente en nuestras vidas, la generosidad de los profesionales que les atienden y el cariño de los acompañantes, permanecen.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

24/04/2024

Si los lirios hablaran

Si los lirios hablaran

El sábado nos cubrió el cielo plomizo compañero de viaje de la calima que nos ha visitado estos días en Madrid; su presencia impregnaba el ambiente de un ligero barniz de quietud y pesadez. Después de comer salí al jardín compartido con entrada por detrás del edificio. Diseñado con pocas flores, es un espacio donde predominan los verdes en una amplia gama de tonalidades, ahora vivos y lustrosos por el agua caída en las semanas anteriores, y porque el inicio de la primavera acelera la circulación de la savia y los llena de vitalidad. A falta del brillo que da la luz del sol, el contrapunto de color lo ponían los dientes de león, una flor amarilla nacida entre el césped, que salpicaban los parterres de puntitos llamativos.

En un rincón discreto del paseo junto a los escalones de traviesas, la vista recaló en unos lirios atraída por el contraste entre las hojas verdes y la flor morada, señorial, llamativa, perfumada. Me incliné para admirar de cerca la delicada belleza de sus pétalos, fuente de inspiración en el arte simbólico, imitada en capiteles para coronar columnas desde la antigüedad y una de las figuras más populares en heráldica. Algo divino encierra esta flor, cuando mereció la alabanza que le dedica el evangelio: “ni Salomón en toda su gloria pudo vestirse como uno de ellos”. Campeona en resistencia al frío y la sequía, capaz de crecer en cualquier tipo de suelo; la belleza que nos ofrece supera ampliamente los pocos cuidados que necesita. Cuántas veces habré pasado junto a ella en mis paseos por el jardín y, sin embargo, hasta ese día no me había parado a contemplarla. Me retiré contento, con la alegría de haber disfrutado de su regalo.

Hace cuatro o cinco años, también un sábado de primavera, acompañe a Felipe en un viaje a Peñafiel, ida y vuelta en el día. A su lado la conversación está asegurada con un amplio abanico de temas de interés. Los kilómetros pasaban distraídos en asuntos que nos unen, hasta que las palabras empezaron a distanciarse y se hizo el silencio. “Vamos a parar, necesito estirar las piernas y espabilarme un poco”. Paramos en el primer bar que encontramos junto a la carretera. En la puerta nos cruzamos con un señor; no nos pasó desapercibido su gesto de bajar la mirada y responder con el silencio a nuestro saludo, por contraste con el camarero que nos recibió con un “buenos días” fresco y mirando a la cara. Estaba solo. ¿Qué les pongo? “Un cortado, café de máquina, leche semidesnatada, templado, con sacarina”; “para mí un cortado normal” Hizo una mueca y nos reímos los tres. Pasé al baño, cuando volví, los encontré en animada conversación. Una pregunta trivial sobre nuestro destino había derivado en puntos comunes que prendieron la mecha; luego surgieron temas personales, familiares y la charla se envolvió en un tono de confianza que generó un ambiente de calma lenta y explicaba que algunas frases quedaran suspendidas en el aire como el humo de un cigarro. Tuve que hacer de hombre malo y con un golpe del dedo índice en la esfera del reloj llamé la atención sobre la hora; se nos había ido el tiempo.

Hice ademán de pagar, dio un paso atrás y levantó la mano en un gesto de rechazo amable; “paga la casa y muchas gracias”. Ante nuestra cara de extrañeza, continuó “Miren, por este bar pasa mucha gente gracias a Dios, no me puedo quejar del negocio. La mayoría entran, piden y se van, muchos sin decir adiós; Vds. me han dado conversación, me han tenido en cuenta, y eso es muy de agradecer”.

Cuando este sábado abandoné el jardín, me acordé de aquel buen hombre y su agradecimiento porque nos habíamos detenido unos minutos con él. Y me pareció que los lirios hubieran hecho lo mismo, si hablaran.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

10/04/24

Un labrador de mi pueblo

Un labrador de mi pueblo

Estos días he recordado el viaje que hace un año hice a Salamanca.  Me habían invitado a la clausura de un Congreso de alumnos de Bachillerato que tendría lugar el último sábado de marzo, en la sede de la Universidad Pontificia. Acepté encantado, también movido por la curiosidad de conocer de cerca lo que unos chavales jóvenes pueden decir sobre el tema del congreso “La felicidad en tiempos difíciles”.

La mañana estaba fresca, de cielo limpio y soleada; conducía sin prisa, con ánimo de dejarme empapar por la naturaleza que me envolvía. A ratos bajaba la ventanilla para que el aire limpio refrescara el interior y me despejara, respiraba hondo y dejaba correr la vista por los sembrados incipientes que a derecha e izquierda unían la carretera con el horizonte, pintando de verde el paisaje.

Cerca de Peñaranda, en una de aquellas rectas eternas sin final, un tractor labraba en paralelo a la carretera. Lo estuve observando mientras me ponía a su altura y después a través del retrovisor: me fijé en la marca del tractor, calculé la potencia que podía tener, el número de rejas del arado, la profundidad de los surcos que abría en la tierra.

Y del interior de aquella tierra que el arado dejaba al descubierto, surgieron los recuerdos. Me acordé de un labrador de mi pueblo, fallecido a principios de este siglo, al que le debo mucho. Era hijo de labrador, nieto y bisnieto de labrador; pero él no quería ser labrador. Se escolarizó tarde, cuando la República inauguró la Escuela Nacional en el pueblo, y la dejó pronto, a los diez años, porque había que ayudar a su padre como un campesino más. En sus sueños juveniles imaginó una vida alejada del campo, abriendo una brecha en el estrecho horizonte que la tradición familiar le dibujaba. Cuando su padre murió joven, consideró que, de momento, su sitio estaba allí, arrimando el hombro junto a su madre y sus tres hermanos para reponer a la familia de la sacudida inesperada. En eso estaban, no habían pasado dos años y un virus maléfico se llevó también a uno de los hermanos, dejando la familia de nuevo maltrecha, a punto de casarse el mayor y con el menor en la mili. En ese momento decidió cortar el hilo del globo de las ilusiones y redefinir su futuro asumiendo la responsabilidad familiar que la vida le ponía delante: su oficio sería el de labrador y el campo su socio en comandita. Alimentó su inquietud cultural con frecuentes lecturas, con gran facilidad para la geografía y la historia, con la que entretenía a sus contertulios en las veladas familiares. A la vuelta de unos ejercicios espirituales incorporó a Dios en su vida y la recorrieron juntos hasta el final. Por amor a su pueblo y espíritu de servicio, aceptó encargos de responsabilidad en instituciones locales, tanto civiles como religiosas, a las que dedicó mucho tiempo y desvelos.

Sentado en la sala donde los grupos exponían sus trabajos, me admiraba como aquellos quinceañeros se desenvolvían con soltura y hablaban con desparpajo, lanzando propuestas de calado que removían el interior de cada uno.

Cuando me llegó el turno de dirigirles unas palabras, les felicité por dedicar un sábado a formarse como profesionales y como personas; les dije que ese es un buen camino para mejorar la sociedad y eso lleva a la felicidad que se proponía como lema del congreso. También les dije que la felicidad sale al encuentro cuando no la buscas para ti si no para los demás, con generosidad y espíritu de servicio. Les podría haber dicho, aunque no lo hice, que esto lo había aprendido del labrador de mi pueblo, del que me había acordado en el viaje; y que yo lo tengo siempre bien presente, porque ese labrador es mi padre.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

03/04/24