Algo tan sencillo como unas rosquillas

Algo tan sencillo como unas rosquillas

Voy con mi madre de visita al cementerio. Después de cruzar la entrada, avanzamos despacio en ligera pendiente por el pasillo de la derecha, con la pared de los nichos a un lado y el patio central con las tumbas al otro.
– Buenos días María

– Buenos días (me sorprende que mi madre no la llame por el nombre; luego me confesó que no lo sabe, que se encuentran alguna vez por el pueblo y han coincidido en la compra, pero han hablado muy poco).

– He venido a cambiar las flores de Guillermo y de paso voy a limpiar la tumba de Manuel.

– ¿Cómo lo llevas?

– Esto es muy duro ¡qué quieres que te diga! Después de dos años de luchar con el cáncer, había vuelto la alegría a su casa; varios meses de vida normal y en una semana se ha ido. Guillermo se levantó raro, mi hija llamó al médico, lo ingresaron y ya no ha regresado. La enfermedad volvió con fuerza y pudo más que las ganas de vivir. Mi hija ya llevaba el negocio sola, porque su marido nada ha podido hacer en estos años y ahora continuará luchando en solitario. Cómo me pasó a mí, quedé viuda con dos hijas que aún no iban al instituto. He trabajado todo lo que he podido, sin descuidar su educación, estoy orgullosa de ellas. Pero ya ves, cuatro años llevo con lo mío; los dos primeros con el tratamiento fueron duros, luego la cosa ha mejorado y la próxima revisión ya es para seis meses. Claro que no te puedes fiar, vives con el miedo en el cuerpo. Ahora veremos con el marido de la pequeña, lleva unos meses de baja, ha perdido mucho, no puede comer porque todo le sienta mal y los médicos no aciertan, pruebas y más pruebas, pero nada.
Mira, yo no sé si hay Dios o no, soy de las que piensan que sí, pero a veces levanto la mirada al cielo y le digo: oye, a ver cómo repartes esto porque con algunas familias se te va la mano.

Antes de despedirnos sonríe y me dice: tu madre tiene buena mano para las rosquillas, le salen riquísimas ¡muchas gracias María!
Mientras nos alejamos, mi madre me cuenta que hace unos días hizo rosquillas para celebrar el último día de la novena a la Virgen de la ermita que hay en la calle. Esta señora vino acompañando a una vecina que es de la cofradía; le gustaron, ya lo dijo entonces.
Me giro para saludarla por última vez pero ya está inclinada sobre el suelo, con la escoba entre las manos moviéndola con fuerza, barriendo las hojas de los pinos que cubren la tumba de su marido.
En la distancia le hablo desde mi interior: mira, como tú soy de los que vivo con fe en Dios y, como tú, no sé cómo funciona el reparto de las penas y alegrías, ni sé qué explicación humana tiene el dolor, no se me ocurren argumentos humanos que lo hagan entendible. Disfruto con las alegrías y, a veces, me rebelo con las penas. Con unas y otras también levanto la mirada, como tú, para decirle ¡gracias! o ¿por qué esto y porqué a mí? Y procuro aprender, sacar lo positivo, porque la vida nos da lecciones continuamente.
Como de ti he aprendido en este breve encuentro, que en tu corazón hay sitio para el dolor por el sufrimiento propio y el de las personas que quieres; y para las alegrías de quienes te rodean, los pequeños detalles que con cariño los conviertes en grandes, como has hecho con mi madre al apreciar y agradecer algo tan sencillo como unas rosquillas.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

Saber escuchar

Saber escuchar

«Es miércoles, un miércoles cualquiera, un día de diario, sin nada en especial… hasta ese momento.

He salido a resolver un asunto en el banco y, pasadas las doce, regreso al despacho. El semáforo rojo me detiene a la altura de un edificio singular: Colegio Infantil anuncia el rótulo de la fachada. Entre la acera y la puerta, un pequeño jardín con más tierra que hierba; imagino a la chiquillería como caballo de Atila en cada entrada y salida. Me fijo en un tipo que pasea arriba y abajo en tramos cortos, sin alejarse de la entrada; a cada giro, detiene la mirada en la puerta. Las manos recogidas en la espalda sostienen un paraguas; la madurez se le ha llevado parte del pelo y le ha regalado algunas canas. Ahora se detiene, con un gesto rápido alza la mirada, la cara se le ilumina con una sonrisa amplia, avanza rápido a su encuentro. Ya entiendo, la esperaba. El roce de sus labios con la mejilla que ella levanta con suavidad, produce un chisporroteo de cariño. Les veo marchar cogidos de la mano; ella habla con alegría y mueve con soltura la mano libre. Él tiene las dos ocupadas, la mira con algo más que atención sin perder ni una de sus palabras, la escucha ajeno al mundo que les rodea. El claxon nervioso del coche trasero me baja de la nube. Arranco, y al pasar a su lado me admira que sean capaces de andar mirándose a la cara sin tropezar. Llego al despacho, vuelvo a consultar el calendario y confirmo que hoy es miércoles, un miércoles cualquiera, un día de diario, pero que ésas dos personas anónimas lo han convertido en un día especial.»

La escena que te cuento la viví no hace mucho. El impacto del cariño con que se hablaban,  la atención con que se escuchaban,  me llevó a releer un texto que te copio:

Conviene que salgamos de nosotros mismos y nos abramos a los demás: nos hace mucho bien, nos hace crecer como personas, nos ayuda a madurar. En ese proceso un factor importante es saber escuchar, primero escuchar y luego hablar. Un problema frecuente para escuchar es que, mientras otro habla, recordamos algo que tiene que ver con lo que nos cuenta, y estamos pendientes de decir «la nuestra» en cuanto haya una pausa. Se producen entonces conversaciones quizá animadas, en las que unos a otros se quitan la palabra, pero en las que se escucha poco.

La persona madura se alegra con los demás, sabe escuchar.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader