La boda y los almendros en flor

La boda y los almendros en flor

Se casaron a mediodía del último sábado de enero; hubo un poco de nervios porque la semana anterior estuvo lloviendo y con temperaturas bajas. Pero es que el clima había querido colaborar con el festejo anticipando el trabajo para luego tomarse unas vacaciones hasta después de la boda. Les regaló un despertar de cielo limpio y sol de primavera que caldeaba el ambiente; hasta los jardines daban síntomas de querer unirse a la fiesta.

Aquella mañana acompañé al novio y sus padres desde primera hora; en casa reinaba un sorprendente estado de serenidad que facilitaba el trabajo de la fotógrafa. Salimos a la calle cuando el reloj de un campanario cercano difundía por el barrio el toque de las doce. El trayecto en coche fue con la máxima prudencia, como quien avanza con un objeto delicado entre las manos; dentro, sin embargo, la conversación era distendida y relajada, alimentada con los asuntos que nos llamaban la atención por el camino. ¡Mira un almendro en flor! La madre señaló un jardín a la derecha y aflojamos la marcha para disfrutar de sus flores blancas. Entramos en la plaza que abraza la iglesia con el sol a nuestra espalda; su luz dorada hacía más esbeltas las dos torres que flanquean la fachada. El semáforo nos dio el tiempo suficiente para observar los invitados que ya ocupaban las escaleras de la entrada atentos a nuestra llegada, aunque me perdí el recibimiento por no interrumpir el tráfico más de lo imprescindible.

Roger vio llegar a Teresa desde el presbiterio con la sonrisa que le caracteriza y un brillo en los ojos que competía con las lámparas que cuelgan sobre el altar. El encuentro de los novios, arropado por las voces de un coro magistral, nubló los ojos de cuántos fui capaz de alcanzar con la mirada, incluidos los míos. Y desde ese momento hasta la salida, los dos vivieron con intensidad la ceremonia que envolvía su sí ante Dios y ante los presentes, desde ahora y para siempre. Tuve el privilegio de firmar como testigo de ese “sí”, y también podría haber añadido otros muchos que se han dado durante el camino del noviazgo, para superar miedos, dudas y reafirmarse en el amor que quieren vivir como entrega.

La inquieta espera a la salida del templo se transformó en explosión de alegría cuando su figura se recortó en el contraste entre la luz de la calle y la oscuridad de la nave. Cuando el sacerdote les dijo “os declaro marido y mujer”, notaron que la felicidad les corría por las venas y ahora la querían compartir con todos los que les arropaban. Así fue en ese momento, y siguió durante la tarde y hasta que bien entrada la noche se marcharon los últimos invitados y los camareros apagaron las luces. Tuvieron palabras y gestos de cariño para cada uno de los presentes en un continuo ir y venir por las mesas; también para los ausentes que les acompañaban a distancia, en la tierra y desde el cielo. Así son ellos, de los de tú primero, de esos que el yo casi no lo conjugan.

Los recuerdos que los primeros días revoloteaban con la alegría de lo vivido, poco a poco se reposan a medida que se alejan de aquel momento. Los afanes de cada día los cubren hasta que una ráfaga entra impetuosa y los remueve para hacerlos presentes de nuevo. Es lo que me ha sucedido hoy que he visitado el parque la Quinta de los Molinos y he paseado por en medio del espectáculo de color que ofrecen los almendros en flor.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

21/02/24

Próxima estación: LOS CIEN

Próxima estación: LOS CIEN

Mi madre viaja en un tren que avanza tranquilo para que los pasajeros puedan disfrutar de la conversación, del paisaje y de los recuerdos que afloran. Las estaciones coinciden con los años y la próxima para ella será la de los CIEN. Si Dios quiere, será en la primera semana de enero de 2025. Mi padre hubiera llegado a esa estación en la semana que ahora estamos; pero hace unos años que una enfermedad le apeó del tren y mi madre continúo sola el viaje, asomada a la ventana mirando hacia atrás por si le veía y, a ratos, hacia adelante. Poco a poco, el recuerdo del trayecto recorrido juntos le dio fuerza para hablar más del futuro que del pasado. Y dedicó su tiempo a ayudar a los hijos, la familia, las amigas, las vecinas y cualquier persona a quien pudiera prestar un favor. De nuevo sus conversaciones se llenaron de contento por lo hecho y de alegría por lo que tenía por hacer. Nos ha enseñado a disfrutar de las pequeñas cosas y de las grandes, aunque de estas pocas encontramos en su currículum; salvo que, al vivirlas con intensidad, las pequeñas se convierten en grandes.

Con quince años fui el primer hijo en marchar de casa. Con la maleta a los pies, la única que teníamos en casa, aquel domingo de octubre esperamos el tren que me llevaría al futuro. Los nervios y la juventud me sujetaron al “yo” y fui incapaz de darme cuenta de lo que estaba viviendo “ella”.  A la salida de la estación la vía dibuja una curva a la derecha, los familiares pierden la vista del tren y bajan las manos del adiós; durante un rato aún les llega el quejido del puente de hierro sobre el río hasta que ha pasado el último vagón. Y después, silencio. La estación se queda vacía, dormida. Aquellas figuras que de puntillas levantaban la mano y estiraban el cuello en el andén, regresan calle arriba algo encogidas, sin despegar los labios, tragando alguna lágrima que quedó sin salir.

Ahora he podido comprender lo que aquel día vivió en su corazón, porque cuenta con mucho detalle todo lo que guarda en su memoria, aunque se le olvida lo de ayer. “Cuando marchaste procuré rellenar el hueco con tus hermanos; ellos, el trabajo de la casa, ayudar a tu padre y atender otras necesidades, mantenían la mirada alta. Pero luego marchó José Antonio, y Elvira y Joaquín; las habitaciones se quedaron vacías y me daba no sé qué pasar por allí”.

Ese no sé qué era por nosotros, no por ella. Mi madre no habla de cosas, habla de personas. En sus relatos, los aspectos materiales tienen un papel segundón, importan poco; sus historias son con personas: su abuela, los padres, los hermanos, las primas, las amigas, la familia, los hijos, los nietos, los bisnietos. Lo que llena su corazón son los demás y por eso habla de ellos.

Quien quiera que se siente a su lado en este viaje de la vida, tardará muy poco en verse acogida en una conversación que empieza por lo evidente, por lo más sencillo; y acaba no se sabe cuándo ni donde, porque la cabeza y las fuerzas le acompañan, y los temas de su interés son amplios.

Pido a Dios que nos permita revivir aquella escena de un domingo de octubre, pero con los papeles invertidos: que sea una bienvenida en lugar de despedida; que quien espere en el andén seamos todos los que la queremos, que quien vaya en el tren sea ella y que la veamos llegar arreglándose el pelo en el cristal de la ventanilla cuando la megafonía le anuncie “próxima estación ¡LOS CIEN!”.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

24/01/24

Como niños

Como niños

La llamada se alargó más de lo que esperaba; cuando colgué, los de secretaría ya se habían ido. Así que también di por concluida la jornada, ordené la mesa, cerré el despacho y pasé un instante por la capilla del colegio. En la puerta me encontré con Ramón y Blanca hablando con dos profesores mientras esperaban que uno de los hijos acabase el entrenamiento. Me incorporé al corro, la tarde primaveral invitaba a la cháchara sin prisas. Su hija Pilar de cuatro años se entretenía a nuestro lado haciendo piruetas; en uno de los intentos perdió el equilibrio y se dio un sonoro golpe en el suelo. Se levantó enseguida; nos miró uno a uno con cara de asustada, la boca cerrada y los ojos muy abiertos; como no lloró, di por supuesto que no había sido gran cosa y continuamos hablando. Sin embargo, Blanca reaccionó enseguida, la subió en brazos y se la llevó aparte, donde no las veíamos. Oímos llorar con fuerza y al poco regresaron de la mano; Pilar volvía a brincar como si no hubiera pasado lo que pasó. Blanca comentó “pobrecita, necesitaba llorar, pero le daba vergüenza hacerlo delante de unos señores que no conoce”.

Aquella capacidad de Blanca para ponerse en la piel de la niña y entender sus necesidades, me impactó de tal modo que han pasado treinta años y lo sigo teniendo presente. Sobre todo, cuando me cuesta comprender la actuación de los demás. Con los años, el cuerpo pierde flexibilidad, se hace rígido; y lo mismo le pasa a la mente si no la trabajas. Por eso es muy bueno el ejercicio de ponerse a la altura de un niño, el hacerse como niños. En estos días de Navidad el ambiente favorece que lo intentemos, que no se trata tanto de pensar en los regalos que nos hacían de pequeños, si no en dejar a un lado nuestros esquemas para comprender los del otro.

Algo así debió pasar durante la Primera Guerra Mundial, en lo que se conoce como la “tregua de Navidad”. En la víspera de la Noche Buena de 1914, militares de los dos bandos se hicieron señales de paz y salieron desarmados de las trincheras en un alto el fuego espontáneo que duró hasta el día siguiente a la Navidad, dejaron a un lado sus esquemas y fueron capaces de abrazar al contrario. Hubo intercambio de comida, regalos y ropa, jugaron al fútbol, se hicieron fotografías y cantaron villancicos, aunque no hablaban el mismo idioma. La celebración del nacimiento de Jesús pudo más que lo que les enemistaba y se hicieron como niños.

Cuando estos días visito belenes, recuerdo el gesto de Blanca y me ayuda a ponerme a la altura de su hija Pilar; así puedo entrar en las casitas que pueblan las montañas, correr entre las ovejas, beber agua del río, caminar con el zagal que lleva un presente y entrar con él en la gruta para adorar a Jesús como niños.

¡Feliz Navidad!

27/12/23

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

Que vengas tú (A Lucía por Navidad)

Que vengas tú (A Lucía por Navidad)

En casa ya tenemos el belén montado; es tradición que decoremos la casa y lo pongamos aprovechando el tiempo libre que nos deja el puente de la Inmaculada. En los días siguientes se remata algún detalle pendiente o incorporamos alguna innovación menor. Los artistas dicen que un cuadro nunca se acaba, se deja y ya está; así le pasa al belén.

Aún así, ayer volví a pararme delante para revisarlo y disfrutarlo. Paseando una vez más la mirada de derecha a izquierda, recorrí el camino estrecho que baja desde la montaña al valle, zigzaguea sorteando palmeras y rocas, cruza el río por el puente de madera y se ensancha antes de llegar a la gruta para acoger a todos los que se dirigen a ver al Niño cargados de regalos. Pero el Niño no está; tenemos por costumbre ponerlo en la Nochebuena.

Al contemplar la cuna vacía, me acordé de un artículo que leí en el periódico por estas fechas hace cuatro años y que llevaba por título “cuento de Navidad”: un tipo que iba a pasar él sólo la nochebuena, al llegar a casa se encontró con un mensaje que su hermana le había dejado en el teléfono. Acababa diciéndole “… y no hace falta que traigas nada, ni vinos de reserva ni champán del bueno, porque lo único que quiero es que vengas tú “.

Fui el primero en marchar de mi casa cuando empecé a trabajar en el banco con dieciséis años; allí se quedaban mis padres y los otros tres hermanos. En la primera Navidad me llevé la sorpresa de que los clientes traían regalos y el último día los repartíamos entre todos. Cuando me presenté en casa con botellas y turrones nunca vistos, la alegría de chicos y mayores fue tanta como la de verme llegar. En los años siguientes se esperaba este momento con ilusión; pero de verdad que no decían eso de “y lo único que queremos es que vengas tú” porque me esperaban y a ser posible bien cargado. Aquella emoción por sacar de la bolsa tanta sorpresa se quedó atrás con la madurez, cuando el tiempo te ayuda a poner el interés en las personas y vuelves a decir “porque lo que quiero es que vengas tú”.

Allí parado frente al belén con la mirada puesta en la cuna vacía, mientras hilaba estos recuerdos me entró un mensaje “Lucía operada, no han podido limpiar todo, pinta regulín. Ahora toca rezar”. En el colegio nos hemos puesto manos a la obra, y desde la primera familia hasta el último alumno, pasando por todos los profesores y empleados, pedimos por su pronta recuperación y que su sonrisa vuelva a iluminar el cole incorporada a su puesto en la Secretaría.

Lucía va por ti, porque para esta Navidad, junto con el Niño lo que queremos es que vengas tú.

20-12-23

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

Ensaimada de Mallorca

Ensaimada de Mallorca

En esta ocasión fueron tres días, sólo tres días fuera de casa, pero el regreso me removió; volver fue un motivo de alegría al pensar que me esperaban; que allí, mi ausencia no había pasado desapercibida.

Fueron tres días en Palma de Mallorca, intensos de horario y relaciones. Al acabar las sesiones, el contacto personal es enriquecedor y prolonga la oportunidad de compartir experiencias. La conversación empieza hablando de colegios, motivo que nos había convocado, y poco a poco se desliza hacia lo personal. Familia, aficiones, inquietudes y otros asuntos prolongan la atención en el otro y te ayudan a ampliar horizontes, a quebrar la tendencia a ser autorreferencial, a salir de tu mundo y descubrir “otras américas”, personas que llevan dos días sentadas a tu lado con gran riqueza interior.

El atardecer nos dio la oportunidad de pasear por el centro de la ciudad, mosaico urbano de calles estrechas peatonales, con sabor a romanos, moros y cristianos que dejaron su huella en los empedrados, plazas, patios interiores, fachadas, puertas y ventanas. Y volver hacia el hotel por el paseo marítimo, hablando a ritmo de paso lento, oliendo a mar, bajo la mirada atenta de la silueta de la Catedral que se alza majestuosa sobre las antiguas murallas.

Dos tardes de paseo fueron suficientes para confirmar la importancia que la ensaimada tiene en Mallorca. Es el producto de repostería por excelencia con el que se identifica la isla y la ciudad. La tradición la sitúa en el siglo XVII y desde entonces se elabora y consume como parte del acervo cultural e histórico; la gran influencia del turismo le ha dado reconocimiento internacional. La ensaimada tiene una forma redonda que la hace típica; está elaborada con masa de hojaldre fermentada lentamente y luego se hornea para que quede con color tostado por fuera y esponjosa por dentro. Finalmente se espolvorea con azúcar en polvo que le da un atractivo muy apetecible.

La tarde del viaje de vuelta llegamos al aeropuerto con tiempo suficiente para resolver los trámites de embarque y recorrer la zona comercial. Atraen la atención del viajero las cajas de ensaimadas apiladas para que sobresalgan por encima de la vista. Si hasta entonces no la has comprado, esa es la oportunidad de llevar contigo un detalle que habla por sí solo.

Parado frente a una de aquellas pilas de cajas de ensaimadas fui consciente de la alegría que me daba el regreso, porque iba a un lugar donde me esperaban. También pensé cómo sería no tener un sitio a donde volver, que es tanto como regresar al sitio donde tu ausencia no se ha notado porque no le importas a nadie; un escalofrío me recorrió el cuerpo y me enfrió el corazón. Fue un instante, suficiente para dar muchas gracias de lo que tengo y poner empeño en acrecentarlo. El fuego del cariño hay que alimentarlo con ramas menudas, pequeños detalles que lo mantienen vivo.

¿En qué puedo servirle? Emocionado en aquellos pensamientos me había ido al séptimo cielo. Una cara sonriente me miraba con atención; reaccioné. Por favor, póngame unas ensaimadas de esas que hablan por sí solas, esas que cuando las entregas están diciendo “yo también he notado vuestra ausencia”. ¡Entendido! y me guiñó un ojo

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

06/12/23