Ene 3, 2024 | Escritos
Patricia y Borja se casaron el sábado 23 de diciembre como tenían previsto. Este es el final de la historia, lo que ahora nos da por llamar “spoiler” a la vez que ponemos cara de “lo siento, te he contado el final”. Si eres de quienes se conforman con el “cómo termina” la película, te puedes quedar aquí. Si eres de los que disfrutan con la propia historia y también con el final, estás invitado a continuar leyendo y montar tu propio decorado con efectos especiales en cada una de las escenas que se van a suceder.
Les conocí en una cena familiar un sábado del mes de octubre, preparada en el jardín de la casa. En el momento que la abuela bendecía la mesa, se abrieron las nubes contenidas durante la tarde, el agua empezó a caer con fuerza, sembró el desconcierto y hubo que refugiarse en el interior. Un grupito en la cocina, otro en el salón; unos de pie, otro sentados, poco a poco todos encontramos acomodo y volvieron las risas. En medio del zafarrancho húmedo que se organizó en un instante, emergieron como unos tipos optimistas, emprendedores y serviciales. Su alegría contribuyó a diluir la tensión que pudo generarse y su espíritu de servicio hizo que nadie quedara desatendido. Para entonces tenían muy avanzados los preparativos de su boda. Sin embargo, aquella noche evitaban hablar de eso y desviaban la atención hacia Teresa y Roger que serían los siguientes en ampliar la familia.
El domingo 17, seis días antes, salieron por la tarde a dar una vuelta con el coche fuera de Madrid. Pasearon, merendaron, repasaron algunos detalles y se les iluminó la cara al pensar que la semana terminaría juntando lo que había empezado por separado. No era la boda lo que les inquietaba si no que seis días les parecía una eternidad hasta que sus vidas se unieran para siempre, que era lo que ansiaban.
De regreso, sin que todavía sepan lo que pasó, el mundo los puso en el centro y empezó a girar en torno a ellos; cuando el coche dio la tercera vuelta de campana se apagaron las luces en su interior y no recuerdan el resto de la película. Entraron juntos en el túnel y salieron por separado, cada uno en una ambulancia. El lunes despertaron en hospitales distintos, pero con la misma reacción: preguntar por el otro. Les faltaba la mirada de aquellos ojos por los que se ve la otra media vida. Gracias a Dios estaban fuera de peligro; a Patricia la operarían enseguida, Borja tendría que esperar un poco a que se rebajara la inflamación.
Se había pasado el susto y la cabeza ya funcionaba a toda marcha impulsada con la fuerza del corazón. Los teléfonos se activaron, las llamadas se multiplicaron de unos a otros. Los dos estaban de acuerdo, lo tenían claro; la familia les apoyó y saltó la noticia ¡nos casamos el día previsto! Faltaban cuatro días y había que acelerar. El hospital se implicó en la preparación, facilitó una habitación grande para acoger a la pareja y engalanó la capilla para aquella ocasión única. Los novios recorrieron los pasillos en silla de ruedas con la emoción que lo hubieran hecho en el coche hasta la iglesia. Entraron despacio, radiantes. El sacerdote ofició la ceremonia con mayor empaque que si de la parroquia se tratara; cuando les preguntó si estaban dispuestos a quererse en la salud y en la enfermedad, el sí resonó con fuerza y algunos ojos no pudieron contener las lágrimas. En la habitación se festejó el enlace hasta bien entrada la tarde, con la contención que dicta la prudencia para no molestar a otros enfermos. Borja marchó con el alta médica; Patricia lo haría dos días después.
En el ambiente del hospital quedó flotando el impacto de lo vivido aquella tarde; cuando se incorporó el turno de noche, en el parte de planta pudieron leer: hoy día especial, hemos tenido una boda en el hospital.
03/01/2024
Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader
Dic 27, 2023 | Escritos
La llamada se alargó más de lo que esperaba; cuando colgué, los de secretaría ya se habían ido. Así que también di por concluida la jornada, ordené la mesa, cerré el despacho y pasé un instante por la capilla del colegio. En la puerta me encontré con Ramón y Blanca hablando con dos profesores mientras esperaban que uno de los hijos acabase el entrenamiento. Me incorporé al corro, la tarde primaveral invitaba a la cháchara sin prisas. Su hija Pilar de cuatro años se entretenía a nuestro lado haciendo piruetas; en uno de los intentos perdió el equilibrio y se dio un sonoro golpe en el suelo. Se levantó enseguida; nos miró uno a uno con cara de asustada, la boca cerrada y los ojos muy abiertos; como no lloró, di por supuesto que no había sido gran cosa y continuamos hablando. Sin embargo, Blanca reaccionó enseguida, la subió en brazos y se la llevó aparte, donde no las veíamos. Oímos llorar con fuerza y al poco regresaron de la mano; Pilar volvía a brincar como si no hubiera pasado lo que pasó. Blanca comentó “pobrecita, necesitaba llorar, pero le daba vergüenza hacerlo delante de unos señores que no conoce”.
Aquella capacidad de Blanca para ponerse en la piel de la niña y entender sus necesidades, me impactó de tal modo que han pasado treinta años y lo sigo teniendo presente. Sobre todo, cuando me cuesta comprender la actuación de los demás. Con los años, el cuerpo pierde flexibilidad, se hace rígido; y lo mismo le pasa a la mente si no la trabajas. Por eso es muy bueno el ejercicio de ponerse a la altura de un niño, el hacerse como niños. En estos días de Navidad el ambiente favorece que lo intentemos, que no se trata tanto de pensar en los regalos que nos hacían de pequeños, si no en dejar a un lado nuestros esquemas para comprender los del otro.
Algo así debió pasar durante la Primera Guerra Mundial, en lo que se conoce como la “tregua de Navidad”. En la víspera de la Noche Buena de 1914, militares de los dos bandos se hicieron señales de paz y salieron desarmados de las trincheras en un alto el fuego espontáneo que duró hasta el día siguiente a la Navidad, dejaron a un lado sus esquemas y fueron capaces de abrazar al contrario. Hubo intercambio de comida, regalos y ropa, jugaron al fútbol, se hicieron fotografías y cantaron villancicos, aunque no hablaban el mismo idioma. La celebración del nacimiento de Jesús pudo más que lo que les enemistaba y se hicieron como niños.
Cuando estos días visito belenes, recuerdo el gesto de Blanca y me ayuda a ponerme a la altura de su hija Pilar; así puedo entrar en las casitas que pueblan las montañas, correr entre las ovejas, beber agua del río, caminar con el zagal que lleva un presente y entrar con él en la gruta para adorar a Jesús como niños.
¡Feliz Navidad!
27/12/23
Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader
Dic 6, 2023 | Escritos
En esta ocasión fueron tres días, sólo tres días fuera de casa, pero el regreso me removió; volver fue un motivo de alegría al pensar que me esperaban; que allí, mi ausencia no había pasado desapercibida.
Fueron tres días en Palma de Mallorca, intensos de horario y relaciones. Al acabar las sesiones, el contacto personal es enriquecedor y prolonga la oportunidad de compartir experiencias. La conversación empieza hablando de colegios, motivo que nos había convocado, y poco a poco se desliza hacia lo personal. Familia, aficiones, inquietudes y otros asuntos prolongan la atención en el otro y te ayudan a ampliar horizontes, a quebrar la tendencia a ser autorreferencial, a salir de tu mundo y descubrir “otras américas”, personas que llevan dos días sentadas a tu lado con gran riqueza interior.
El atardecer nos dio la oportunidad de pasear por el centro de la ciudad, mosaico urbano de calles estrechas peatonales, con sabor a romanos, moros y cristianos que dejaron su huella en los empedrados, plazas, patios interiores, fachadas, puertas y ventanas. Y volver hacia el hotel por el paseo marítimo, hablando a ritmo de paso lento, oliendo a mar, bajo la mirada atenta de la silueta de la Catedral que se alza majestuosa sobre las antiguas murallas.
Dos tardes de paseo fueron suficientes para confirmar la importancia que la ensaimada tiene en Mallorca. Es el producto de repostería por excelencia con el que se identifica la isla y la ciudad. La tradición la sitúa en el siglo XVII y desde entonces se elabora y consume como parte del acervo cultural e histórico; la gran influencia del turismo le ha dado reconocimiento internacional. La ensaimada tiene una forma redonda que la hace típica; está elaborada con masa de hojaldre fermentada lentamente y luego se hornea para que quede con color tostado por fuera y esponjosa por dentro. Finalmente se espolvorea con azúcar en polvo que le da un atractivo muy apetecible.
La tarde del viaje de vuelta llegamos al aeropuerto con tiempo suficiente para resolver los trámites de embarque y recorrer la zona comercial. Atraen la atención del viajero las cajas de ensaimadas apiladas para que sobresalgan por encima de la vista. Si hasta entonces no la has comprado, esa es la oportunidad de llevar contigo un detalle que habla por sí solo.
Parado frente a una de aquellas pilas de cajas de ensaimadas fui consciente de la alegría que me daba el regreso, porque iba a un lugar donde me esperaban. También pensé cómo sería no tener un sitio a donde volver, que es tanto como regresar al sitio donde tu ausencia no se ha notado porque no le importas a nadie; un escalofrío me recorrió el cuerpo y me enfrió el corazón. Fue un instante, suficiente para dar muchas gracias de lo que tengo y poner empeño en acrecentarlo. El fuego del cariño hay que alimentarlo con ramas menudas, pequeños detalles que lo mantienen vivo.
¿En qué puedo servirle? Emocionado en aquellos pensamientos me había ido al séptimo cielo. Una cara sonriente me miraba con atención; reaccioné. Por favor, póngame unas ensaimadas de esas que hablan por sí solas, esas que cuando las entregas están diciendo “yo también he notado vuestra ausencia”. ¡Entendido! y me guiñó un ojo
Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader
06/12/23
Nov 22, 2023 | Escritos
Esta mañana he salido temprano a dar un paseo por el camino de las cruces. Sentado al pie de una de las estaciones del vía crucis que va del castillo al cementerio, contemplo el despertar del día. Recostado en la columna de piedra fría que realza la cruz, disfruto de todos los pequeños detalles que avivan mis sentidos; los poros del alma se abren para darles cobijo, sin más orden que el de llegada, el mismo con el que te los comparto.
El sol tibio de finales de octubre forcejea por abrirse paso entre la neblina que difumina la estrecha vega del río con el pantano al fondo, casi en el horizonte.
Los pájaros están ausentes en este momento de la puesta en escena del día. Pero hasta mi puesto de observador en lo alto del cabezo, llegan otros sonidos, los primeros ruidos de un día que -tal vez por ser sábado-, no le apetece estar activo: la moto que levanta una nube de polvo por el camino de tierra junto al río; el camión que se desliza lento pegado a la carretera como un juguete de cuerda; el motor de la sierra que trocea unos troncos en algún rincón que no alcanzo a ver; el gruñido inquieto de los cerdos en aquella granja; el zagal tempranero que se acerca inseguro con la moto nueva; el tren de mercancías, largo, eterno, que cruza el puente de hierro sobre el cauce seco; la campana grande que anuncia entierro con un toque propio, profundo, lento, sereno.
Los colores tiñen de otoño la paleta. Los campos de alfalfa lucen un manto verde intenso; los melocotoneros aún conservan las hojas con mezcla de tonos en suave descenso hacía el amarillo; el maíz tardío, vivo, alterna con el seco que ya no se riega, a la espera de ser recogido. Fuera de la huerta, de lo que un día fue cauce del río, donde no llega el agua, sólo veo tierra seca de un paisaje seco que el Ebro envuelve en un recorrido incansable de meandros.
Ahora es el reflejo metálico del avión que pasa alto, muy alto, en silencio; o el humo que sube perezoso desde las chimeneas de un grupo de casas abrazadas a la iglesia.
Dos ancianos me saludan sonrientes, contentos de encontrar una novedad en su paseo matinohabitual y se acercan. La conversación pasa de un tema a otro cosida con recuerdos.
De regreso, camino sin prisa, respiro hondo y sonrío: vuelvo con la mochila llena, mucho más de lo que esperaba de este amanecer.
Escrito el 28.X.95 – Revisado y publicado el 22/11/23
Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader
Nov 8, 2023 | Escritos
Hace dos semanas tuve la oportunidad de ir a Zaragoza por un asunto profesional; nos habían citado muy temprano y tuve que madrugar; no me importó. La alegría del viaje tiraba para arriba del peso del sueño y anduve ligero de movimientos. Hasta los quince años eran frecuentes los viajes desde el pueblo a la capital; luego el tren de la vida me llevó a otras estaciones y no he podido visitarla tanto como hubiera querido.
Los asuntos de la mañana acabaron antes de lo que habíamos previsto. Nos despedimos en la puerta de El Corte Inglés en el Paseo de la Independencia. Miré el reloj y el cielo; el primero me decía que tenía tiempo para improvisar algún plan; el segundo aconsejaba pasear, que, aunque las nubes cubrían el sol, la temperatura era muy agradable.
Decidí acercarme a saludar a la Virgen y contarle en vivo algunas cosas que le pido en la distancia. Por los porches del Paseo desemboqué en la Plaza de España y la crucé en dirección al Coso, mientras contemplaba el Monumento a los Mártires. Un buen hombre me dio unos golpes en el hombro y a la vez que señalaba los raíles en el suelo me advirtió con acento propio que tuviera cuidado con el tranvía. Había animación en las terrazas de los bares que ocupan la acera ancha a la entrada del Tubo; gente reposada que desayunaba miradas sin disimulo.
El Coso me transportaba a las páginas de los Episodios nacionales, de Benito Pérez Galdós. Cambié de acera para ver la fachada del Casino Mercantil y luego la del Palacio de Sástago. Estaba disfrutando, me lo notaba por dentro y los demás lo verían por fuera si se fijaban en la cara que se me ponía.
Me detuve al principio de la calle Alfonso, la vía peatonal que conecta en línea recta con la Plaza del Pilar. Al fondo, a medio kilómetro de distancia, cierra la vista la cúpula de la Basílica. Allá por 1860, esta calle se abrió paso por el caótico entramado urbano que tenía sus orígenes en la colonia romana cesaraugustana y pasó a ser el centro más representativo del poderío de la ciudad. La anchura de la calle y la misma altura en todos los edificios, la hacen singular. Comencé el recorrido con la paz de una mañana poco transitada, de peatones con acento de turista, algún vehículo de reparto a los comercios, unos jardineros municipales arreglando los parterres o aquella persiana bajada en la tienda que espera nuevo dueño. Al levantar la vista, una singular mezcla de estilos en fachadas y chaflanes: construcciones de piedra, balcones volados, techos de alfarje, ventanas de madera torneada, pinturas murales, vitrales y amplios portales arcados.
La imaginación me traía al presente aquellas impresiones que guardo de esta calle cuando la recorría de la mano de mi madre, las aceras repletas de gente, la calzada reservada para el tráfico intenso, el temor de pasar un semáforo con coches a un lado y otro como los judíos en el mar Rojo; y los comercios emblemáticos que deslumbraban por su escaparate y rótulos: Almacenes Gay, La Campana de Oro, Vidal Beltrán, Derby. Antes de bajar los peldaños que separan la calle de la Plaza, me giré para tener una nueva vista de la calle Alfonso y guiñarle un ojo.
En la puerta de la Basílica me detuve un instante, para centrarme en las intenciones que me traían hasta allí. Dentro, la misma emoción de siempre, siempre renovada cuando veo la Virgen sobre el Pilar. En ese momento, de rodillas delante de ella se me habían olvidado los asuntos a pedir y sólo me salía un ¡gracias Virgencica!: por lo de hoy, por lo de ayer y anteayer, por lo de mañana y pasado porque seguro que estarás a mi lado como te he notado siempre.
Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader
08-11-2023