Un mal vicio

Un mal vicio

La primera vez que pasé junto a la valla, tuve la impresión de haber roto la armonía de aquella tarde tranquila de domingo estival. El perro vino a ladrarme desde el otro lado, los niños dejaron de jugar con el futbolín de plástico apoyado en cajas de fruta, la señora apartó la cortina con las manos mojadas para ver desde dentro de la casita de planta baja, el hombre barrigudo, adormecido en la hamaca a la sombra del único pino que cubría el diminuto jardín, levantó ligeramente el sombrero de paja que le protegía la cara de las moscas pesadas.

Sudoroso, jadeante, saludé con la cabeza intentando que pareciera normal que, en aquel lugar, en aquella hora y fecha, pasara un señor corriendo por la carretera. Estoy seguro de que no les convencí y, tal vez por eso, yo mismo pensé que a lo mejor no era tan normal.

En los días siguientes retrasé la hora, buscando una temperatura menos asfixiante. No encontré ese alivio, pero conseguí mejorar mis relaciones con el entorno. Ahora, cuando llegaba aquel punto de la carretera, justo al iniciar el leve descenso hasta el cruce, el pino alto de la casa pequeña me saludaba con el acompasado vaivén de sus ramas; el perro se acostumbró a mi trote apurado, primero dejó de ladrar y, después, ya no se movía de su refugio en la sombra. Los niños acabaron por saludarme con sus sonrisas sin interrumpir el juego. El señor, perpetuo asiduo de la hamaca bajo las ramas, recibía mi paso con indiferencia mientras veía la corrida de toros en la televisión portátil, merendaba o hablaba con la señora que nunca vi fuera de la casa.

La tarde del último día, al pasar por la casa pequeña del pino grande quería decirles con un gesto sin palabras “hasta la próxima”, que a lo mejor otro año volvería a pasar mis vacaciones de agosto en aquella tierra seca de sombras escasas.

Pero en aquel momento el señor orondo, desde la hamaca que le sostenía quejosa, hablaba a voces con la señora que como siempre estaba dentro, seguramente en la cocina. Cuando llegué a su altura, ella acababa una frase que no pude oír. Aquel buen hombre, sudoroso tal vez por el esfuerzo en las voces de la conversación, sentenció «¡pues eso es un mal vicio!». La frase retumbó en mi interior como el eco y me olvidé de la despedida. Seguí corriendo despreocupado del ritmo, mientras mi cabeza intentaba encontrar la explicación: ¡un mal vicio!… pero ¿cuáles son los vicios buenos? La pregunta quedó botando sin respuesta y decidí que, si al año siguiente volvía por allí, entraría en la casa del pino junto a la carretera y se lo preguntaría al señor de la hamaca.

Durante dos años seguidos asistí a un curso de verano en un hotel a las afueras de un pueblo de Murcia. De eso han pasado treinta años y desde entonces no se ha presentado la oportunidad de volver. Aunque la pregunta se quedó sin responder entonces, con el paso del tiempo y el cambio de costumbres a las que el cuerpo te obliga, me temo que ahora no la haría por si estaban hablando de mi afición a correr a aquellas horas de un mes de agosto por aquellos lugares, porque eso… ¡sí que era un mal vicio!

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

08/05/24

Correr de madrugada

Correr de madrugada

He dedicado un rato a ordenar escritos ya publicados y me encuentro con este de 2018, en el que reflejo la experiencia de salir a correr a primera hora de la mañana de un domingo de invierno.

«Ayer fue un sábado repleto de excusas que llenaron todas las horas del día, sin dejar hueco para salir a correr.

Me acosté con el propósito de poner remedio a la mañana siguiente, para evitar que el fin de semana acabara en debacle. Hoy me despierto cuando todavía es de noche, pero no doy tiempo a que el cuerpo plantee nuevas estrategias dilatorias. En cuanto las primeras luces del alba lo permiten, salgo a la calle confiado en que la temperatura será buena: primer error. Doy los primeros pasos desperezándome y me paro a dibujar una silueta sonriente en el parabrisas de un coche cubierto de hielo; la cara se queda rígida, los dedos helados, empiezo a rodar suave con la capucha cubriendo la cabeza y las manos escondidas en las mangas.

Dejo el asfalto y avanzo por el camino de tierra hacia el campo. Llegan las primeras cuestas, subo despacio, no hay prisa, paso a paso respirando hondo, noto el latir del corazón que reparte calor por todo el cuerpo. Fin de la rampa, sobra ropa, me quito el cortavientos y lo ato a la cintura.

El camino serpentea entre la hierba cubierta de escarcha, al fondo la ciudad se recorta en el horizonte, iluminada por un tibio sol difuminado con la bruma. Ahora entre los pinos y cuesta abajo, la zancada se alarga entre las sombras, noto el frío y vuelvo cubrir para mantener la temperatura.

Durante un buen rato se alterna el sudor en la subida y el frío en la bajada, quitar ropa y poner ropa, con las fuerzas y las ganas que no siempre van a la par. Salgo de la zona de pinos, la luz del día ya es completa, el sol empieza a calentar y la hierba desprende el vapor de la escarcha que se vuelve al cielo hasta mañana.

El ritmo se ha hecho fijo, las piernas marcan la cadencia del paso suelto, los brazos acompañan el esfuerzo, el corazón y la respiración se compenetran, disfruto del último tramo que me lleva en cuesta hasta la meta. Hay allí una zona apropiada para estirar y me quedo un rato con los ejercicios. Ya está, recuperado y a punto de regresar, me doy la vuelta para contemplar de nuevo la maravilla que la naturaleza me regala ¡gracias Dios mío! y mientras fijo la mirada en el sol, desde el interior brota bajito la estrofa con aire de jota: cuando acabe de correr, asómate aunque sea de madrugada, que a un corredor no le da miedo, que le dé el sol a la cara!»

Rafael Dolader – vidaescuela.es -@rdolader