Lo único que te pido

Lo único que te pido

Luis llegó a la comida del lunes con ganas de hablar; el sábado estuvieron cenando con otros tres matrimonios y quería compartir dos de las historias que habían contado, que concluyen con un mismo final. En el comedor del colegio coincidimos un grupo variopinto a la misma hora; a veces no es coincidencia, si no que nos esperamos para disfrutar de ese rato.

Empezó con la de Ramón y Carmen que habían visto la película “El gran sohwman”; Ramón iba un poco cruzado por asuntos de trabajo acumulados durante la semana, no era el mejor momento para ir al cine, pero se había comprometido con Carmen y se esforzaba para que no se le notara. Empezó frío, distante, alejado de lo que ocurría en la pantalla porque él ya tenía su propia película por dentro. Poco a poco fue conectando, la historia le empezó a interesar, le enganchó la música y acabó cerrando las luces de dentro para volcarse en lo que sucedía fuera. El protagonista P.T. Barnum ha cometido un error al querer ofrecer a su mujer Charity el nivel social y económico que ella tenía en casa de sus padres. La relación se enfría y está al borde de la ruptura. Reacciona, va a buscarla para pedirle perdón; la encuentra al atardecer en la playa, de pie sobre la arena, la mirada perdida en el horizonte crepuscular, acariciada por la brisa y envuelta por el rumor del mar. Ella le oye llegar y deja que se acerque, inmutable. Después de unos minutos en silencio, uno al lado del otro, PT le dice sin mirarla: “Perdóname, me he equivocado. Me empeñé en ser más de lo que era y te he hecho sufrir”. Ella se gira para hablarle de frente, con fortaleza, serenidad y mucho cariño: “Yo nunca quise nada que no fuera el hombre del que me había enamorado. Eso es lo único que te pido”.

Luego siguió con la historia de Julio, un médico al que le encanta trabajar en urgencias, porque considera que allí es donde mejor puede practicar su vocación de médico. Y con el tiempo ha aprendido que también se cura escuchando.

Contó que esa semana había llegado un matrimonio mayor en busca de un informe que necesitaban. En la recepción trataron de explicarle que allí no se lo podían preparar. Ella estaba tensa, como quien se encuentra ante un muro insalvable; afloraron los nervios, surgieron las críticas y alguna amenaza. Él tenía la mirada ausente, decía frases inconexas.

Julio pasó ante el mostrador, se dio cuenta de que algo no funcionaba y ofreció su colaboración. Ella, asustada, agobiada, volvió a pedir el informe con más amenazas. Se los llevó a una consulta, la escuchó y poco a poco volvió la calma.

María y Juan llevan 80 años a la espalda y 56 de casados; él con una demencia progresiva, los últimos meses han sido muy difíciles. Sus hijos fuera, ella le cuida y se ocupa de todo. Está agotada; quiere estar junto a él, pero no puede atenderle como necesita y los dos empeoran. Con mucho dolor, ha decidido llevarle a una residencia y le piden el informe. Julio cogió el teléfono, habló con la trabajadora social y quedaron que al día siguiente les ayudaría en los trámites que necesitaban. Mientras, oía cómo María decía “y tú siempre serás mi Juan” mientras le acariciaba la mejilla.

Julio había detectado que aquella buena mujer, superada por las circunstancias, parecía suplicar: “Sólo te pido que me escuches; no hace falta que me des consejos, ni que me cuentes una historia que conoces parecía a la mía. Que me escuches, es lo único que te pido”.

Se nos había agotado el tiempo escuchando a Luis y había que recoger; aún nos pidió un momento para resaltar lo que tenían en común y le había llamado la atención: la necesidad de escuchar para acertar con lo que el otro pide, que a veces no coincide con lo que yo quiero dar; en las dos historias se resumía en la misma súplica: “lo único que te pido…”

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

17/04/2024

Si los lirios hablaran

Si los lirios hablaran

El sábado nos cubrió el cielo plomizo compañero de viaje de la calima que nos ha visitado estos días en Madrid; su presencia impregnaba el ambiente de un ligero barniz de quietud y pesadez. Después de comer salí al jardín compartido con entrada por detrás del edificio. Diseñado con pocas flores, es un espacio donde predominan los verdes en una amplia gama de tonalidades, ahora vivos y lustrosos por el agua caída en las semanas anteriores, y porque el inicio de la primavera acelera la circulación de la savia y los llena de vitalidad. A falta del brillo que da la luz del sol, el contrapunto de color lo ponían los dientes de león, una flor amarilla nacida entre el césped, que salpicaban los parterres de puntitos llamativos.

En un rincón discreto del paseo junto a los escalones de traviesas, la vista recaló en unos lirios atraída por el contraste entre las hojas verdes y la flor morada, señorial, llamativa, perfumada. Me incliné para admirar de cerca la delicada belleza de sus pétalos, fuente de inspiración en el arte simbólico, imitada en capiteles para coronar columnas desde la antigüedad y una de las figuras más populares en heráldica. Algo divino encierra esta flor, cuando mereció la alabanza que le dedica el evangelio: “ni Salomón en toda su gloria pudo vestirse como uno de ellos”. Campeona en resistencia al frío y la sequía, capaz de crecer en cualquier tipo de suelo; la belleza que nos ofrece supera ampliamente los pocos cuidados que necesita. Cuántas veces habré pasado junto a ella en mis paseos por el jardín y, sin embargo, hasta ese día no me había parado a contemplarla. Me retiré contento, con la alegría de haber disfrutado de su regalo.

Hace cuatro o cinco años, también un sábado de primavera, acompañe a Felipe en un viaje a Peñafiel, ida y vuelta en el día. A su lado la conversación está asegurada con un amplio abanico de temas de interés. Los kilómetros pasaban distraídos en asuntos que nos unen, hasta que las palabras empezaron a distanciarse y se hizo el silencio. “Vamos a parar, necesito estirar las piernas y espabilarme un poco”. Paramos en el primer bar que encontramos junto a la carretera. En la puerta nos cruzamos con un señor; no nos pasó desapercibido su gesto de bajar la mirada y responder con el silencio a nuestro saludo, por contraste con el camarero que nos recibió con un “buenos días” fresco y mirando a la cara. Estaba solo. ¿Qué les pongo? “Un cortado, café de máquina, leche semidesnatada, templado, con sacarina”; “para mí un cortado normal” Hizo una mueca y nos reímos los tres. Pasé al baño, cuando volví, los encontré en animada conversación. Una pregunta trivial sobre nuestro destino había derivado en puntos comunes que prendieron la mecha; luego surgieron temas personales, familiares y la charla se envolvió en un tono de confianza que generó un ambiente de calma lenta y explicaba que algunas frases quedaran suspendidas en el aire como el humo de un cigarro. Tuve que hacer de hombre malo y con un golpe del dedo índice en la esfera del reloj llamé la atención sobre la hora; se nos había ido el tiempo.

Hice ademán de pagar, dio un paso atrás y levantó la mano en un gesto de rechazo amable; “paga la casa y muchas gracias”. Ante nuestra cara de extrañeza, continuó “Miren, por este bar pasa mucha gente gracias a Dios, no me puedo quejar del negocio. La mayoría entran, piden y se van, muchos sin decir adiós; Vds. me han dado conversación, me han tenido en cuenta, y eso es muy de agradecer”.

Cuando este sábado abandoné el jardín, me acordé de aquel buen hombre y su agradecimiento porque nos habíamos detenido unos minutos con él. Y me pareció que los lirios hubieran hecho lo mismo, si hablaran.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

10/04/24

Vaya detalle

Vaya detalle

Salí con José Manuel con tiempo suficiente para llegar al hospital un buen rato antes de la hora que le habían citado. Le aconsejaron estar relajado en el momento de la prueba y que fuera acompañado; era algo molesta y podía tener efectos secundarios.

Una vez instalados, comprobé que en aquella sala de quirófano de día sólo citaban a los que se hacían el mismo examen. Todos los grupos éramos de dos personas, paciente y familiar. La rutina se repetía: salía la enfermera “¡Fulanito y familiar!” ¿es Vd. el acompañante del enfermo? Pasen por favor”. En el despacho nos explicó en qué consistía la prueba y el procedimiento. José Manuel pasó al quirófano y yo esperé en la sala.

Una vez finalizada, nos volvimos a encontrar, a la espera de que el médico nos explicara los resultados. Jose Manuel salió con gesto de dolor, pero se recuperó enseguida y entablamos conversación.

Al poco salió un enfermero empujando una silla de ruedas y unas muletas en la mano; en la silla un señor mayor con la cabeza ligeramente inclinada sobre el pecho y aspecto descuidado. En los brazos, el esparadrapo tapaba la señal de las vías que le habían quitado hacía un momento “¿familiar de Segismundo?” El enfermo dice algo que no se entiende bien. Vuelve a preguntar “¿familiar de Segismundo?”  El enfermo levanta un poco más la voz y le dice que no hay ningún familiar “¿está Vd. sólo? “. Segismundo sonríe un poco con pena: sí, estoy sólo. “Bueno, pues le dejo aquí y enseguida saldrá el médico que le explicará lo que tiene que hacer”.

En la sala, cada pareja pasa el tiempo como puede, los nervios de la prueba no permiten muchas alegrías. Segismundo no llama la atención, nadie se fija en él; espera en la silla de ruedas apartado en un rincón, las muletas apoyadas en la pared.

De nuevo sale otra enfermera y llama. En esta ocasión nadie responde, no hay movimiento en la sala. Mira a Segismundo y le pregunta “¿es Vd. Pedro?” No, no, soy Segismundo, dice levantando con esfuerzo la cabeza. La enfermera quiere asegurarse, le toma la documentación y lee sus datos. “Entonces Vd. es Segismundo”; sí, sí, así es. “Pero Vd. no tiene que esperar aquí, tiene que esperar en la sala azul, saliendo al pasillo dos más a la derecha”. Segismundo sonríe un poco con pena. “¿está Vd. sólo?” Sí, sí, estoy solo.

La enfermera respira hondo, recoge los papeles que lleva en la mano y los guarda en el bolsillo de la bata, cambia el gesto de la cara como si una luz interior se hubiera encendido y le dice con una sonrisa: “pues entonces Segismundo, Vd. y yo nos vamos a dar un paseo, le llevo”. Y desaparecen de la sala, girando a la derecha cuando salen al pasillo. La conversación ha sido tan natural, tan rápida, que nadie en la sala de espera se ha dado cuenta de lo ocurrido.

De repente me fijo en las muletas, las agarro y salgo rápido detrás de ellos; cuando les alcanzo, la enfermera va contándole una historia simpática y Segismundo sonríe.

De regreso, José Manuel ya está con el médico que le explica el resultado, todo bien gracias a Dios. Por el pasillo de salida, nos miramos ¿qué te ha parecido la enfermera? y hacemos un gesto de admiración ¡vaya detalle!

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

04/10/23

Atardeceres de julio

Atardeceres de julio

A principios de julio estuve unos días cerca de Pamplona; al caer la tarde salía a dar un paseo. La vista resbalaba por encima de los rastrojos del trigo recién cosechado y se perdía en el horizonte, sin más sombra que la que me cobijaba. Solía sentarme envuelto en el silencio que despide al sol cuando se retira, olía la paja aún tierna que descansaba en los campos vecinos, disfrutaba de la contemplación del paisaje, bebía en pequeños sorbos la belleza que la naturaleza me ofrecía.

A veces estaba acompañado; la conversación entonces salía pausada, en voz calma. Hablábamos de tú y yo, de aspectos personales alejados de polémica porque el ambiente nos invitaba a la escucha. Son momentos en que descubres al otro y te sorprende porque caes en la cuenta de los valores que atesora, después de tanto de tiempo de sólo ¡hola! y ¡adiós!

Surgía el contraste con la vida en la ciudad que centra nuestra atención en lo artificial. Aunque también allí hay elementos naturales, quizás no tan a la vista, no tan cegadores como los atardeceres de julio en el campo, pero que se nos escapan porque no vamos atentos al mundo que nos rodea, más inclinados a ver que a contemplar.

El ruido nos distrae y a nuestro alrededor siempre hay muchos mensajes que nos reclaman; será por eso por lo que el silencio tiene mucho que ver con la soledad.

Sólo o bien acompañado, vuelvo dispuesto a buscar cada día los momentos de silencio que tan buenos recuerdos me dejaron aquellos atardeceres de julio.

30/08/23

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

Magnífico aeropuerto

Magnífico aeropuerto

Desde hace unos años visito un colegio en Oporto y varias veces al año soy usurario de su magnífico aeropuerto, que a estas alturas ya me resulta familiar.

La nueva terminal fue inaugurada en 2006 con un estilo moderno, funcional; desde el primer momento me llamó la atención la limpieza y luminosidad. Cinco claraboyas acristaladas en el techo dejan pasar la luz natural hasta el último rincón de la nave. Además, la pared del lado aire es de puro cristal y permite ver como aterrizan y despegan los aviones.

Una tarde de este mes de mayo, finalizada la visita al colegio, preferí marchar directamente al aeropuerto y esperar allí la hora del vuelo. Superado el trámite del control, paseé tranquilamente por la planta superior, disfrutando de la arquitectura interior y de los amplios espacios que genera.

En esta ocasión me llamaron la atención unas mesas que antes no estaban, diseñadas para trabajar de pie o sentado en unos taburetes altos, de los que te dejan las piernas balanceándose como un columpio; cada puesto tiene un enchufe para el ordenador. Las tres mesas que encontré tenían los puestos ocupados y tuve que esperar para instalarme en uno de ellos.

Agradecí a quien hubiera detectado esa necesidad, aportando una solución práctica, estética y bien pensada. Ese pequeño detalle me ayudó a no sentirme solo: alguien ha pensado en mí. En esos lugares, es fácil encontrarte con personas que hacen cara de estar solas; personas que no tienen con quien compartir.

Hay una soledad querida, que es buena porque nos permite estar más cerca de nosotros mismos y conviene provocarla de vez en cuando. Pero hay otra soledad impuesta que produce dolor, porque las personas estamos hechas para compartir, para convivir “vivir con”; no es un capricho, es una necesidad. La persona se realiza en la relación con los demás; y aunque la convivencia no sea idílica, siempre es preferible a estar solo. Podemos buscar refugio en las cosas, pero estas no satisfacen las ansias del corazón como lo hace la relación con los otros.

Siempre me ha admirado mi madre porque, en cualquier situación, es capaz de entablar conversación con quien tiene a su lado. Sea quien sea, acaba encontrando temas comunes que facilitan la relación; se olvida de lo suyo para empatizar con la otra persona. Y para adoptar esa actitud en la vida, ella no ha necesitado volar a Oporto ni conocer su magnífico aeropuerto.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

24/05/23