Mirar al cielo

Mirar al cielo

El pasado 12 de marzo falleció Dick Fosbury, un atleta americano que ganó la medalla de oro en los juegos olímpicos de 1968 en México, con 21 años. Nunca más volvió a saltar; tras ganar la medalla anunció su retirada. Su estiló se calificó de locura porque rompía con la rutina del salto. Pero dejó su sello en aquellos Juegos para que, desde aquel momento, fueran los demás quienes le imitaran: desde entonces no se salta de otra manera.

Al leer la noticia recordé la historia que nos contó Juanjo, un profesor con el coincidía en el comedor del colegio, buen conversador y con el que se nos pasaba el tiempo volando. Había sido directivo en una empresa importante de telefonía, le jubilaron pronto y se pasó a la docencia.

Explicaba Juanjo que en una convención de la empresa con directivos de todo el mundo, el director general les habló a los casi dos mil asistentes de hacer muy bien el trabajo, escuchando a los clientes para interpretar sus necesidades y actuar con mejoras, innovando soluciones. En un sector donde cualquier novedad enseguida es imitada por todos, es muy importante ser innovadores.

Y les puso como ejemplo a Fosbury, que como atleta supo innovar. En los siguientes juegos olímpicos, su marca quedó superada por otros que imitaron su estilo. Pero su popularidad fue un premio maravilloso. Además, añadió el director, cuando saltaba miraba al cielo.

Y Juanjo nos añadió su reflexión: el director general nos quería decir que es preciso trabajar bien y prestar mucha atención a las personas que tenemos al lado, porque mirar al cielo es ver a Dios reflejado en el rostro de los demás. Y con el trabajo les podemos servir y ayudar en sus necesidades.

Por Dick, d.e.p.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

17/05/23

Plan de chicos

Plan de chicos

Es agosto, el miércoles estábamos libres ¿hacemos algo? Y aprovechamos para organizar un plan los tres solos.

Quedamos en ir a algún sitio y pasar el día juntos; no importaba el lugar si no el estar.

Con diez años coincidimos en el primer año de Instituto; unos cuantos formamos una pandilla que sigue unida. Cada etapa ha tenido sus emociones, sus modos de divertirse, de compartir. Pasa el tiempo y descubrimos que no todo está visto, que somos capaces de gozar de la presencia del otro de un modo nuevo.

Salimos en coche y hablamos.

Paramos a desayunar en el siguiente pueblo y hablamos.

Continuamos viaje sin prisa y hablamos.

Arriba en la montaña encontramos un pueblo que nos gustó, dimos un paseo por sus calles y hablamos.

Bajo los soportales de la plaza mayor, a la fresca nos sentamos a comer y hablamos.

Cuando el personal del bar empezó a retirar las mesas, nos levantamos en busca del coche y hablamos.

Por el camino de vuelta visitamos dos pueblos, una vuelta rápida, y hablamos.

Antes de despedirnos, tomamos un algo fresco en una terraza con brisa reconfortante, y hablamos.

A los dos días, en el libro que leo me llama la atención un párrafo: “Para pasarlo bien no es necesario mucho. Una buena conversación es capaz de llenarnos de paz y dar la serenidad que buscamos.”

Define certeramente lo que fue nuestro “plan de chicos”.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

Dormía con la misma intensidad que vivía

Dormía con la misma intensidad que vivía

Ramón es un tipo al que la vida no se lo ha puesto fácil; algo tiene que todos le quieren. Trabajó en cuanto pudo para mantener su familia a la que pronto le faltó el padre y estudió todo lo que el cansancio le permitía. Llegó a la universidad en el turno de tarde y conoció a Lola en el segundo año de carrera. Se casaron jóvenes con la prisa de los que se quieren y la ilusión de formar una familia generosa. Pasaron cuatro años y el matrimonio seguía sólo, con el sufrimiento de la falta de la compañía que tanto anhelaban. Por fin llegó Teresa y a continuación Javier; con el tercero, Ramón empezó la segunda carrera para garantizar un mejor futuro para los suyos, mientras el trabajo le lanzaba de un punto a otro por medio país; el piso se quedó pequeño con la cuarta y el quinto vino con las llaves de la nueva casa bajo el brazo. Allí llamaron a la puerta los siguientes hasta que el matrimonio y los once hijos se hicieron la foto definitiva para el carnet de familia numerosa. Intercalados con los hijos, el padre de Lola y la madre de Ramón también encontraron acomodo en el hogar.

Piluca lleva el número 8 en la camiseta del equipo familiar; genio inconformista, líder en su clase de 3º ESO, adolescente en pleno apogeo. Quiere ser buena pero mejor no recordárselo; juega a ir de mala y lo hace fatal. Cuando sube, querría bajar; y cuando va le apetece volver. La otra noche nos dio la cena, contaba Ramón. Se enfadó con nosotros, con sus hermanos, con el mundo: el motivo era Moisés, el de la biblia. En la mesa nos interpelaba ¿porqué la Iglesia no ha hecho Santo a Moisés? ¿eh? a ver ¿porqué?  a otros sí y a él no ¿porqué? A Ramón no le ha pillado falto de experiencia, pero reconoce que ésta es distinta y le exige técnicas nuevas. Utiliza la de callar y esperar que escampe; le pone mucho cariño y algo más de paciencia. Acabó la cena enfadadísima porque en aquella casa no se puede dialogar, que son como paredes y que para eso mejor se iba a dormir. Y se encerró en la habitación con un sonoro portazo. Ramón dejó pasar unos minutos, le hizo un guiño a Lola y subió a la habitación; llamó con suavidad y entró sin esperar respuesta. Piluca, hija, ¿¡qué quieres!? Sólo recordarte que no te has lavado los dientes ¡ni pienso! ¡y tampoco voy a rezar! Bueno, tu verás, pero si no te lavas los dientes, te pueden salir caries, ya sabes lo que ha dicho el dentista de cómo tienes la dentadura ¡me da lo mismo! ¡y tampoco pienso rezar! Ramón se esforzaba por dar un tono serio a la conversación, lo más que podía en aquella situación tragicómica. Con las caries se te puede caer un diente y estarías muy fea; ¡como si se me cae toda la dentadura! Sería una lástima ver a una chica tan guapa como tú y sin dentadura, pero ya eres mayor para saber lo que haces. Volvió sobre sus pasos al salón y se sentó como quien lee el periódico a la espera de acontecimientos. Podía utilizar el aseo de arriba y pasar desapercibida, pero quiso usar el que está junto a la cocina. Con la toalla y el cepillo en la mano, Piluca pasó por detrás de su padre sin decir palabra, arrastrando los pies por si no se había enterado. Cuando la oyó entrar de nuevo en la habitación, dejó el periódico, subió el primer tramo de escaleras y la llamó ¡hija! ¿¡que quieres!? Te vas a dormir y no me has dado un beso; ¡pues te aguantas! ¿cómo puedes tratar así a tu padre? Mira, yo he subido la mitad, te propongo que tú bajes la otra mitad; unos segundos largos, se abrió la puerta y Piluca apareció confusa, lenta, como quien no quiere lo que quiere, y llegó hasta la mejilla de su padre; el padre se dejó querer, la tomó del brazo delicadamente y la acompañó sin prisas saboreando aquel momento; arrodillados al pié de la cama, rezaron juntos como hacían cada noche. Después, desde la cocina la oyeron hablar con su hermano como si nada hubiera pasado; sonó la guitarra y cantaron su canción preferida.

Con todos acostados, Ramón y Lola se alargaron en la sobremesa; la hora, el silencio, la luz tenue, facilitaban una conversación tejida sin prisas, más de oír que de hablar, atento al otro que se abre natural, sin adornos; y valía la pena escuchar palabras que llevaban premio.

Antes de ir a dormir, Ramón pasó por las habitaciones a disfrutar del último instante. Piluca, con la sonrisa en los labios, dormía con la misma intensidad que vivía.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

El hospital más cercano

El hospital más cercano

Conocí a Pepe y Lucero por motivos de trabajo hace unos cuántos años. De la relación profesional pasamos a la personal y ahora nos une una sincera amistad que procuramos alimentar.

Estuve tomando café en su casa como tantas veces; ese día estaban solos, los hijos ya habían salido cuándo llegué, cada uno con su plan. Quizás por eso la conversación derivó a temas más de fondo, propios de un matrimonio que procura educar a los hijos con la palabra y el ejemplo. El buen ambiente familiar que han conseguido en casa se palpa cuando están todos. Pero eso no les evita dificultades y disgustos, precisamente porque quieren que sean libres y responsables.

Lucero contó lo que le había pasado con Isabel, la mayor de las hijas. Esa tarde tenía clases en la universidad y entreno con el equipo de básquet; como no habían coincidido en todo el día, decidió esperarla y, al menos, verle la cara y darle un beso. El día en el trabajo había sido pesado, les tocó limpiar a fondo unos despachos recién reformados y quería acostarse pronto. Aun así, se sentó con ella a la mesa mientras cenaba: te acompaño unos minutos y me voy enseguida que estoy muy cansada. La veía comer con ganas, el pelo mojado, la cara radiante; mientras la contemplaba orgullosa, Isabel levantó la vista y la pilló embobada: mamá – ¡ah, dime!… y arrancó una conversación íntima, pausada.

Isabel conoció a Pedro haciendo voluntariado en el comedor social de unas monjas; coincidieron varias veces y empezaron a salir. Llevan dos años de noviazgo: mamá, yo le quiero, pero hay actitudes suyas que me inquietan y no me gustaría que las mantuviera si llegamos al matrimonio. Es así desde el principio; confié que con cariño mejoraría, pero sigue igual.

El ambiente de la noche, la escucha atenta, las miradas, algún suspiro y por momentos los ojos llorosos, no consiguieron detener el tiempo. Se asustaron al ver el reloj de la pared y decidieron cortar; había que dormir si al día siguiente querían ser personas. Un abrazo intenso puso el punto final al día ¡gracias, mamá! buenas noches.

Y ¿qué ha pasado después? añadí curioso. No le he vuelto a preguntar; tiene que ser ella la que tome la iniciativa. Sabe que somos el hospital más cercano, para prevenir y para curar. Así les educamos, aunque a veces a nosotros también nos cuesta, no te vayas a pensar.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

23 de enero de 2022

Ella

Ella

Dejo el coche en el garaje con ganas de llegar a casa y relajarme; sobre todo darle un abrazo. El día en la oficina ha sido intenso y tenso. Salgo del ascensor y pienso en ella. A primera hora de la tarde me ha llamado ¿a qué hora llegarás? Querrá contarme algo, compartir una alegría o un disgusto. Me entran las prisas.

Delante de la puerta respiro hondo tres veces, hago reset y limpio la mente. Visualizo su cara, eso me llena el corazón de alegría y me ilumina la cara con una sonrisa. Me arreglo la corbata, estiro un poco la americana y entro. ¡Hola! ¡hola!… no hay respuesta. Avanzo por el pasillo, abro todas las habitaciones, no está. Noto la amenaza de tormenta, de crisis emocional ¿cómo es posible que no esté?

Entro en la cocina, la mirada se va directa a un papel pegado en la nevera, escrito con letras grandes: he salido un momento a comprar, no te quites la corbata, vuelvo enseguida ¡TE QUIERO!

Cierro los ojos, imagino el abrazo, me quedo bobo y ahí me encuentra ¡anda, míralo! ¿por qué no respondes, qué haces?  Pues … es que te estaba diciendo que … yo también ¡TE QUIERO!

16-12-19

Relato inspirado y dedicado a Ignacio y Lola, que el día 5 cumplieron veintidós años de novios. Recuerdan con todo detalle el momento, lugar y circunstancias en que se puso en marcha su calendario particular, donde también tienen remarcada la fecha de la boda y el nacimiento de cada uno de los tres hijos. No todo ha sido de color rosa, pero han sabido mantener viva la llama que aquél día encendieron; esa llama que hoy sigue chisporroteando por sus ojos cuando se miran y que calienta los abrazos cuando al final de la jornada se encuentran.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader