Un labrador de mi pueblo

Un labrador de mi pueblo

Estos días he recordado el viaje que hace un año hice a Salamanca.  Me habían invitado a la clausura de un Congreso de alumnos de Bachillerato que tendría lugar el último sábado de marzo, en la sede de la Universidad Pontificia. Acepté encantado, también movido por la curiosidad de conocer de cerca lo que unos chavales jóvenes pueden decir sobre el tema del congreso “La felicidad en tiempos difíciles”.

La mañana estaba fresca, de cielo limpio y soleada; conducía sin prisa, con ánimo de dejarme empapar por la naturaleza que me envolvía. A ratos bajaba la ventanilla para que el aire limpio refrescara el interior y me despejara, respiraba hondo y dejaba correr la vista por los sembrados incipientes que a derecha e izquierda unían la carretera con el horizonte, pintando de verde el paisaje.

Cerca de Peñaranda, en una de aquellas rectas eternas sin final, un tractor labraba en paralelo a la carretera. Lo estuve observando mientras me ponía a su altura y después a través del retrovisor: me fijé en la marca del tractor, calculé la potencia que podía tener, el número de rejas del arado, la profundidad de los surcos que abría en la tierra.

Y del interior de aquella tierra que el arado dejaba al descubierto, surgieron los recuerdos. Me acordé de un labrador de mi pueblo, fallecido a principios de este siglo, al que le debo mucho. Era hijo de labrador, nieto y bisnieto de labrador; pero él no quería ser labrador. Se escolarizó tarde, cuando la República inauguró la Escuela Nacional en el pueblo, y la dejó pronto, a los diez años, porque había que ayudar a su padre como un campesino más. En sus sueños juveniles imaginó una vida alejada del campo, abriendo una brecha en el estrecho horizonte que la tradición familiar le dibujaba. Cuando su padre murió joven, consideró que, de momento, su sitio estaba allí, arrimando el hombro junto a su madre y sus tres hermanos para reponer a la familia de la sacudida inesperada. En eso estaban, no habían pasado dos años y un virus maléfico se llevó también a uno de los hermanos, dejando la familia de nuevo maltrecha, a punto de casarse el mayor y con el menor en la mili. En ese momento decidió cortar el hilo del globo de las ilusiones y redefinir su futuro asumiendo la responsabilidad familiar que la vida le ponía delante: su oficio sería el de labrador y el campo su socio en comandita. Alimentó su inquietud cultural con frecuentes lecturas, con gran facilidad para la geografía y la historia, con la que entretenía a sus contertulios en las veladas familiares. A la vuelta de unos ejercicios espirituales incorporó a Dios en su vida y la recorrieron juntos hasta el final. Por amor a su pueblo y espíritu de servicio, aceptó encargos de responsabilidad en instituciones locales, tanto civiles como religiosas, a las que dedicó mucho tiempo y desvelos.

Sentado en la sala donde los grupos exponían sus trabajos, me admiraba como aquellos quinceañeros se desenvolvían con soltura y hablaban con desparpajo, lanzando propuestas de calado que removían el interior de cada uno.

Cuando me llegó el turno de dirigirles unas palabras, les felicité por dedicar un sábado a formarse como profesionales y como personas; les dije que ese es un buen camino para mejorar la sociedad y eso lleva a la felicidad que se proponía como lema del congreso. También les dije que la felicidad sale al encuentro cuando no la buscas para ti si no para los demás, con generosidad y espíritu de servicio. Les podría haber dicho, aunque no lo hice, que esto lo había aprendido del labrador de mi pueblo, del que me había acordado en el viaje; y que yo lo tengo siempre bien presente, porque ese labrador es mi padre.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

03/04/24

Un día en tu ausencia

Un día en tu ausencia

Abrió los ojos antes de que sonara el despertador. Ese día no había clases y las empleadas de cocina también hacían fiesta. Pero el cuerpo arrastraba la inercia de los días de trabajo y le envió una señal por si se había quedado dormida; además, el gato no entendía el calendario laboral y allí estaba pidiendo el desayuno como cada mañana. Le sirvió como un señor, con una caricia de propina y volvió a la cama. El sueño flotaba a un palmo de su cabeza como una nubecilla que no acaba de descargar sobre sus párpados; aunque los tenía cerrados permanecía despierta.

Dio media vuelta, se ajustó el edredón. Pensó en él; casi veinticinco años juntos y no se acostumbraba a su ausencia, aunque se repetían al menos una vez al año por asuntos de trabajo. “Me acostumbraré” pensó la primera vez y no quiso decir nada para no hacerle sufrir, pero su cara era un poema y se lo notó nada más volver. No hacían falta palabras, en la otra orilla la situación era una fotocopia y se lo dijeron todo en un abrazo.

Se levantó con el rezo que abre el día; mientras calentaba el agua repasó las habitaciones. La mayor en la universidad, los dos siguientes en el trabajo; la pequeña dormía profundamente con el reloj biológico apagado y también el digital. La besó suave, la tapó con delicadeza. “Hay que cambiarle el colchón, se le ha quedado corto”.

Sentada frente al balcón con la taza caliente entre las manos, se mojaba los labios con la infusión. La bruma matinal se había deshecho con los primeros rayos de sol; la panorámica desde la altura de un noveno se extendía de norte a sur, dejó vagar la vista por encima de la silueta de la ciudad y fue a su encuentro. Oyó su voz sin ver su rostro, le contó los planes de “un día en tu ausencia”.

Dejó el desayuno preparado para la dormilona y salió a comprar. En la parada se encontró una vecina que la distrajo con su conversación hasta la entrada del supermercado. Delante de la estantería, llamo al hijo para aclarar una duda; también se acordó del encargo de la mayor. Para la pequeña se llevó un postre especial pues especial era el día ya que iban a comer juntas y solas. Y para la segunda, una crema que le hacía falta, aunque no se la había pedido.

De regreso pidió parada nada más subir la cuesta, así andaría un poco. Atravesó la plaza, entró en la iglesia y arrodillada en el último banco pidió por cada uno de ellos; añadió una compañera de trabajo, una amiga, su hermana y una vecina de la escalera de al lado, cada una con lo suyo.

A punto de entrar en el portal le sonó el teléfono; lo había guardado entre las bolsas de la compra y tardó en encontrarlo. Al mirar la pantalla, el corazón le dio un sobresalto; no lo esperaba, a estas horas, pensó lo peor. “Me han cancelado una visita y tengo unos minutos para saludarte. Se me hace largo esperar hasta la noche” Le salió un suspiro hondo antes de articular palabra y se le dibujó una sonrisa en la cara que llamaba la atención. Saludó al portero bajando un instante el teléfono; en el ascensor la cobertura no era buena, no quiso arriesgarse a perder la llamada y lo detuvo tres pisos antes. Se sentó en el rellano, sin notar que el mármol estaba frío o tal vez le daba igual. “Adiós… yo también” Colgó, pero sin moverse de aquella postura. Un minuto después, la puerta de un piso por encima la devolvió a la realidad. De pie, se estiró para desentumecerse, respiró hondo y acabó de subir hasta su rellano. Al entrar en casa saludó “He hablado con papá” … “quería saber lo que hacemos un día de fiesta en su ausencia”.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

13/03/24

Tan fácil

Tan fácil

Los conocí un atardecer de invierno cuando salían del portal, riendo con brillo en los ojos como quien está con quien quiere estar, más que ninguna otra cosa en la vida; lo demás era lo de menos. Era viernes y como cada viernes quedé con José Luis para apoyar una actividad deportiva que se organizaba en las instalaciones del colegio con chavales del barrio. Al acabar le llevé a casa y en la puerta coincidimos con su hija y el novio, dos universitarios que se ponían el mundo por montera y el horizonte se les quedaba pequeño de las ganas de vivir que tenían. Me los presentó, fue una conversación de un instante y con la oscuridad de la noche no grabé bien sus rostros.

Una mañana de primavera regresaba de una gestión en el banco y al cruzar el vestíbulo en dirección al despacho, un matrimonio joven que estaban sentados esperando se levantaron y vinieron a saludarme. Se debió notar mucho que no acertaba a identificarlos en mi base datos interior; fueron unos segundos incómodos hasta que ella se adelantó a sacarme del atolladero: “soy Lucía la hija de José Luis; mi marido Dani. Hemos venido a pedir plaza para Pilar, nuestra primera hija; no queríamos marchar sin saludarte”. Habían pasado unos años desde aquel encuentro exprés y, aunque su padre me iba contando sobre ellos y el resto de la familia, la grabación de aquel atardecer de invierno se había difuminado.

Fue el inicio de una amistad de las que dejan poso, con encuentros entrañables, conversaciones íntimas y momentos duros compartidos. El segundo, Javi, nació con una enfermedad no diagnosticada y la fueron conociendo a base de sustos. Detrás vendrían Santiago y Nacho con embarazos complicados que minaron la salud de la madre. Pero si de algo iban sobrados en aquella casa, era de alegría. De comodidades andaban más bien escasos, pero la vivienda que un día estrenaron, cuatro paredes desnudas, la habían convertido en hogar a base de darle la vuelta a los contratiempos, de poner cada día un detalle de cariño en cada uno; y por eso todos querían volver allí cada tarde.

Un sábado me llamó para tomar un café a eso de las seis; venía de dejar la pandilla en casa de los abuelos y quería darle tiempo a ella para que se arreglara. Habían quedado para salir a cenar. Faltaba una hora para pasar a recogerla y me confesó que ya notaba el cosquilleo en el estómago como cuando novios, que esos nervios antes de verla habían madurado, pero no desaparecido; habían mutado la fogosidad en intensidad y sólo se calmarían cuando le diera un abrazo. Nos despedimos y me quedé embobado viéndole marchar.

Al poco vinieron a una conferencia para familias; llegaron cuando el ponente se estaba presentando y se sentaron tres filas delante de mí. Aquel tipo hablaba bien, lo que decía interesaba a los asistentes, nos cautivó enseguida; al referirse a la familia dio unas pautas para el trato con los hijos, que también sirven para el matrimonio: reíros juntos (se miraron y sonrieron); sed los mejores amigos (ella apoyó la cabeza en su hombro); haz que se sienta apoyada (puso su mano sobre la de ella y la apretó); asegúrate de que se siente querido (le dio un beso en la mejilla). Les esperé a la salida ¿qué nota habéis sacado? ¡Un diez! Y, una vez más, se rieron mirándose a la cara.

Ella me cogió del brazo y me apartó un poco para decirme : pero es que con Dani ¡es taaaan fácil!

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

06/03/24

La boda y los almendros en flor

La boda y los almendros en flor

Se casaron a mediodía del último sábado de enero; hubo un poco de nervios porque la semana anterior estuvo lloviendo y con temperaturas bajas. Pero es que el clima había querido colaborar con el festejo anticipando el trabajo para luego tomarse unas vacaciones hasta después de la boda. Les regaló un despertar de cielo limpio y sol de primavera que caldeaba el ambiente; hasta los jardines daban síntomas de querer unirse a la fiesta.

Aquella mañana acompañé al novio y sus padres desde primera hora; en casa reinaba un sorprendente estado de serenidad que facilitaba el trabajo de la fotógrafa. Salimos a la calle cuando el reloj de un campanario cercano difundía por el barrio el toque de las doce. El trayecto en coche fue con la máxima prudencia, como quien avanza con un objeto delicado entre las manos; dentro, sin embargo, la conversación era distendida y relajada, alimentada con los asuntos que nos llamaban la atención por el camino. ¡Mira un almendro en flor! La madre señaló un jardín a la derecha y aflojamos la marcha para disfrutar de sus flores blancas. Entramos en la plaza que abraza la iglesia con el sol a nuestra espalda; su luz dorada hacía más esbeltas las dos torres que flanquean la fachada. El semáforo nos dio el tiempo suficiente para observar los invitados que ya ocupaban las escaleras de la entrada atentos a nuestra llegada, aunque me perdí el recibimiento por no interrumpir el tráfico más de lo imprescindible.

Roger vio llegar a Teresa desde el presbiterio con la sonrisa que le caracteriza y un brillo en los ojos que competía con las lámparas que cuelgan sobre el altar. El encuentro de los novios, arropado por las voces de un coro magistral, nubló los ojos de cuántos fui capaz de alcanzar con la mirada, incluidos los míos. Y desde ese momento hasta la salida, los dos vivieron con intensidad la ceremonia que envolvía su sí ante Dios y ante los presentes, desde ahora y para siempre. Tuve el privilegio de firmar como testigo de ese “sí”, y también podría haber añadido otros muchos que se han dado durante el camino del noviazgo, para superar miedos, dudas y reafirmarse en el amor que quieren vivir como entrega.

La inquieta espera a la salida del templo se transformó en explosión de alegría cuando su figura se recortó en el contraste entre la luz de la calle y la oscuridad de la nave. Cuando el sacerdote les dijo “os declaro marido y mujer”, notaron que la felicidad les corría por las venas y ahora la querían compartir con todos los que les arropaban. Así fue en ese momento, y siguió durante la tarde y hasta que bien entrada la noche se marcharon los últimos invitados y los camareros apagaron las luces. Tuvieron palabras y gestos de cariño para cada uno de los presentes en un continuo ir y venir por las mesas; también para los ausentes que les acompañaban a distancia, en la tierra y desde el cielo. Así son ellos, de los de tú primero, de esos que el yo casi no lo conjugan.

Los recuerdos que los primeros días revoloteaban con la alegría de lo vivido, poco a poco se reposan a medida que se alejan de aquel momento. Los afanes de cada día los cubren hasta que una ráfaga entra impetuosa y los remueve para hacerlos presentes de nuevo. Es lo que me ha sucedido hoy que he visitado el parque la Quinta de los Molinos y he paseado por en medio del espectáculo de color que ofrecen los almendros en flor.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

21/02/24

Tener y no tener

Tener y no tener

Durante una excursión de pesca, el director de cine Howard Hawks se apostó con el escritor Ernest Hemingway, a que era capaz de hacer la mejor película con la peor de sus novelas. La oportunidad se presentó en 1944 y llevó a la pantalla la novela “Tener y no tener”. Han pasado ochenta años y la película sigue seduciendo por su mensaje, por la maestría narrativa del director, por los diálogos, por la música y, sobre todo, por la presencia de Humphrey Bogart y Lauren Bacall, unos monstruos de la interpretación que sólo con la mirada desbordaban cualquier gesto.

Cuando la vi, una de las escenas me removió del asiento. Puedes ver los 30” que dura pinchando “aquí” y además copio el diálogo:

  • Steve: “anda alrededor mío, adelante Slim, anda alrededor mío”. Ella recorre un círculo a su alrededor sin encontrar obstáculos. “¿Has encontrado algo?”
  • Slim: “no, no Steve, no hay cuerdas que te sujeten… todavía”.

La escena hizo saltar el candado que cierra el baúl de los recuerdos almacenados al fondo de la memoria y lo vi como una secuencia más de la película. En 1974 hice el COU en turno de noche en el Instituto Xaloc, para poder compatibilizar con el trabajo en el Banco. Por entonces el director era D. José Antonio, hombre culto con fama de carácter inglés. Un día iba por el patio y dos alumnos se estaban peleando en un tono algo más subido de lo habitual. A un gesto suyo se separaron y habló con cada uno de ellos a solas. Al más revoltoso lo llevó hasta un árbol delgado en medio del parterre y le dijo “quedas atado al árbol por este hilo invisible” mientras le hacía el gesto desde la muñeca al tronco. Y allí quedó el chaval aguantando las burlas de los demás chicos, sin moverse. La historia acabó bien; cuando volvió D. José Antonio, el alumno se llevó una felicitación por su comportamiento y quedó liberado de la atadura virtual.

Si por entonces el chaval hubiera visto la película, habría entendido la coletilla al final de la respuesta de la chica. Hasta ese momento él era como el Steve de la escena y fue el director del colegio quien le suprimió el “todavía”. A partir de aquel momento ya sabía lo que era estar atado por un hilo o una cuerda invisible; en lo sucesivo podría detectar aquellas ataduras que no se ven, pero se notan; distinguir que unas las elegimos y otras no las rechazamos. Y comprobar que unas son buenas y otras no tanto.

Hay ataduras buenas, decididas con libertad, que suponen compromiso, entrega, que dan sentido a la vida. Muchos ejemplos se me hacen presentes, de personas entregadas en el matrimonio, en la vocación a Dios o en proyectos y causas en favor de otras personas. De entre todos, me quedo ahora con el de aquella religiosa de setenta y siete años; mientras nos enseñaba el colegio que llevaban en la periferia de la capital, me decía: “Conocí a la madre Fundadora a los 14 años y desde entonces lo tuve claro; cuando cumplí los 20 me confió el inicio de una misión en Suramérica ¡qué locuras! He sido muy feliz… ¡Soy muy feliz!”

Una novela mediocre, una gran película, un recuerdo, una persona feliz… todo por “tener y no tener”.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

07/02/24