Tú,chaval, eres Navidad

Tú,chaval, eres Navidad

Cuando se acerca la Navidad, los buenos deseos impregnan el ambiente; en las despedidas es frecuente que hablemos de paz, felicidad, alegría. Pero luego, pasar del dicho al hecho ya nos cuesta un poco más; nos gustaría acertar con la tecla adecuada para convertir los deseos en realidades. Por eso nos alegra encontrarnos con una persona que encarna alguno de los buenos propósitos que tenemos; nos ayuda mucho más el comportamiento de quien está a nuestro lado que las buenas recomendaciones. La sabiduría popular lo recoge en aquella expresión de que el mejor predicador es fray ejemplo.

Al día siguiente de Navidad me invitaron a comer como uno más de la familia; así me sentía cada vez que entraba en aquella casa. El menor de los hijos había pasado mala noche, se sentó a la mesa arropado por las abuelas a izquierda y derecha. En los extremos presidían el padre y la madre, ella cerca de la cocina. Dos hermanos con sus esposas y una hija completaban el grupo.

Algo le había sentado mal de la comida del día anterior, por la noche se tuvo que levantar con urgencia y el estómago revuelto le dio la lata, durmió mal y poco. La mañana la pasó sin desayunar y repasando apuntes para los exámenes a la vuelta de vacaciones, de un tercer curso de ingeniería industrial algo espeso. Quiso estar con todos en la mesa, colaborar en poner y quitar, hablar y escuchar, hacer caso a los mensajes del estómago: hoy no toca.

Alto, moreno, pelo corto azabache, ojos negros, su cara se ilumina cuando sonríe y enseña los dientes blancos. Los consejos le llegan a oleadas cada vez que aparece un plato nuevo: «¿Quieres probarlo? Un poco te irá bien». «Déjalo, que no fuerce, es mejor que no tome nada». «Pues podrías hacerle una manzanilla, eso sienta bien». «Ésta crema caliente, le puede ayudar».

Y cada ola se deshace en espuma al contacto de su sonrisa, regresa al mar y se distrae en otro tema de conversación. Vuelve la calma hecha de sucesos recientes, noticias de actualidad; intervienen las abuelas con su entonces, un entonces de mucho curriculum que sobrepasa la memoria de la media de los presentes. Aparece el segundo plato, de nuevo se adivina otro envite, el movimiento del mar es tozudo, insiste: «¿Cómo vas, te notas mejor? Podrías comer un poco». «Una Coca-Cola dicen que va muy bien, desengrasa». «No, no, mejor agua con limón ¿te la preparo?». «Mira, tú haz caso a lo que diga el cuerpo, si pide bien, y si no pues nada”.

La sonrisa en él es gesto natural, acoge una a una las olas que llegan con un consejo en la cresta, lo recoge, deposita en el cesto de muchasgracias y la devuelve hecha suavidad a sumergirse de nuevo en el mar de la conversación.

Así hemos visto llegar una oleada, y otra y otra. Ha sido el primero en marchar, sale de viaje; con la bolsa a los pies se despide uno a uno y vuelve a recoger con atención el último consejo, de las abuelas varios. Su ausencia es de nuevo tema de conversación, ha salido airoso de la marejada de consejos y aún así todos están contentos con él, a nadie ha dejado ofendido ni molesto.

Son días en los que deseamos paz a familiares y amigos, cuando escribimos con motivo de la Navidad. He comprobado que a tu lado hay paz, porque la llevas en ti. He descubierto que tú, chaval, eres Navidad.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

La soledad del portero

La soledad del portero

Durante la comida en el trabajo, Pedro nos cuenta que su hijo Alberto de 7 años, ha empezado a jugar de portero con el equipo de fútbol del cole. Le enorgullece verle durante todo el partido muy bien colocado bajo los palos, siguiendo con atención las jugadas allá a lo lejos; los jugadores de los dos equipos parecen un enjambre que sigue al balón allí dónde esté. Dice que Alberto asume la responsabilidad de guardar la portería para que sus compañeros jueguen tranquilos y que, si al balón se le ocurre llegar hasta sus dominios, cuenten con él para no dejarlo pasar.

Nos enseña una foto y todos coincidimos en titularla “la soledad del portero”.

Por la tarde, de regreso a casa en el coche, me viene el recuerdo de cuándo a la edad de Alberto, salía corriendo del cole porque en casa me esperaban dos cosas: el beso de mi madre y la merienda. Lo primero me importaba menos que lo segundo; luego, con el tiempo, me di cuenta de que a mi madre le pasaba lo contrario. Mi hermano solía llegar antes, porque era mayor, corría más y también quería pillar la mejor parte de merienda; nunca discutimos por haber llegado antes a besarla, pero sí por diferencias de interpretación sobre a quién de los dos le correspondía uno u otro bocadillo.

Como el portero, mi madre pasaba casi todo el día sola, trabajando por y para los suyos. Nosotros no lo teníamos en cuenta, pero llegábamos a casa con la seguridad de que las cosas estarían hechas. Los compañeros de Alberto no están mirando a la portería todo el rato, pero saben que está bien defendida.

Dos o tres buenas paradas le sirven para justificar todo un partido sin moverse de su área chica, aunque después sólo se hable de quién ha marcado los goles. El trabajo de mi madre, de todas las madres, también tiene sus momentos de gloria cuando los hijos llegan a casa y se encuentran, entre otras cosas, la merienda preparada.

Son tiempos en los que el esfuerzo, el trabajo, la generosidad o la entrega, tienen dificultades para pasar de las palabras a los hechos. Por eso, desde aquí mi felicitación a Pedro por estar orgulloso de su hijo, un chaval que habitualmente pasará desapercibido y que, si es capaz de asumir un puesto poco brillante pero útil y eficaz, será porque en casa tiene un buen ejemplo… o dos.

 

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader