Despertar

Despertar

El pueblo tiene esas cosas, a las buenas me refiero. Subo a la terraza para saludar el despertar del nuevo día y me encuentro con un espectáculo de color, música y movimiento que me retiene absorto. Respiro hondo el fresco de la mañana, apoyado en la barandilla metálica de barrotes claros y sencillos, desde donde la vista se escapa recorriendo la plaza, paseando por encima de los tejados para acabar escondida allá donde parecen unirse lo divino y lo humano.

El sol despuntando fiel a su cita temprana, se adivina en los rayos que resaltan los copos de algodón suspendidos del firmamento, nubes blancas tiznadas de rosa tibio, anticipo de la tormenta que se formará a medida que avance la mañana. La paleta multicolor me ofrece variedad de contrastes: el del verde barandilla repintado cada primavera por mi madre con el verde de los cipreses que rodean la plaza y sujetan el cielo a la tierra; el de la piedra arenisca de la fachada con el gris hormigón de las gradas; el de los tejados viejos con los nuevos que dibujan en el horizonte una línea nítida de separación entre lo terrestre y lo celeste; el del azul limpio del firmamento que nos envuelve por encima de las nubes con el del terrazo rojizo del suelo.

En un suave barrido de izquierda a derecha, la mirada recorre el cuadro que me ofrece la naturaleza y se detiene un momento en las pinceladas que resaltan los colores. Sólo el movimiento y el canto de los pájaros distraen la atención y despiertan el afán de abarcar el color, la música y la animación en un solo impacto. Las golondrinas, vencejos y palomas se pasean de aquí para allá, llenan el ambiente con la algarabía de sus trinos y ocupan el espacio con el vuelo inquieto de idas y venidas mil veces repetidas.

Las palomas en el tejado del campanario de la iglesia del convento al otro lado de la plaza, se pasean en parejas con el arrullo celoso, propio del ritual conquistador. El ruido imprevisto de una moto las espanta, salen en bandada aleteando agitadas hasta alejarse del peligro y recalan de nuevo en la casa vecina al cabo de un instante.

Los vencejos surcan el aire en movimientos rápidos y quiebros encadenados; intento seguir a uno y me pierdo. Van y vienen, suben y bajan, no descansan, inagotables; dicen que vuelan de modo ininterrumpido nueve meses al año. Les distingue una mancha negruzca en forma de medialuna, cola de horquilla y el chillido que emiten de continuo, breve y monótono

Las golondrinas descansan sujetas a la pared; se dejan caer para iniciar el vuelo desde abajo, enseñando su vientre blanco al pasar por encima de mi cabeza con un canto de gorjeos y trinos.

Así, siguiendo a unos y otros, cerrando los ojos para oír y abriéndolos para dejarme sorprender, parece que el reloj está parado, que el partido se ha detenido en un tiempo muerto; no hay prisa. Llegué ayer con mi madre, marcharé mañana y ella se quedará a pasar el verano. Leí que la familia es el lugar a donde siempre se vuelve; que uno sale a la calle, al mundo, al trabajo, a los amigos, pero después vuelves a casa, con la familia. El que tiene a donde volver, anda por la vida con una actitud distinta. Aquí, en esta primera hora de la mañana siento que he vuelto, porque esta escena que ahora me llena no es nueva y al revivirla hoy, vuelvo a casa.

Que la familia es el lugar donde tu ausencia no pasa desapercibida. Y aunque ahora la casa está vacía, oigo las voces que le daban vida, que me ayudaron a crecer y me acompañan con la huella que me dejaron; al recorrer las habitaciones me saludan ¿qué tal te ha ido? Y entonces estoy preparado para volver a la calle, al mundo, a los amigos.

Y en cuanto a los pájaros, digo yo que la explosión de júbilo habrá sido por verme; el caso es que no he reconocido a ninguno de los de antes. Debe ser que soy lento de despertar.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

12/06/2024

Corazón de melón

Corazón de melón

¡Melón, que eres un melón! me decía mi hermano cuando quería provocarme ante los roces habituales; me irritaba, lo tomaba como un insulto vejatorio que atentaba contra mi dignidad y, para defenderla, entraba al choque en el cuerpo a cuerpo con todo mi orgullo, pero las fuerzas eran proporcionales a la edad y siempre salía mal parado. Quizás por eso, estuve a punto de borrar el mensaje que recibí con el enlace a una canción que tiene por título “corazón de melón”, si no fuera porque Miguel Ángel que me conoce bien, escribía: “escúchala que te va a interesar; además, nada tiene que ver con la que cantaban las hermanas Benítez en una película de Cantinflas de 1958. Esta es de Marta Santos, una joven sevillana que ahora suena con fuerza y engancha con su ritmo.”

Por la tarde habíamos quedado en asistir a una jornada sobre “educar en la belleza”; aproveché el viaje para escuchar la canción y estar preparado por si surgía en la conversación. A la primera me dejé llevar por el sonido flamenquito a ritmo de guitarra y palmas; a la segunda descubrí que la letra tenía un mensaje de amor, positivo y vibrante, que sirve tanto para el amor humano como para el divino. A la tercera me sorprendí tarareando algunas frases:  “Ay corazón de melón, cuánto te quiero; ayer mientras dormía, te dibujaba en sueños” “Dime si bajaste del cielo, porque con tu sonrisa mi mundo es más bello” “Mi corazón ya no cabe en mi pecho, porque la vida ahora es más hermosa, te tengo a ti, eso es lo que importa” “Desde que tú llegaste, ya no he vuelto a ser la misma; me cambiaste los planes, tú me has hecho brujería” “Libre como el viento, sin remordimientos; y no tengas miedo a caer que todo tiene cura, aunque a veces duela, contigo siempre estaré”

¿Qué te pasa? Me preguntó Miguel Ángel cuando me vio llegar sonriendo; le hice un gesto de tocar palmas entonando ¡ay corazón de melón! y nos reímos los dos. El vestíbulo estaba lleno a la espera de que abrieran la sala. Me llamó la atención un tipo bajito de aspecto curioso por su indumentaria peculiar, a quien mucha gente se acercaba a saludar.

Después de las dos primeras intervenciones hubo un descanso. A continuación, presentaron al siguiente ponente y me puse en alerta dando un respingo en el asiento: era el señor del vestíbulo y resultó ser catedrático de estética. El presentador se alargó comentando su currículum y acabó citando el último libro que había publicado; presumió de tenerlo dedicado por el autor y dijo que lo conservaba como una joya.

Desde el atril, el conferenciante dedicó las primeras palabras a ese libro, para aclarar que es la primera vez que de manera monográfica había escrito sobre la belleza: “pero no vayan Vds. a buscar grandes planteamientos, porque en realidad el libro va dirigido a mi mujer. Ese año se cumplían los veinticinco de casados y era mi regalo de bodas de plata. Con el libro quería decirle básicamente “Mamen te quiero” y me salieron doscientas y pico páginas. No se nota, bueno Vds. no lo notarán, pero ella sí lo notó. Además, la portada son unas flores que ella cultiva con mucho cariño”.

Las alertas que se me habían disparado levantando una muralla defensiva, cayeron por los suelos en pocos minutos; en varias ocasiones volvió a citar a Mamen como alguien que está muy presente en su pensamiento y en su corazón. Con esos comentarios nos hizo reír, a la vez que por los poros de la piel transpiraba el cariño y admiración que le tiene.

La conferencia resultó muy amena; aquel tipo sabía mucho y lo decía muy bien. Pero lo que de verdad me impactó no fue su sabiduría, si no su corazón enamorado, un auténtico corazón de melón.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

29/05/2024

La tecla de suprimir

La tecla de suprimir

Desde hace muchos años colaboro con una Asociación Familiar que organiza actividades para chavales en el tiempo libre; es decir, para ellos todo el que transcurre desde que salen del colegio por la tarde hasta que vuelven por la mañana. En cambio, para las madres el verbo “tiempolibrear” no tiene cabida en su vocabulario. Y para los padres, pues muy parecido, pero con algún matiz; a su favor tienen que son ellos quienes se ocupan de las actividades, con más intensidad los viernes y el fin de semana.

En el curso 2016/17 inauguramos nueva sede, aunque la instalación estaba todavía por terminar. Los primeros viernes tenían la emoción de descubrir los avances materializados durante la semana. A finales de octubre, una tarde me llevé la sorpresa de que en una de las salas habían colocado una máquina de escribir Underwood como elemento decorativo, una auténtica maravilla en su momento y ahora. Con una prima hermana de ésta aprendí a teclear con soltura cuando me preparaba para opositar en un banco; teníamos la clase de mecanografía a las ocho de la mañana, el frío entorpecía el movimiento de los dedos y el golpeteo de las yemas con las teclas fortalecía el carácter y alguna otra cosa más. Fue muy popular durante la primera mitad del siglo XX; tiene el cuerpo de hierro fundido, esmaltado en negro, con el logotipo dorado y aberturas laterales para ver el mecanismo; resulta sólida y elegante.

Mientras me deleitaba con lo que veía y con los recuerdos que me traía, Alex entró como una exhalación huyendo de otro jovenzuelo que le perseguía. Era un adolescente en estado puro que desprendía energía por todos los poros de la piel, de mirada avispada, pelo negro liso que le caía por la frente y medio ocultaba los ojos aceitunos. Me miró, giró la cabeza hacia la mesa y preguntó sorprendido ¿Y esto qué es? Tardó un segundo en arrodillarse delante de la máquina; yo algo más en pensar por dentro aquello de “me alegro de que me hagas esta pregunta”.

Pero no dio muchas opciones a que le contara, porque con intuición y desparpajo empezó a usarla con bastante acierto, hasta que de repente se paró con las manos suspendidas en el aire a la vez que con la mirada recorría de lado a lado el teclado, se volvió con cara de extrañeza y exclamó con una mueca ¿dónde está la tecla de suprimir?

Respiré hondo para ganar tiempo y preparar una respuesta ajustada a sus entendederas. Quería decirle que en la etapa mecánica se usaba el típex para disimular las equivocaciones, pero que siempre quedaba algo de rastro; como en la vida, vamos, que los errores siempre nos dejan una señal por dentro o por fuera, depende del resbalón, y uno aprende a convivir con las cicatrices. En la etapa informática tenemos el riesgo de trasladar el borrado perfecto de la pantalla al mundo real y no aceptamos que somos imperfectos, que nos equivocamos y que avanzamos a base de rectificar y volver a empezar. La tiranía del éxito se cuela en el ambiente y la imaginación monta falsas ilusiones que nos desplaza al universo irreal que confundimos con el verdadero. Si lo que sucede no se ajusta a nuestros deseos e ilusiones, damos paso a la queja que, como música de fondo, marca el ritmo pesaroso de nuestro día. Soñar, imaginar, ilusionarse está muy bien porque nos mueve a luchar, a esforzarnos por nuestro proyecto personal; pero sin confundir el sueño con lo real. La vida tiene límites, imperfecciones, sombras, que lejos de desencantarnos nos han de ayudar a enamorarnos de ella tal como es.

Todo esto que pasó por mi cabeza como un relámpago, me pareció que se llevó varios minutos y me inquieté al comprobar que Alex seguía allí, arrodillado con la cabeza inclinada hacia arriba, esperando una respuesta. Le contesté “no tiene”, se conformó, dio por concluida la prueba y salió a la misma velocidad que había entrado. De pie delante de la Underwood, esbocé una ligera sonrisa y asentía con un suave movimiento de cabeza, orgulloso de todo lo que una máquina prima hermana de aquella me había enseñado, gracias a que no tenía la tecla de suprimir.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

15-05-2024

Un mal vicio

Un mal vicio

La primera vez que pasé junto a la valla, tuve la impresión de haber roto la armonía de aquella tarde tranquila de domingo estival. El perro vino a ladrarme desde el otro lado, los niños dejaron de jugar con el futbolín de plástico apoyado en cajas de fruta, la señora apartó la cortina con las manos mojadas para ver desde dentro de la casita de planta baja, el hombre barrigudo, adormecido en la hamaca a la sombra del único pino que cubría el diminuto jardín, levantó ligeramente el sombrero de paja que le protegía la cara de las moscas pesadas.

Sudoroso, jadeante, saludé con la cabeza intentando que pareciera normal que, en aquel lugar, en aquella hora y fecha, pasara un señor corriendo por la carretera. Estoy seguro de que no les convencí y, tal vez por eso, yo mismo pensé que a lo mejor no era tan normal.

En los días siguientes retrasé la hora, buscando una temperatura menos asfixiante. No encontré ese alivio, pero conseguí mejorar mis relaciones con el entorno. Ahora, cuando llegaba aquel punto de la carretera, justo al iniciar el leve descenso hasta el cruce, el pino alto de la casa pequeña me saludaba con el acompasado vaivén de sus ramas; el perro se acostumbró a mi trote apurado, primero dejó de ladrar y, después, ya no se movía de su refugio en la sombra. Los niños acabaron por saludarme con sus sonrisas sin interrumpir el juego. El señor, perpetuo asiduo de la hamaca bajo las ramas, recibía mi paso con indiferencia mientras veía la corrida de toros en la televisión portátil, merendaba o hablaba con la señora que nunca vi fuera de la casa.

La tarde del último día, al pasar por la casa pequeña del pino grande quería decirles con un gesto sin palabras “hasta la próxima”, que a lo mejor otro año volvería a pasar mis vacaciones de agosto en aquella tierra seca de sombras escasas.

Pero en aquel momento el señor orondo, desde la hamaca que le sostenía quejosa, hablaba a voces con la señora que como siempre estaba dentro, seguramente en la cocina. Cuando llegué a su altura, ella acababa una frase que no pude oír. Aquel buen hombre, sudoroso tal vez por el esfuerzo en las voces de la conversación, sentenció «¡pues eso es un mal vicio!». La frase retumbó en mi interior como el eco y me olvidé de la despedida. Seguí corriendo despreocupado del ritmo, mientras mi cabeza intentaba encontrar la explicación: ¡un mal vicio!… pero ¿cuáles son los vicios buenos? La pregunta quedó botando sin respuesta y decidí que, si al año siguiente volvía por allí, entraría en la casa del pino junto a la carretera y se lo preguntaría al señor de la hamaca.

Durante dos años seguidos asistí a un curso de verano en un hotel a las afueras de un pueblo de Murcia. De eso han pasado treinta años y desde entonces no se ha presentado la oportunidad de volver. Aunque la pregunta se quedó sin responder entonces, con el paso del tiempo y el cambio de costumbres a las que el cuerpo te obliga, me temo que ahora no la haría por si estaban hablando de mi afición a correr a aquellas horas de un mes de agosto por aquellos lugares, porque eso… ¡sí que era un mal vicio!

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

08/05/24

Un día en urgencias

Un día en urgencias

Ingresé en urgencias a primera hora de una mañana a finales de diciembre; de eso han pasado ya cuatro años. Me había roto el tobillo y los médicos decidieron operar. Había que esperar a que se produjera hueco en el quirófano y me advirtieron que podía pasar varias horas allí; acertaron con la advertencia.

Estuve distraído, aquel lugar no era apropiado para sestear o pensar en las musarañas. El trajín de las entradas y salidas, el ruido de los aparatos, los suspiros lastimeros y alguna voz fuera de tono, configuraban un cuadro de alerta permanente. El contrapeso lo ponía el personal sanitario que atendía la sala: aportaba calma, serenidad, amabilidad y cariño en cada una de sus intervenciones.

Recostado en la cama sin muchas ataduras, me entretuve en contarme la historia de los casos que me rodearon.

Como la de aquel tipo con pintas de indigente, tostado por las horas de sol en algún rincón al rebrigo del frío callejero. Aquel día se había pasado con la dosis mañanera para desentumecer los músculos, trastabilló al cruzar la calle y los municipales lo trajeron para que le curaran. Debía tener los huesos duros a base de dormir a la intemperie, porque nada se había roto. En cuanto se espabiló, discutió con las auxiliares y se marchó sin atender a razones. No debía ser la primera vez: ellas sabían su alias y él conocía bien el camino.

A media mañana ingresó una señora menudita de cara, pelo blanco y mirada serena; con cuidado la trasladaron a la cama frente a la mía. Cuando abría los ojos reflejaba entereza, pero los abría poco porque el dolor se los cerraba. La enfermera detectó la situación ¿le duele mucho? “sí” ¿viene con algún familiar? “no” ¿vive sola? “sí” Y se volcó con ella en detalles, aunque aquella buena mujer nada pedía. Debía tener algo serio porque se la llevaron enseguida, marchó con la misma paz que había llegado y de propina me dejó una muesca en el corazón.

Ya repartían la comida cuando entró un retablo de dolor en silla de ruedas, empujada por una señora que sobresalía solo un palmo por encima del hombre sentado. Se adivinaba que los años la habían disminuido, pero conservaba fuerza para empujar y agilidad manejar la situación. Los ¡ay! que salían de aquella garganta como saetas disparadas con cadencia programada, se clavaban en los oídos y alteraban los ánimos. Grande debía ser su dolor en aumento por momentos, porque las interjecciones se convirtieron en exclamaciones contra el mundo en general y contra quienes le atendían en particular, incluida su esposa. Ella le acariciaba, le repetía frases cariñosas al oído y le disculpaba ante los demás: “él no es así, es que le duele mucho; lleva toda la noche sufriendo hasta que nos hemos decidido a venir.” Y a las enfermeras “por favor no se lo tengan en cuenta, hagan lo que puedan para calmarlo”. Agotado por el dolor, se durmió bajo los efectos del analgésico. A su lado, la mujer le sostenía la mano y le limpiaba la cara con un pañuelo humedecido en colonia suave. Despertó, abrió los ojos y se encontró con una sonrisa que le estaba esperando: “hola, cariño ¿estás mejor?” Lo que se dijeron desprendía el aroma de un amor fraguado en años de matrimonio que ha superado numerosas dificultades. Bien se conocían y mucho se querían. De aquel corazón también salieron palabras de agradecimiento para cada una de las personas que le habían atendido y no dejó de pedir disculpas a todos repitiendo que, por favor, le perdonaran las molestias. Se marcharon a pie, despacito, empujando la silla vacía. En la puerta se dieron la vuelta y saludaron con la mano a quienes habíamos compartido con ellos aquel momento duro: el dolor une.

Estos días he pasado de nuevo unas horas en urgencias, ahora como acompañante. Nada cambia, solo las personas; el dolor que de modo inesperado se hace presente en nuestras vidas, la generosidad de los profesionales que les atienden y el cariño de los acompañantes, permanecen.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

24/04/2024