Como niños

Como niños

La llamada se alargó más de lo que esperaba; cuando colgué, los de secretaría ya se habían ido. Así que también di por concluida la jornada, ordené la mesa, cerré el despacho y pasé un instante por la capilla del colegio. En la puerta me encontré con Ramón y Blanca hablando con dos profesores mientras esperaban que uno de los hijos acabase el entrenamiento. Me incorporé al corro, la tarde primaveral invitaba a la cháchara sin prisas. Su hija Pilar de cuatro años se entretenía a nuestro lado haciendo piruetas; en uno de los intentos perdió el equilibrio y se dio un sonoro golpe en el suelo. Se levantó enseguida; nos miró uno a uno con cara de asustada, la boca cerrada y los ojos muy abiertos; como no lloró, di por supuesto que no había sido gran cosa y continuamos hablando. Sin embargo, Blanca reaccionó enseguida, la subió en brazos y se la llevó aparte, donde no las veíamos. Oímos llorar con fuerza y al poco regresaron de la mano; Pilar volvía a brincar como si no hubiera pasado lo que pasó. Blanca comentó “pobrecita, necesitaba llorar, pero le daba vergüenza hacerlo delante de unos señores que no conoce”.

Aquella capacidad de Blanca para ponerse en la piel de la niña y entender sus necesidades, me impactó de tal modo que han pasado treinta años y lo sigo teniendo presente. Sobre todo, cuando me cuesta comprender la actuación de los demás. Con los años, el cuerpo pierde flexibilidad, se hace rígido; y lo mismo le pasa a la mente si no la trabajas. Por eso es muy bueno el ejercicio de ponerse a la altura de un niño, el hacerse como niños. En estos días de Navidad el ambiente favorece que lo intentemos, que no se trata tanto de pensar en los regalos que nos hacían de pequeños, si no en dejar a un lado nuestros esquemas para comprender los del otro.

Algo así debió pasar durante la Primera Guerra Mundial, en lo que se conoce como la “tregua de Navidad”. En la víspera de la Noche Buena de 1914, militares de los dos bandos se hicieron señales de paz y salieron desarmados de las trincheras en un alto el fuego espontáneo que duró hasta el día siguiente a la Navidad, dejaron a un lado sus esquemas y fueron capaces de abrazar al contrario. Hubo intercambio de comida, regalos y ropa, jugaron al fútbol, se hicieron fotografías y cantaron villancicos, aunque no hablaban el mismo idioma. La celebración del nacimiento de Jesús pudo más que lo que les enemistaba y se hicieron como niños.

Cuando estos días visito belenes, recuerdo el gesto de Blanca y me ayuda a ponerme a la altura de su hija Pilar; así puedo entrar en las casitas que pueblan las montañas, correr entre las ovejas, beber agua del río, caminar con el zagal que lleva un presente y entrar con él en la gruta para adorar a Jesús como niños.

¡Feliz Navidad!

27/12/23

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

Que vengas tú (A Lucía por Navidad)

Que vengas tú (A Lucía por Navidad)

En casa ya tenemos el belén montado; es tradición que decoremos la casa y lo pongamos aprovechando el tiempo libre que nos deja el puente de la Inmaculada. En los días siguientes se remata algún detalle pendiente o incorporamos alguna innovación menor. Los artistas dicen que un cuadro nunca se acaba, se deja y ya está; así le pasa al belén.

Aún así, ayer volví a pararme delante para revisarlo y disfrutarlo. Paseando una vez más la mirada de derecha a izquierda, recorrí el camino estrecho que baja desde la montaña al valle, zigzaguea sorteando palmeras y rocas, cruza el río por el puente de madera y se ensancha antes de llegar a la gruta para acoger a todos los que se dirigen a ver al Niño cargados de regalos. Pero el Niño no está; tenemos por costumbre ponerlo en la Nochebuena.

Al contemplar la cuna vacía, me acordé de un artículo que leí en el periódico por estas fechas hace cuatro años y que llevaba por título “cuento de Navidad”: un tipo que iba a pasar él sólo la nochebuena, al llegar a casa se encontró con un mensaje que su hermana le había dejado en el teléfono. Acababa diciéndole “… y no hace falta que traigas nada, ni vinos de reserva ni champán del bueno, porque lo único que quiero es que vengas tú “.

Fui el primero en marchar de mi casa cuando empecé a trabajar en el banco con dieciséis años; allí se quedaban mis padres y los otros tres hermanos. En la primera Navidad me llevé la sorpresa de que los clientes traían regalos y el último día los repartíamos entre todos. Cuando me presenté en casa con botellas y turrones nunca vistos, la alegría de chicos y mayores fue tanta como la de verme llegar. En los años siguientes se esperaba este momento con ilusión; pero de verdad que no decían eso de “y lo único que queremos es que vengas tú” porque me esperaban y a ser posible bien cargado. Aquella emoción por sacar de la bolsa tanta sorpresa se quedó atrás con la madurez, cuando el tiempo te ayuda a poner el interés en las personas y vuelves a decir “porque lo que quiero es que vengas tú”.

Allí parado frente al belén con la mirada puesta en la cuna vacía, mientras hilaba estos recuerdos me entró un mensaje “Lucía operada, no han podido limpiar todo, pinta regulín. Ahora toca rezar”. En el colegio nos hemos puesto manos a la obra, y desde la primera familia hasta el último alumno, pasando por todos los profesores y empleados, pedimos por su pronta recuperación y que su sonrisa vuelva a iluminar el cole incorporada a su puesto en la Secretaría.

Lucía va por ti, porque para esta Navidad, junto con el Niño lo que queremos es que vengas tú.

20-12-23

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

LA CARA CANSADA DE MERCEDES

LA CARA CANSADA DE MERCEDES

Al entrar en la recepción oigo a Mercedes que se despide de Roberto ¡adiós corazón! y baja con cuidado los tres peldaños apoyada en el pasamanos. La veo alejarse despacio con el paso medido, mirando al suelo para asegurarse y levantando la vista cada vez que se cruza con alguien.

Mercedes es abuela y lleva en el colegio tantos años como el primero de sus nietos, el de la mayor de sus hijas. Después entró otro, de la segunda, y con él se convirtió para nosotros en madre del colegio, más madre que abuela porque la suple en todo lo que ella no alcanza. A la hija, los años de rebeldía en la juventud la marcaron con el zarpazo que deja el ambiente en el que se hundió. Mercedes tiró de ella con suavidad y firmeza, cariño y desvelo; muchas horas de inquietud, muchos días de incertidumbre, muchos pasos siguiendo el rastro tras ella. Y volver a empezar, una vez, otra y otra. Pero lo consiguió: sonó el timbre, abrió la puerta y allí estaban los tres, la hija y un par de regalos –niño y niña- que entonces cabían en el bolso de la compra.

Mercedes tiene un puesto de ropa en el mercadillo. Un día me paso a ver qué le compro, le dije en una ocasión. Me miró con su sonrisa habitual y me dedicó una mueca disuasiva a la vez que añadía: es quees ropa un poco hippy. Los años de crisis los hemos comentado paso a paso: no es que no compren ¡es que ni vienen! Han sido duros, pero Mercedes aparecía cada mes a traer algo de dinero, a dar la cara, a pedir un aplazamiento, a informarse de las becas; a veces consigue que le acompañe la hija en un intento de que se responsabilice de alguna gestión, de que lleve el papel que le ha pedido la asistenta social o cualquier otro asunto, pero no hay forma; ¡esta hija! se le escapa en un suspiro.

A las reuniones viene acompañada de su marido con el mismo interés que los padres de los compañeros del nieto. Paco vivía en la misma calle que Mercedes, estudiaron en el mismo colegio, compartían los mismos amigos, el mismo tiempo libre y se casaron jóvenes. De aquellos años, a Paco le queda el pelo cano y rizado recogido en coleta, la frente arrugada, la tez morena y el punto brillante de la arracada en la oreja. Cogidos de la mano pasean su cariño como el primer día y, de eso, ha pasado mucho tiempo.

La hija mayor se quedó sola un día al doblar una de tantas esquinas que tiene la vida; le echó ganas y horas al kiosco para sacar la casa adelante y un hijo precioso, hasta que la enfermedad la apartó de la circulación y el Ayuntamiento le retiró la licencia por impago. Peleó y recuperó la concesión, pero cuando volvió a subir la persiana del kiosco, las ventas no estaban por la labor y la tuvo que bajar definitivamente. Donde una puerta se cierra otra se abre y fue a la casa de la madre como si fuera la suya.

Mercedes me confió que su práctica religiosa anda bajo mínimos por circunstancias de la vida, pero que la llama de la fe en Dios sigue viva; a su modo habla todos los días con Él y le pide que esté siempre a su lado para que cuando a ella le faltan las fuerzas -que sucede de vez en cuando-, a su familia nunca le falte un apoyo. Y que lo nota, o de lo contrario sería difícil de explicar cómo ha hecho todo lo que ha hecho, porque ni las ganas ni las fuerzas han estado siempre a la altura de las circunstancias.

Faltan dos días para las vacaciones de Navidad. El colegio está en ebullición, hay que preparar los belenes, el festival y un sinfín de cosas más. La Secretaría es un trasiego continuo de alumnos, de profesores: me falta una cartulina, ha dicho D. Fulano que si tienen un rotulador, necesito un poco de cuerda… Entre unos y otros ha entrado Mercedes, despacio, sin ruido. Apoya los brazos en el mostrador como si descansara de la vida. Saluda con un ¡hola corazón!, nos mira con su cara cansada y reparte una sonrisa y una palabra afectuosa para cada uno. Volveré después de Reyes a ver si puedo traer algo de dinero; hoy sólo vengo a felicitaros las fiestas y desearos Feliz Navidad. Se despide y mientras la veo alejarse despacio con el paso medido, mirando al suelo para asegurarse y levantando la vista cada vez que se cruza con alguien, veo en ella la Navidad porque en su corazón hay sitio para todos, todo el año.

Descarga en pdf: La cara cansada de Mercedes

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

19 de diciembre de 2021

Elogio a un hombre amable

«Antonio es conductor de un autobús que une pequeños pueblos de una comarca castellana. Las aldeas que salpican el recorrido de su ruta están acostumbradas a oír su claxon. Al toque de la bocina, la gente levanta la mano para saludar al conductor, amigo cotidiano, o comenta con literal exactitud: «Ahí pasa el coche-correo» (como siguen llamando al autobús los vecinos de toda la vida).»

Así empieza «Elogio de un hombre amable» escrito por Dora Rivas y publicado en el semanario Alfa y Omega del 27-11-2008. Hoy, buscando otro asunto, lo he recuperado del archivo donde lo guardé y me ha emocionado tanto como entonces:

«He viajado varias veces en su autocar y he podido comprobar la multitud de pequeños gestos amistosos que Antonio realiza con total naturalidad. Por ejemplo, alguna vez ha trasladado unos metros la parada reglamentaria para hacerla coincidir lo más posible con el destino del viajero (no sé por qué me acuerdo ahora de las distintas advertencias de Nuestro Señor, para no matar el espíritu con la rigidez de la letra). Entiendo que estas licencias puedan permitirse en pueblos casi fantasmas y no en populosas capitales, pero el detalle sigue siendo igualmente valioso.

Nunca he visto a Antonio refunfuñar con nadie; esas discusiones por alguna tontería, entre conductor y pasajero, que presenciamos alguna vez en autobuses urbanos, son impensables en este autobús pueblerino, en el que los pasajeros hablan entre sí como si estuvieran en el bar, porque casi todos se conocen y siempre hay algo que decir. Antonio no interrumpe, y aunque es un hombre de pocas palabras, participa con breves y atinados comentarios cuando se pide su opinión. A veces se atreve con algún chiste para amenizar el viaje. Podría contar mil anécdotas para describir la amabilidad de este hombre: en una ocasión le vi cargar el bolso de un pasajero unos metros; no tenía por qué hacerlo, esa función no entraba en su sueldo, pero lo cogió con una sonrisa, quitándole importancia. Este extraño conductor prefiere perder algún céntimo, si no tiene vueltas exactas, antes que hacérselo perder al viajero.
Antonio acumula en su haber mínimas acciones de este tipo, más propias del caballero cortés de antaño que de un estresado conductor de nuestros días. Esta caridad en miniatura se manifiesta con gran belleza ante los ojos que la contemplan y es digna de gratitud.

Antonio lleva una estampita junto al parabrisas de su autobús, ahora no recuerdo de qué santo. Supongo que es un hombre religioso, porque los sencillos no tienen demasiadas dificultades para encontrarse con Dios, y sus constantes muestras de amor testimonian que ha conocido un Amor más grande, del que esos guiños son participación.

Es curioso, sin poner ninguna peli, este conductor ha logrado que mis viajes al pueblo sean mucho más agradables.»

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

El mendigo

El mendigo

Fue el 19 de diciembre de 2019. Salí del taxi con mi “movilidad limitada”; apoyado en las muletas, avancé poco a poco hasta llegar al portal del número 9, cinco minutos antes de la hora. Estaba cerrado. Miré hacia el panel de los timbres, buscando el piso del notario.

– ¿puedo ayudarle en algo?

Me giré, un mendigo zarrapastroso me ofrecía su mano con una sonrisa amable. Estaba a mi lado, con el gorro de lana que en su día fue amarillo, bien calado en la cabeza; el cabello largo desaseado; la barba enredada; la cara ennegrecida por el sol y la suciedad; una prenda larga a modo de abrigo.

– Pues sí; si es tan amable, llame al 2º A.

Sonó el zumbido de apertura, pero fui incapaz de mover el portón de hierro.

– Deje, deje, yo le abro.

Una vez dentro le di las gracias y me excusé:

– Disculpe, no llevo algo que pueda darle.

– Ni falta que hace, quédese tranquilo; hoy por ti, mañana por mí. Que tenga buen día y se recupere pronto.

Le vi alejarse despacio, arrastrando un carro de la compra con las ruedas desgatadas, donde llevaría sus tesoros. Le perdí entre tantas personas que pasaban por aquel trozo de acera amplia, todas con prisa, ocupadas en sus cosas. Él no tenía prisa para llegar a ninguna parte, ni cosas propias en las que ocuparse; en cambio, sí que tenía sensibilidad para detectar necesidades, porque convivía con ellas a diario; y un corazón agradecido para devolver tantos favores que le ayudaban a salir adelante.

Quedé un rato inmovilizado, impactado por lo que había vivido. En el vestíbulo, las luces del árbol parpadeaban y una suave música de villancicos reforzaba el ambiente de Navidad.

Reaccioné, volví a la realidad y me enfrenté a un pequeño tramo de escaleras antes del ascensor. Al coronar la última, me volví con la sensación de que el mendigo me había ayudado de nuevo a superar aquella dificultad. No estaba, pero tuve la seguridad de que su gesto me había dado fuerza para muchos días.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader