Vaya detalle

Vaya detalle

Salí con José Manuel con tiempo suficiente para llegar al hospital un buen rato antes de la hora que le habían citado. Le aconsejaron estar relajado en el momento de la prueba y que fuera acompañado; era algo molesta y podía tener efectos secundarios.

Una vez instalados, comprobé que en aquella sala de quirófano de día sólo citaban a los que se hacían el mismo examen. Todos los grupos éramos de dos personas, paciente y familiar. La rutina se repetía: salía la enfermera “¡Fulanito y familiar!” ¿es Vd. el acompañante del enfermo? Pasen por favor”. En el despacho nos explicó en qué consistía la prueba y el procedimiento. José Manuel pasó al quirófano y yo esperé en la sala.

Una vez finalizada, nos volvimos a encontrar, a la espera de que el médico nos explicara los resultados. Jose Manuel salió con gesto de dolor, pero se recuperó enseguida y entablamos conversación.

Al poco salió un enfermero empujando una silla de ruedas y unas muletas en la mano; en la silla un señor mayor con la cabeza ligeramente inclinada sobre el pecho y aspecto descuidado. En los brazos, el esparadrapo tapaba la señal de las vías que le habían quitado hacía un momento “¿familiar de Segismundo?” El enfermo dice algo que no se entiende bien. Vuelve a preguntar “¿familiar de Segismundo?”  El enfermo levanta un poco más la voz y le dice que no hay ningún familiar “¿está Vd. sólo? “. Segismundo sonríe un poco con pena: sí, estoy sólo. “Bueno, pues le dejo aquí y enseguida saldrá el médico que le explicará lo que tiene que hacer”.

En la sala, cada pareja pasa el tiempo como puede, los nervios de la prueba no permiten muchas alegrías. Segismundo no llama la atención, nadie se fija en él; espera en la silla de ruedas apartado en un rincón, las muletas apoyadas en la pared.

De nuevo sale otra enfermera y llama. En esta ocasión nadie responde, no hay movimiento en la sala. Mira a Segismundo y le pregunta “¿es Vd. Pedro?” No, no, soy Segismundo, dice levantando con esfuerzo la cabeza. La enfermera quiere asegurarse, le toma la documentación y lee sus datos. “Entonces Vd. es Segismundo”; sí, sí, así es. “Pero Vd. no tiene que esperar aquí, tiene que esperar en la sala azul, saliendo al pasillo dos más a la derecha”. Segismundo sonríe un poco con pena. “¿está Vd. sólo?” Sí, sí, estoy solo.

La enfermera respira hondo, recoge los papeles que lleva en la mano y los guarda en el bolsillo de la bata, cambia el gesto de la cara como si una luz interior se hubiera encendido y le dice con una sonrisa: “pues entonces Segismundo, Vd. y yo nos vamos a dar un paseo, le llevo”. Y desaparecen de la sala, girando a la derecha cuando salen al pasillo. La conversación ha sido tan natural, tan rápida, que nadie en la sala de espera se ha dado cuenta de lo ocurrido.

De repente me fijo en las muletas, las agarro y salgo rápido detrás de ellos; cuando les alcanzo, la enfermera va contándole una historia simpática y Segismundo sonríe.

De regreso, José Manuel ya está con el médico que le explica el resultado, todo bien gracias a Dios. Por el pasillo de salida, nos miramos ¿qué te ha parecido la enfermera? y hacemos un gesto de admiración ¡vaya detalle!

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

04/10/23

Tender la ropa

Tender la ropa

Cuando en invierno se echaba la niebla y estábamos varios días sin ver el sol, la cocina se convertía por la noche en un tendedero. El calor de la cocina de leña mantenía el temple y por la mañana la ropa amanecía seca.

Los demás días usábamos el del solonar (terraza cubierta y cerrada con un gran ventanal). La tarea de tender se la reservaba mi madre; hacía falta pericia para colgarla sin arrugas, además de ingenio para aprovechar bien el espacio. A nosotros nos encargaba retirarla, sin ahorrarse unos cuantos consejos cada vez. Sostener con una mano la camisa y retirar las pinzas de madera con la otra, era una habilidad que mejoraba con el tiempo; luego se dejaba sobre una mesa larga que teníamos a propósito, o sobre el respaldo de las sillas. Con las sábanas tenía más dificultad, porque mis brazos no alcanzaban de extremo a extremo y había que doblarlas sin que se arrugaran.

En el campo, mi tía Carmen tenía el tendedero detrás de la torre, al rebrigo del aire. En los juegos con mi primo José, nos encantaba aquel sitio para escondernos, ocultos entre las sábanas que colgaban casi hasta el suelo. A mi tía no le hacía ni pizca de gracia y nos lo dejaba bien claro; como, además, combinaba la dulzura y la fortaleza con maestría, era mejor que no te pillara jugando a indios en su territorio.

La tarea de tender la ropa nos resulta familiar desde el origen de los tiempos; novelas y películas de todas las épocas incluyen esta escena con frecuencia. También la puedes encontrar al pasear por algunas calles estrechas, sea en el Vallecas de Madrid o en el Trastévere de Roma, donde ves los tendederos de balcón a balcón; o de una fachada a la de enfrente, tapando la calle como las banderolas que ponen en los pueblos para la fiesta mayor.

Los electrodomésticos han modificado algunos usos y costumbres. Pero me da que éste no llegará a desaparecer. Algo así como si Dios, cuando despidió del paraíso a Adán y Eva, además de todo lo que les dijo hubiera añadido “… y también tendrás que tender la ropa”.

23/08/23

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

We Will Rock You

We Will Rock You

En los próximos días hará cuatro años que estuve en Roma para un curso de verano. No es la mejor época para disfrutar de una estancia romana, pero tuvimos suerte y el calor también se tomó unas mediovacaciones. De todas formas, con calor o frío, de día o de noche, en invierno o en verano, Roma no defrauda. Vuelves y es como una primera vez.

Una de las noches salimos a cenar. Paseamos sin prisa, nos adentramos en el Trastevere, pasamos por la Basílica de Santa María, recorrimos la Vía della Lungaretta y desembocamos en la Piazza Giuditta Tavani Arquati. Las mesas de varios restaurantes llenaban el espacio que la pequeña plaza ofrece; encontramos hueco en Carlo Menta.

La noche estrellada quedaba por encima de las diminutas luces que alumbraban la terraza; el murmullo de las conversaciones nos envolvía como el biombo que preserva tu espacio. El trajín silencioso de los camareros ponía movimiento al cuadro costumbrista.

Nuestros vecinos eran dos parejas a quienes el acento delataba su origen argentino. Oyeron hablar español y nos saludaron; de los lugares comunes, Messi, el Papa y alguno otro, pasamos a otros de mayor interés. Las mesas acabaron juntas y la conversación única. La despedida fue con abrazos y promesas de visitarnos a su paso por España.

La noche estaba agradable, decidimos alargar el paseo caminando junto al Tíber en dirección al Ponte Sisto. Al llegar a Piazza Trilussa nos encontramos un grupo musical amenizando la velada del público que llenaba las escaleras de la Fontanone dei Cento Preti. Sentado entre la gente, dejé volar la imaginación.

En esas estaba cuando sonaron las notas de «We Will Rock You», canción de rock de la banda británica Queen. Y me vi dando palmas arrastrado por el entusiasmo general, siguiendo el ritmo a la espera del espectacular solo de guitarra. Aquella noche, el cielo y la tierra se juntaban para darme una alegría. No hubiera marchado, de no ser que vinieron a buscarme y me sacaron de allí o perdía el autobús de regreso.

Al llegar a casa y hacer el balance del día, di gracias a Dios y a esos tipos que me alegraron la noche. No recuerdo sus caras, no sabré distinguirlos si me los encuentro por la calle, pero cuando San Pedro me convoque a revisar el libro de la contabilidad de mi vida, le hablaré de ellos. Seguro que él si los conoce y se lo tendrá en cuenta.

Al día siguiente, mi Ángel de la Guarda me dijo que me dormí con la cara sonriente y moviendo los labios al compás de We Will Rock You.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

28/06/23

Ir rápido

Ir rápido

Una mañana de primavera, de esas que en Madrid son limpias y frescas, regresé al colegio después de resolver unas gestiones. En el trayecto desde el aparcamiento a la entrada, me crucé con Luis Mª, un profesor joven con el que tenía confianza. Me levantó el dedo índice de la mano derecha, gesto que interpreté como “un momento por favor”. Oye Rafa ¿tienes prisa? Pues no, nada especial. Entonces ¿por qué vas tan rápido? Y cuando nos despedimos, hice el esfuerzo de continuar andando más despacio.

Eso sucedía en 2001, por entonces Luis Mª estaba soltero. Hoy es un veterano profesor, muy querido en el colegio, padre de cuatro hijos. Y en mí tiene un incondicional, que le está muy agradecido por aquella observación que la he tenido muy presente y me ha servido de mucho.

En octubre pasado estuve en Roma, en un encuentro de escuelas europeas. Una de las tardes, fuimos a rezar a la Basílica de San Pedro. En la primera capilla que te encuentras a la derecha, se puede admirar “La Piedad” de Miguel Ángel. A continuación, en la segunda capilla, puedes rezar ante la tumba de San Juan Pablo II; sigue después la capilla del Santísimo con el sagrario monumental de Bernini, las reliquias de San Juan XXIII, la estatua de bronce de San Pedro, el baldaquino de Bernini…

Y ahí, después de haber cumplido todas las mandas que llevaba, mientras esperaba al resto del grupo al inicio de la nave, volví a recordar a Luis Mª y su consejo. Me vi reflejado en aquellas gentes que entraban precipitadas, deslumbradas por lo que descubrían, que se movían con prisa en su afán de llegar a todo. No es suficiente con ver, hay que mirar despacio, con serenidad, para descubrir la belleza que guardan las cosas. Las prisas nos llevan a la rutina, que convierte el paisaje que nos rodea en algo monótono, donde difícilmente vemos algo resaltable.

Una lástima entrar con prisas en San Pedro y, nada más entrar, perderse la contemplación de la belleza que desprende La Piedad. Allí se necesita un Luis Mª, que como a mí, levante el dedo índice de la mano derecha y pregunte a cada uno ¿dónde vas tan rápido?

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

7/06/23

Magnífico aeropuerto

Magnífico aeropuerto

Desde hace unos años visito un colegio en Oporto y varias veces al año soy usurario de su magnífico aeropuerto, que a estas alturas ya me resulta familiar.

La nueva terminal fue inaugurada en 2006 con un estilo moderno, funcional; desde el primer momento me llamó la atención la limpieza y luminosidad. Cinco claraboyas acristaladas en el techo dejan pasar la luz natural hasta el último rincón de la nave. Además, la pared del lado aire es de puro cristal y permite ver como aterrizan y despegan los aviones.

Una tarde de este mes de mayo, finalizada la visita al colegio, preferí marchar directamente al aeropuerto y esperar allí la hora del vuelo. Superado el trámite del control, paseé tranquilamente por la planta superior, disfrutando de la arquitectura interior y de los amplios espacios que genera.

En esta ocasión me llamaron la atención unas mesas que antes no estaban, diseñadas para trabajar de pie o sentado en unos taburetes altos, de los que te dejan las piernas balanceándose como un columpio; cada puesto tiene un enchufe para el ordenador. Las tres mesas que encontré tenían los puestos ocupados y tuve que esperar para instalarme en uno de ellos.

Agradecí a quien hubiera detectado esa necesidad, aportando una solución práctica, estética y bien pensada. Ese pequeño detalle me ayudó a no sentirme solo: alguien ha pensado en mí. En esos lugares, es fácil encontrarte con personas que hacen cara de estar solas; personas que no tienen con quien compartir.

Hay una soledad querida, que es buena porque nos permite estar más cerca de nosotros mismos y conviene provocarla de vez en cuando. Pero hay otra soledad impuesta que produce dolor, porque las personas estamos hechas para compartir, para convivir “vivir con”; no es un capricho, es una necesidad. La persona se realiza en la relación con los demás; y aunque la convivencia no sea idílica, siempre es preferible a estar solo. Podemos buscar refugio en las cosas, pero estas no satisfacen las ansias del corazón como lo hace la relación con los otros.

Siempre me ha admirado mi madre porque, en cualquier situación, es capaz de entablar conversación con quien tiene a su lado. Sea quien sea, acaba encontrando temas comunes que facilitan la relación; se olvida de lo suyo para empatizar con la otra persona. Y para adoptar esa actitud en la vida, ella no ha necesitado volar a Oporto ni conocer su magnífico aeropuerto.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

24/05/23