Lugar de vivos

Lugar de vivos

El viernes por la tarde estuve de visita en el cementerio, uno de los varios que tiene Madrid; la tarde se había quedado preciosa después de la lluvia de la mañana. Unos cuantos coches marchaban cuando llegamos; dentro imperaba el silencio custodiado por los cipreses inmóviles que absorbían los comentarios de las pocas personas que aún quedaban. Por encima de las paredes de nichos que cierran los patios, nos cubría el cielo limpio de azul intenso, salpicado de nubes corridas que el sol de la tarde coloreaba de naranja pálido. Recorrimos sin prisa el camino que separa las tumbas conocidas, contagiados del ambiente tranquilo, respirando hondo la paz que flotaba en el aire. Delante de la lápida gris, sin más adornos que la cruz y los nombres grabados de quienes allí reposan, rezamos por su eterno descanso y recordamos anécdotas vividas o contadas. El grito del empleado alteró nuestro relajo; junto con las voces hacía gestos señalando el reloj. Se nos había pasado la hora y hacía quince minutos que tenía que haber cerrado; un tanto avergonzados le pedimos disculpas por alargar su jornada en un día tan intenso. Algo tenía aquel lugar que nos había retenido más de lo esperado.

En el pueblo, el cementerio está separado de la carretera por un camino amplio bordeado de cipreses que enmarcan la puerta de entrada. Aprendí de mi madre a rezar por los difuntos, cada vez que pasábamos por delante con el tractor camino de las tareas del campo. Luego, cuando quedó viuda, la he acompañado con frecuencia a rezar por mi padre, por los abuelos y por aquellos familiares que se han añadido a medida que la vida pasa. Al principio, ella salía dando un paseo y pasaba muchos ratos a solas con él; pero ni él ni ella estaban solos. El la tenía a ella; y a ella, el recuerdo nunca la ha bloqueado; en todo caso le avivaba el cariño, la impulsaba a estar activa para los demás: vecinas, enfermos, familia, amigas, siempre pendiente de los suyos. Los paseos frecuentes al cementerio y la oración continua, actualizaban el amor que les unió. Y un corazón que ama, transmite alegría, contagia optimismo, atrae porque a su lado se está bien. Y por eso siempre se ha sentido acompañada.

Ahora ya no está para paseos largos y vamos juntos. Se detiene delante de un nicho, de una tumba; se acerca para ver la foto, la reconoce, le sale el recuerdo fresco como si fuera de ayer. En algunas tumbas, el paso del tiempo ha borrado la numeración y las letras grabadas sobre la piedra arenisca; el musgo extendido sobre la lápida dificulta la localización. La parada se repite, avanzamos despacio, son historias de vivos porque las cuenta en presente, las adorna con mil detalles porque las vive y me las hace vivir, para ella es la vida de entonces y para mí la de ahora porque la vivo con ella.

El viernes, ya en la calle, una vez pasado el susto de que podíamos habernos quedado encerrados en el cementerio, sonreí con el recuerdo de los paseos con mi madre tan parecidos al de aquella tarde. Marché contento con el pensamiento de que todo el bien que han hecho esas personas sepultadas, todo el ejemplo que nos han dado, la luz que han arrojado con su comportamiento, no se apaga con el paso del tiempo como puede suceder con su nombre sobre la piedra; ha quedado impregnado en el ambiente para beneficio de quienes venimos detrás y hacen que el cementerio parezca un lugar de vivos.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

06/11/24

Señora de rojo

Señora de rojo

“En las sobremesas, solíamos sentarnos frente a frente y charlábamos. A veces callábamos. Nos bastaba sabernos y mirarnos. Nada importaban los silencios. Estábamos juntos y era suficiente” así lo cuenta Nicolás, prestigioso pintor en horas bajas, protagonista de la novela de Miguel Delibes “Señora de rojo sobre fondo gris”, un monólogo en homenaje a su mujer Ana y al amor que les une, fuente de su creación artística.

No hacía mucho que había leído la novela cuando me crucé por la calle con Carmen y Vicente, un matrimonio del barrio conocidos de toda la vida. Las ramas desnudas de los árboles dejaban pasar los rayos del sol tibio que caldeaba la mañana. Caminaban sin prisa, con las manos entrelazadas; su conversación se tejía con palabras suaves, silencios y miradas. Se detuvieron para saludarme y nos alargamos por su interés en saber de mis asuntos y de la familia. Por la bondad de su sonrisa y el calor del cariño con que me trataban, se me pasó el tiempo en un satiamén. Nos despedimos y al poco me volví para contemplarlos. Recordé la imagen descrita en la novela, hecha de presencia, de silencio, de estar juntos.

“A veces callábamos”. El corazón habla un lenguaje que también utiliza miradas de diversa intensidad. En ocasiones no hay algo nuevo que decir; entonces simplemente buscamos acompañar y sentirnos acompañados. Estar al lado del otro tiene una dimensión afectiva que va mucho más allá de lo que podemos contar en una conversación. Buscamos la compañía de las personas porque las cosas materiales, los objetos se quedan cortos; tienen un recorrido limitado en nosotros: cuando el triciclo se nos queda pequeño queremos la bicicleta, después la moto, luego el coche y cuando nos damos cuenta de que nada de eso nos colma, buscamos la persona con la que compartir la vida, o a Dios. La felicidad no consiste en tener más, si no en amar más que es lo propio de la persona. Un corazón lleno de cosas materiales está frío; y como de lo que llena el corazón habla la boca, de esas personas sale indiferencia y olvido. Una persona que tiene el corazón caldeado por el amor, habla con cordialidad, mira con cariño, sonríe con simpatía, saluda con un cálido apretón de manos o un beso en la mejilla.

Doblaron la esquina, se ocultaron a la vista y siguieron presentes en el impacto del ratito pasado a su lado. Si aquella mañana la reflejara en un cuadro, sobre el fondo gris de lo ordinario destacarían dos manchas de color, dos pinceladas de trazo grueso que atraerían la atención de lo extraordinario, tanto como el sabor que me dejó aquel encuentro con mis vecinos, señor y señora de rojo.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

09/10/24

De amigos ando bien

De amigos ando bien

Así empieza un poema de Carmelo Guillén, un sevillano de mi quinta que conocí durante una velada cultural en un curso de verano en Jerez de la Frontera. Por entonces, recién estrenado el nuevo milenio, era profesor de instituto además de escribir poesía y bastante bien según la crítica. Sentados en la terraza para aliviar el calor con el ligero fresco de la noche jerezana, formamos un semicírculo amplio en torno al poeta que nos explicaba los detalles de cada poesía; poco a poco las sillas se fueron acercando, cerrando el círculo a medida que aumentaba el interés por las palabras del artista. Recitó alguna de sus composiciones, acompañando cada verso de una musicalidad y ritmo que te envolvía y elevaba hasta devolverte a la tierra con el punto final en un aterrizaje suave.

Desde aquella noche, recuerdo con frecuencia la que empieza con el título de este escrito De amigos ando bien y me gusta enseñarlos en álbumes de fotos y hacerles coincidir y que se den sus números de teléfono, que tengan entre ellos un trato”. A lo mejor será también porque retrata muy bien a mi amigo José Manuel, de quien me enorgullece que me tenga en su corazón y en su lista de amigos y, de vez en cuando, me haga coincidir con otros de esa lista. Por eso conozco a padres de alumnos del colegio donde trabaja, a compañeros de su anterior trabajo, a vecinos del barrio donde creció, a su cuñado, a colegas de su hijo universitario; y tengo sus teléfonos y de vez en cuando nos cruzamos algún mensaje de pedir favor.

Sus padres dejaron el pueblo de unos pocos cientos de habitantes, marcharon a la capital y se instalaron en un barrio de la periferia. Al poco de nacer José Manuel descubrieron que su corazón no era de serie, que estaba hecho de otra pasta más flexible, con capacidad de ensancharse para albergar ilusiones y personas sin tener que decir basta. Dejó pronto la escuela por aquello de ayudar en casa cuanto antes; pero ya de casado y con hijos sacó carrera universitaria, aunque eso no lo dice a la primera, ni a la segunda ni a la tercera, que lo suyo es lo de menos y lo tuyo lo de más.

“De amigos ando bien y hacen lo que quieren de mí, sin consultármelo, que vienen a mi vida y me cogen el peine, y se peinan, y me ponen los versos perdidos de afecto, y se resbalan en este corazón que es su casa”. Así es mi amigo, su corazón es mi casa o la tuya si eres mi amigo; y su casa un corazón, porque así de a gusto estás cuando franqueas la puerta y te recibe la sonrisa de Carmen, su mujer que le anima a invitarnos a todos, porque antes que a todos ella ya ha recibido más que nadie y se siente privilegiada. Aunque a veces ella lo mira con esa mezcla de cariño y amonestación, porque cuando está entre amigos, en algún momento sus gestos pueden resultar un poco toscos y su voz algo estridente; pero a nosotros nos da lo mismo porque andamos ocupados en él, como dice el poema “De amigos ando bien, y andan ocupados en mí, en si me peino, en si estoy o no cómodo, si salgo en mangas de cariño o si llevo o no el cuello rozado de quererles”.

Tiene una fe recia en su Dios y la hace realidad en nosotros sus amigos, sin reconvenciones ni monsergas; en todo caso me dice que de ahí saca fuerza para querer a los suyos, que me los hace sentir como míos; y a los míos que hace tiempo los hizo suyos. En eso y en otras cosas es para nosotros ejemplo, precisamente porque no va de ejemplar y nos echa a nosotros la culpa de ser feliz: “De amigos ando bien y me noto importante, tal vez algo más gordo de ser feliz, por eso me quedan las camisas estrechas y me sale un brillo en la mirada sólo porque de amigos ando bien”.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

04/09/24

Punto de encuentro

Punto de encuentro

Mi abuela Agustina tenía poder de convocatoria sin levantar la voz; a su lado se estaba a gusto y por eso estaba siempre acompañada. Su casa en las fiestas era punto de encuentro familiar y los domingos después de misa, un peregrinar de nietos. Se hacía mayor y propuso hacer una romería para dar gracias y, se intuía, para decir adiós a la familia, aunque eso nunca nos lo dijo. Quedamos en Torreciudad, un santuario dedicado a la Virgen cerca de Barbastro, equidistante de los varios puntos que acudiríamos para acompañarla ese día. Han pasado algo más de cuarenta años y de aquel día nos queda el grato recuerdo de la jornada, una foto en color que ha perdido buena parte del brillo y la ausencia de unos cuantos de los que formaban el grupo.

Ese sitio, como la casa de la abuela, fue lugar de encuentro de personas con personas. Supongo que para eso lo hicieron, y también para que las personas puedan encontrarse con Dios de la mano de la Virgen; y con la naturaleza, o con el silencio y la paz, dada su fácil localización a la vez que cerca de nada y apartado de todo.

El recuerdo de la abuela me viene porque este mes de agosto he pasado unos días en Torreciudad, con un grupo variopinto por su lugar de origen y por las circunstancias de cada uno. De nuevo el encuentro entre personas. La convivencia es enriquecimiento, es ampliar horizontes al comprobar cómo tipos tan distintos caminan hacia un mismo objetivo, que los modos no son únicos. Ese lugar invita a vivir la fe allí y en tu pueblo o ciudad, a bajar el cielo a la tierra y pasar de la oración a la acción sin cambiarse de ropa. El espíritu cristiano se manifiesta integrador, de tender puentes entre orillas separadas por el río de mil historias; aunque no tiene la exclusiva y algunos comportamientos contrarios son la excepción.

Gregorio llegó la tarde del segundo día, acompañado de Félix; nos sentamos juntos en la cena. No nos conocíamos, pero nos levantamos como si de toda la vida. Tomó la iniciativa para contarme alguna cosa de su vida y situarme; no sé bien en qué momento me debió preguntar, pero me vi hablando de mí, contándole mis impresiones sobre algún punto de interés común y él me seguía con atención. El porcentaje de uso de la palabra cayó de mi lado por abrumadora mayoría. Esa escena se repitió con frecuencia el resto de los días: Gregorio escuchando y alguien contándole lo que sea; se interesaba por tus intereses, sacaba temas en los que podías aportar y la conversación fluía amena, entretenida. Como a mi abuela, siempre le veía acompañado; al lado de esas personas se está a gusto, por eso atraen.

Ahora cuando pienso en esos días, en la película de mi memoria se juntan la abuela Agustina, Torreciudad y Gregorio; será porque a pesar de ser tan distintos, encarnan el mismo papel: el de atractivo punto de encuentro.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

28/08/24

Lo mejor que me ha pasado en mi vida

Lo mejor que me ha pasado en mi vida

Pero mira Rafa, lo mejor que me ha pasado en mi vida es esto; se hizo el silencio mientras metía la mano en el bolsillo interior de la americana y sacaba el teléfono; cargó una foto y me la puso delante.

Coincidimos en unas jornadas de formación para directivos de colegios en la primera semana de julio; durante el desayuno nuestras miradas se cruzaron desde lejos, respondí a su saludo con una sonrisa sin saber quién era y se dio cuenta. Al acabar la comida, mientras esperábamos en la cola que nos sirvieran un café volvimos a coincidir. Hola Rafa ¿no te acuerdas de mí? “Dame una pista” fue una forma de decirle que no, que no acertaba a reconocerle. Soy Marcos y al añadir el apellido me vino su imagen y toda la información que recordaba de aquel chaval joven, que hace treinta años contratamos como profesor de literatura, recién acabada la carrera. Coincidimos durante dos cursos y luego marché del colegio, cambié de ciudad y desde entonces no nos habíamos visto. Su físico se había estilizado, pero mantenía los rasgos; los ojos negros por entonces enmarcados con unas gafas grandes de pasta negra, el gesto apagado que transmitía poco entusiasmo. La primera vez que vino al despacho para que le explicara la documentación del contrato, me pareció que ponía cara de aburrimiento y me atreví a lanzar una apuesta conmigo mismo: “a este se lo comen en clase antes de Navidad”.

Me contó que desde hace unos años es el director de la etapa; me hablaba con entusiasmo de la marcha del colegio, de las novedades, de las personas que tenemos en común. Y en esa carrera de actualizar el pasado hizo una pausa, respiró hondo y me dijo: pero mira Rafa, lo mejor que me ha pasado en mi vida es esto: del bolsillo interior de la americana sacó el teléfono, cargó una foto y juntando el índice y el pulgar sobre la pantalla los separó para ampliarla y ponérmela delante. La miré y a continuación mis ojos se clavaron en su rostro, atraídos por la emoción con la que me contaba los detalles: esta es la mayor, en tercero de carrera; este hará segundo de bachiller el próximo curso; el pequeño empezará tercero de la ESO, adolescente en estado puro. Mi mujer, mis padres. Pronto cumpliremos veinticinco años de matrimonio. Se quedó en silencio. tardó unos segundos en cerrar el teléfono y guardarlo. Continuamos hablando y nos separamos para entrar de nuevo a las actividades de la tarde.

Sentado de nuevo en la sala de conferencias, me costó centrarme en el mensaje del ponente, porque Marcos me había removido con aquella breve explicación de lo mejor que le había pasado en su vida. De aquel tipo inexpresivo que conocí hacía treinta años, había aprendido una vez más, que lo valioso de las personas está en su interior y no siempre es fácil descubrirlo a primera vista. Me alegré de haber fallado en mi pronóstico sobre su recorrido vital; y más todavía de haber descubierto que allí delante tenía un gran profesional con un corazón enamorado de los suyos.

La próxima vez que me encuentre con un tipo alto, fuerte, de grandes ojos negros y rostro impasible, en lugar de poner etiquetas que condicionan la relación, será mejor que le pregunte directamente para salir de dudas: y a ti ¿qué es lo mejor que te ha pasado en tu vida?

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

31/07/24