La medalla tendrá que esperar

La medalla tendrá que esperar

Había pasado unos días de descanso, estudio y reflexión. Regresaba pletórico, lleno de buenos propósitos para contribuir a mejorar el mundo que nos ha tocado vivir.

A punto de iniciar el despegue, se sentó a mi lado un tipo de buena pinta. Nos saludamos brevemente mientras se acomodaba y ponía el cinturón. Cuando la azafata empezó con las instrucciones de vuelo, los dos ya nos habíamos quedado dormidos. El cambio de presión en los oídos me despertó y me puse a leer. Al rato mi compañero se desperezó sin disimulo, miró a un lado y otro, sacó el móvil y se puso una peli sin auriculares. Cuanto mayor era el ruido de los motores, más subía el volumen del móvil; aquello me aturdía, me impedía centrarme en la lectura. Por momentos me encendía, removía inquieto en el asiento, me debatía por dentro entre saltar directamente a la yugular, decirle cuatro frescas o hacerle un gesto descriptivo. Debe ser que estos ejemplos de la vida real no estaban en el manual de “cómo contribuir a la paz mundial”, porque aquellos buenos propósitos e intenciones que llevaba al subir al avión estaban desapareciendo. No obstante, decidí hacer un esfuerzo, convertirme en héroe anónimo y no decir nada. Soporté con paciencia la situación hasta que apagó el móvil al iniciar el aterrizaje. El caso es que el chaval no debía ser mala persona, porque ayudó a bajar la maleta a un anciano, con sonrisa incluida.

Al día siguiente quedé con Jesús, amigo del alma, para contarle los días en Zúrich y el paquete de buenos propósitos que me había traído; como ejemplo, le conté lo sucedido en el avión. Cuando acabé, me quedé en silencio esperando su aplauso o que directamente me pusiera la medalla al mérito paciente. Como no decía nada, le pregunté desconcertado ¿qué te parece? “Pues que no has salido del cascarón de tu egoísmo. Imagina que el buen tipo tuviera ganas de conversación, de compartir alegrías o penas contigo, porque de entrada le habías caído bien. Pero te vio tan a lo tuyo, enfrascado en la lectura, que optó por la peli sin ninguna gana, rumiando por dentro que su compañero de viaje es de los que van a su bola y pasa de quien está a su lado. Si tú hubieras roto el hielo con una pregunta inocente, le hubieras enviado el mensaje de que le importabas y, a partir de ahí, todo hubiera sido distinto. Pero tu opción fue enrocarte en tu castillo y alimentar el yoísmo. Y encima te consideras un héroe. Pues va a ser que no.”

Qué quieres que te diga, pues que me vino muy bien el repaso que me dio mi amigo del alma. Y, así las cosas, ya veo que la medalla tendrá que esperar.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

Plan de chicos

Plan de chicos

Es agosto, el miércoles estábamos libres ¿hacemos algo? Y aprovechamos para organizar un plan los tres solos.

Quedamos en ir a algún sitio y pasar el día juntos; no importaba el lugar si no el estar.

Con diez años coincidimos en el primer año de Instituto; unos cuantos formamos una pandilla que sigue unida. Cada etapa ha tenido sus emociones, sus modos de divertirse, de compartir. Pasa el tiempo y descubrimos que no todo está visto, que somos capaces de gozar de la presencia del otro de un modo nuevo.

Salimos en coche y hablamos.

Paramos a desayunar en el siguiente pueblo y hablamos.

Continuamos viaje sin prisa y hablamos.

Arriba en la montaña encontramos un pueblo que nos gustó, dimos un paseo por sus calles y hablamos.

Bajo los soportales de la plaza mayor, a la fresca nos sentamos a comer y hablamos.

Cuando el personal del bar empezó a retirar las mesas, nos levantamos en busca del coche y hablamos.

Por el camino de vuelta visitamos dos pueblos, una vuelta rápida, y hablamos.

Antes de despedirnos, tomamos un algo fresco en una terraza con brisa reconfortante, y hablamos.

A los dos días, en el libro que leo me llama la atención un párrafo: “Para pasarlo bien no es necesario mucho. Una buena conversación es capaz de llenarnos de paz y dar la serenidad que buscamos.”

Define certeramente lo que fue nuestro “plan de chicos”.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

Día completo

Día completo

Repasó el escrito y lo guardó; era el punto final a una jornada de trabajo con resultado incierto, un día al que le sobraba una pizca de tensión y le faltaba una pincelada de optimismo: dolor de cabeza, frío interior, catarro incipiente, entrevista desafortunada… Un último esfuerzo para dejar todo en orden: el ordenador, la mesa, las sillas. Desde la puerta recorrió el despacho con la vista, la mirada se detuvo en la imagen y le dedicó sin palabras un adiósgraciashastamañana.

Los lunes, Pedro tenía actividades con un grupo de matrimonios del colegio. Las conversaciones con uno y otro le removían; conocer las inquietudes de la gente buena le tiraban el ánimo para arriba. Hablar de la familia, el trabajo y los amigos; de planes, proyectos, avances y retrocesos -el mundo particular de cada uno, con algo de común en todos- le ayudaban a olvidarse de lo suyo. Era la hora de marchar, pero ya no tenía prisa; se había olvidado de las ganas de llegar pronto a casa.

Se encontró con Miguel al recoger el abrigo, ¿te cuento la última? Y allí de pie se les pasó un buen rato hablando de los hijos.

Por el camino se le iluminó la cara al pensar que le esperaba para cenar juntos a pesar de la hora; los niños ya estarían acostados. En el rellano respiró hondo, se arregló el pelo, abrió. Con el ruido Isabel se asomó al pasillo, la envolvió en un abrazo largo mientras le susurraba ¡gracias preciosa! A ella le costaba sonreír, la tarde se había alborotado, Jorge vino enfadado del cole y no había dejado estudiar a los otros; acabó caliente en la cama, sin cenar.

En la mesa se entretuvieron repasando el día, hablando bajito, unidos por la mirada y el dedo meñique; afloraron recuerdos que actualizaban sentimientos y despertaban nuevas ilusiones.

Recogieron en silencio, recorrió las habitaciones con cuidado lanzando un beso desde la puerta y se retiró a descansar. Repasó el día: el dolor de cabeza, el frío, el catarro o la entrevista desafortunada se habían diluido con el cariño recibido. Cogidos de la mano se le cerraron los ojos; en su interior daba gracias porque el día había tenido de todo, un día completo.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

Dormía con la misma intensidad que vivía

Dormía con la misma intensidad que vivía

Ramón es un tipo al que la vida no se lo ha puesto fácil; algo tiene que todos le quieren. Trabajó en cuanto pudo para mantener su familia a la que pronto le faltó el padre y estudió todo lo que el cansancio le permitía. Llegó a la universidad en el turno de tarde y conoció a Lola en el segundo año de carrera. Se casaron jóvenes con la prisa de los que se quieren y la ilusión de formar una familia generosa. Pasaron cuatro años y el matrimonio seguía sólo, con el sufrimiento de la falta de la compañía que tanto anhelaban. Por fin llegó Teresa y a continuación Javier; con el tercero, Ramón empezó la segunda carrera para garantizar un mejor futuro para los suyos, mientras el trabajo le lanzaba de un punto a otro por medio país; el piso se quedó pequeño con la cuarta y el quinto vino con las llaves de la nueva casa bajo el brazo. Allí llamaron a la puerta los siguientes hasta que el matrimonio y los once hijos se hicieron la foto definitiva para el carnet de familia numerosa. Intercalados con los hijos, el padre de Lola y la madre de Ramón también encontraron acomodo en el hogar.

Piluca lleva el número 8 en la camiseta del equipo familiar; genio inconformista, líder en su clase de 3º ESO, adolescente en pleno apogeo. Quiere ser buena pero mejor no recordárselo; juega a ir de mala y lo hace fatal. Cuando sube, querría bajar; y cuando va le apetece volver. La otra noche nos dio la cena, contaba Ramón. Se enfadó con nosotros, con sus hermanos, con el mundo: el motivo era Moisés, el de la biblia. En la mesa nos interpelaba ¿porqué la Iglesia no ha hecho Santo a Moisés? ¿eh? a ver ¿porqué?  a otros sí y a él no ¿porqué? A Ramón no le ha pillado falto de experiencia, pero reconoce que ésta es distinta y le exige técnicas nuevas. Utiliza la de callar y esperar que escampe; le pone mucho cariño y algo más de paciencia. Acabó la cena enfadadísima porque en aquella casa no se puede dialogar, que son como paredes y que para eso mejor se iba a dormir. Y se encerró en la habitación con un sonoro portazo. Ramón dejó pasar unos minutos, le hizo un guiño a Lola y subió a la habitación; llamó con suavidad y entró sin esperar respuesta. Piluca, hija, ¿¡qué quieres!? Sólo recordarte que no te has lavado los dientes ¡ni pienso! ¡y tampoco voy a rezar! Bueno, tu verás, pero si no te lavas los dientes, te pueden salir caries, ya sabes lo que ha dicho el dentista de cómo tienes la dentadura ¡me da lo mismo! ¡y tampoco pienso rezar! Ramón se esforzaba por dar un tono serio a la conversación, lo más que podía en aquella situación tragicómica. Con las caries se te puede caer un diente y estarías muy fea; ¡como si se me cae toda la dentadura! Sería una lástima ver a una chica tan guapa como tú y sin dentadura, pero ya eres mayor para saber lo que haces. Volvió sobre sus pasos al salón y se sentó como quien lee el periódico a la espera de acontecimientos. Podía utilizar el aseo de arriba y pasar desapercibida, pero quiso usar el que está junto a la cocina. Con la toalla y el cepillo en la mano, Piluca pasó por detrás de su padre sin decir palabra, arrastrando los pies por si no se había enterado. Cuando la oyó entrar de nuevo en la habitación, dejó el periódico, subió el primer tramo de escaleras y la llamó ¡hija! ¿¡que quieres!? Te vas a dormir y no me has dado un beso; ¡pues te aguantas! ¿cómo puedes tratar así a tu padre? Mira, yo he subido la mitad, te propongo que tú bajes la otra mitad; unos segundos largos, se abrió la puerta y Piluca apareció confusa, lenta, como quien no quiere lo que quiere, y llegó hasta la mejilla de su padre; el padre se dejó querer, la tomó del brazo delicadamente y la acompañó sin prisas saboreando aquel momento; arrodillados al pié de la cama, rezaron juntos como hacían cada noche. Después, desde la cocina la oyeron hablar con su hermano como si nada hubiera pasado; sonó la guitarra y cantaron su canción preferida.

Con todos acostados, Ramón y Lola se alargaron en la sobremesa; la hora, el silencio, la luz tenue, facilitaban una conversación tejida sin prisas, más de oír que de hablar, atento al otro que se abre natural, sin adornos; y valía la pena escuchar palabras que llevaban premio.

Antes de ir a dormir, Ramón pasó por las habitaciones a disfrutar del último instante. Piluca, con la sonrisa en los labios, dormía con la misma intensidad que vivía.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

El hospital más cercano

El hospital más cercano

Conocí a Pepe y Lucero por motivos de trabajo hace unos cuántos años. De la relación profesional pasamos a la personal y ahora nos une una sincera amistad que procuramos alimentar.

Estuve tomando café en su casa como tantas veces; ese día estaban solos, los hijos ya habían salido cuándo llegué, cada uno con su plan. Quizás por eso la conversación derivó a temas más de fondo, propios de un matrimonio que procura educar a los hijos con la palabra y el ejemplo. El buen ambiente familiar que han conseguido en casa se palpa cuando están todos. Pero eso no les evita dificultades y disgustos, precisamente porque quieren que sean libres y responsables.

Lucero contó lo que le había pasado con Isabel, la mayor de las hijas. Esa tarde tenía clases en la universidad y entreno con el equipo de básquet; como no habían coincidido en todo el día, decidió esperarla y, al menos, verle la cara y darle un beso. El día en el trabajo había sido pesado, les tocó limpiar a fondo unos despachos recién reformados y quería acostarse pronto. Aun así, se sentó con ella a la mesa mientras cenaba: te acompaño unos minutos y me voy enseguida que estoy muy cansada. La veía comer con ganas, el pelo mojado, la cara radiante; mientras la contemplaba orgullosa, Isabel levantó la vista y la pilló embobada: mamá – ¡ah, dime!… y arrancó una conversación íntima, pausada.

Isabel conoció a Pedro haciendo voluntariado en el comedor social de unas monjas; coincidieron varias veces y empezaron a salir. Llevan dos años de noviazgo: mamá, yo le quiero, pero hay actitudes suyas que me inquietan y no me gustaría que las mantuviera si llegamos al matrimonio. Es así desde el principio; confié que con cariño mejoraría, pero sigue igual.

El ambiente de la noche, la escucha atenta, las miradas, algún suspiro y por momentos los ojos llorosos, no consiguieron detener el tiempo. Se asustaron al ver el reloj de la pared y decidieron cortar; había que dormir si al día siguiente querían ser personas. Un abrazo intenso puso el punto final al día ¡gracias, mamá! buenas noches.

Y ¿qué ha pasado después? añadí curioso. No le he vuelto a preguntar; tiene que ser ella la que tome la iniciativa. Sabe que somos el hospital más cercano, para prevenir y para curar. Así les educamos, aunque a veces a nosotros también nos cuesta, no te vayas a pensar.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

23 de enero de 2022