La escuela de la vida

La escuela de la vida

Cuando nací, mis padres me inscribieron en la escuela de la vida sin pedirme permiso, que por entonces eso no se estilaba. Acertaron, y eso que no habían hecho ningún curso de “toma de decisiones”; por no hacer, ni siquiera habían hecho el curso prematrimonial; quizás porque andaban sobrados de cariño y también de salud; de dinero mal, aunque eso fue así entonces y siempre.

Después, cuando ya tuve edad para decidir por mi cuenta, seguí renovando la matrícula cada año en la escuela de la vida, donde sigo con interés cada día las lecciones que me ofrece. Incluso tengo un blog que se titula “vidaescuela” para poder compartir lo que aprendo de la vida, sobre todo de las personas que son fuente inagotable de buen ejemplo. La vida se enseña con vida, por eso se dice que “fray ejemplo es el mejor predicador”.

También me llevaron a párvulos con doña Encarna y luego a la unitaria con don Emilio, que me preparó para entrar en el Instituto. Marché pronto de casa y empecé joven a trabajar en un banco; por insistencia de un amigo que se puso pesado con razonamientos de futuro, hice el COU y luego me matriculé en Económicas, flamante facultad al final de la avenida Diagonal en Barcelona. El trabajo en el banco ocupaba más importancia en mi vida que los estudios; por entonces aspiraba a ser Presidente de la Entidad y pretendía conseguirlo a base de echar horas, algo que con suavidad se puede calificar como “error de juventud”. Iba a clase las tardes que podía; y de las que podía, algunas no había porque era el final de los setenta y el ambiente político estaba efervescente. En el segundo trimestre me nombraron subdirector de una oficina y dejé de aparecer por la facultad. Seguramente nadie se percató; igual voy un día a ver si todavía guardan mi expediente o me borraron de las listas por no llegar al mínimo de asistencia.

El primer día de Teoría Económica, el profesor nos dijo que, en esto de los dineros, lo importante es que haya más ingresos que gastos. Ese principio me quedó claro y me ha acompañado siempre como guía de actuación, por cierto, con bastante utilidad. Aunque sólo sea por eso, valió la pena mi paso por la Universidad.  A lo largo de los años he podido comprobar que no todos han tenido la suerte de tener un profesor de Teoría Económica como el que tuve, y así les ha ido.

Cuarenta años después he tenido la oportunidad de volver a la Universidad, para hacer un Máster, de los de verdad, de los de dos años dale que te pego lunes y jueves. Si mi padre lo llega a saber, le hubiera dicho a San Pedro que se esperara, que quería ver a uno de sus hijos con ese título. Él no fue más de tres años a la escuela, en la época que la República fomentó la escolarización. Para trabajar en el campo no hacían falta títulos, así que su padre le dijo que ya había suficiente y a los doce años se despidió del maestro. De aquel poco tiempo en las aulas le quedó muy buen recuerdo de Don Aniceto, maestro del que con frecuencia evocaba sus enseñanzas.

Desconozco si Don Aniceto les enseñó Teoría Económica, pero mi padre siempre tuvo claro que para dar hay que tener. Eso lo aplicaba en el dinero y en todos los aspectos de la vida; siempre fue por delante con su ejemplo y así nos enseñó a ser buenas personas. Hoy es fácil encontrar muchas personas que te dan montones de buenos consejos, que sirven para poco; y algunas menos que dan buen ejemplo con su vida, que eso sí que sirve para mucho.  En ellas me fijo, porque son la escuela de la vida.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

14/08/24

Cordones desatados

Cordones desatados

¡Señora, los cordones! ¿Qué? ¡Que lleva los cordones desatados! Aquella señora mayor cargada con una bolsa en cada mano, no entendía lo que la motorista le decía; el casco amortiguaba las palabras, ella con sus noventayuno ya no estaba fina de oído y, además, estaba fatigada del paseo y del peso de la compra y de la vida; hizo un gesto de ¡es igual! y continúo cruzando el paso de peatones. Beatriz se había detenido con el semáforo en rojo, dejó la moto en marcha, corrió hasta alcanzar a Nuria, se arrodilló sin quitarse el casco, le ató el cordón, volvió corriendo a por la moto, el semáforo se puso verde y Nuria la vio desaparecer en medio del tráfico sin tan siquiera verle la cara.

Era un martes del pasado mes de junio a mediodía, en el cruce de la calle Muntaner y General Mitre en Barcelona.

En casa de Nuria, las estanterías del salón están repletas de libros; y los cajones de la mesa guardan unas cuantas libretas donde escribe cuentos infantiles. A la tarde, con calma, quiso agradecer el detalle que había vivido y en una de esas libretas redactó una carta al periódico. No solamente la publicaron, si no que una emisora local se hizo eco en un programa que comentan noticias de los periódicos. Aquel día Beatriz dejó a los niños en el colegio y volvió a casa, no tenía que ir al despacho. Puso la radio y se quedó de piedra cuando el locutor leyó la carta y se reconoció ¡esa soy yo! Sus padres que también conocían la historia la llamaron ¿has oído la radio? Llama y diles que eres la protagonista; ¡pero si no tiene mayor importancia! Pasión de padres, lo hicieron ellos; el periódico La Vanguardia juntó a las dos mujeres en un encuentro emotivo y publicó un reportaje.

Acerté a leer la noticia y me enganchó desde el primer momento, porque el cariño que Beatriz puso en el detalle de atar los cordones de Nuria, como si se lo hiciera a su madre, convertía aquel gesto ordinario en extraordinario. También porque ese paso de peatones lo cruzo con frecuencia cuando voy a Barcelona a ver a mi madre, que pasa buena parte del año en casa de mi hermana allí cerca, y me situaba perfectamente en la escena.

Envié el recorte de la noticia a un matrimonio amigo, que siempre han vivido en esa zona de Barcelona y ahora están asentados en Lisboa por motivos de trabajo. Ella me contestó enseguida: ¡qué coincidencia! mi madre es amiga de la hermana de Nuria. Lo que me faltaba, mi alegría se había multiplicado como si yo estuviera implicado en la historia; aquello que nos alegra tendemos a contarlo, a compartirlo: el bien es difusivo. Por eso, este escrito quiere rendir homenaje a las dos mujeres protagonistas de la historia. Y como dice Nuria en el inicio de una de sus obras: los cuentos no se escriben para dormir a los niños, si no para despertar a los mayores.

Esta historia que es real, de las de verdad, consigue el mismo efecto que pretende Nuria con sus cuentos: despertar a los mayores. Será por eso por lo que desde que la leí procuro ir un poco más despierto por la vida, atento a las necesidades de los otros, y descubro que hay muchas maneras de llevar los cordones desatados.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

07/08/24

Lechugas alemanas

Lechugas alemanas

A los quince años se declaró atea. Nacida en Breslau (Polonia) en 1891 en el seno de una familia judía, Edith Stein era la última de once hermanos. Se doctoró en filosofía a los 24 años y se convirtió al cristianismo a los 31. Varios años después se hizo monja carmelita y murió a los 50 en una cámara de gas en Auschwitz el 9 de agosto de 1943.

Ella cuenta que, en su proceso de acercamiento a la fe, hay tres mujeres que influyeron notablemente: la viuda de su amigo y colega Adolf Reinach, una señora mayor de nombre desconocido y Teresa de Ávila, monja española que vivió cuatro siglos antes.

En 1916, cuando aún faltaban años para su conversión, un amigo la llevó a ver la catedral de Frankfurt. Sentada en los últimos bancos, observaba lo que veía recogida en la penumbra, envuelta en silencio. El roce de unas zapatillas que se arrastraban sobre el suelo la puso sobre aviso; a su izquierda por el pasillo central, avanzó una señora mayor encorvada por el peso de la cesta repleta de la compra. Pausadamente, hizo una genuflexión y se sentó dos bancos por delante; al cabo de un instante recuperó el aliento y se hizo de nuevo el silencio. Edith Stein la miraba con mezcla de curiosidad y asombro; le llamaban la atención las lechugas que sobresalían de la cesta y el gesto sereno de aquella buena mujer que movía suavemente los labios con la mirada en el retablo. Fueron sólo dos o tres minutos, se levantó, tomó la cesta y salió con pasos ligeros como si allí hubiera dejado parte de su carga.

Edith Stein se conmovió; ella sabía que en las sinagogas de los judíos o en las iglesias protestantes, la gente acude a un oficio litúrgico. Pero esta señora había entrado a nada, aparentemente; como de paso, como quien entra un ratito a saludar a un amigo, a un amigo de verdad, de los del alma. Stein venía de una etapa de agnosticismo y este gesto la removió; fue un pequeño paso, el primero de otros que vendrían después hasta culminar en una vida de entrega a Dios. Y aquella señora mayor de nombre desconocido, nunca se enteró de la que había liado por ir a comprar lechugas y entrar en la catedral, como hacía habitualmente; nunca supo lo que aquella visita había supuesto para la joven filósofa y futura santa.

Esta anécdota me la contaba Roger, una mañana a finales de junio. Quedamos a desayunar antes de entrar al trabajo; nos sentamos en la calle para disfrutar de la barrita con aceite y del fresco de la mañana. Mientras nos poníamos al día de nuestras vidas, surgió el comentario sobre las consecuencias que nuestros actos provocan en nuestro entorno. En ese momento se abrió la puerta del edificio contiguo al bar; primero salió una niña de unos seis años, con una coleta que sobresalía por detrás de la gorra y una mochila diminuta a la espalda; luego su padre, un chaval joven y alto, con un crío en brazos que enseguida dejó en el suelo. Y a continuación la madre, que ya en la calle se detuvo un instante, cerró los ojos, hizo la señal de la cruz a la par que musitaba alguna frase, los abrió, sonrió y cogida de la mano de la niña avanzaron animadas contándose sus cosas mientras balanceaban las manos unidas al compás de los pasos.

Me debí quedar absorto en la escena matinal que me brindaba aquella familia, camino de algún campamento de los que se organizan en los colegios cuando no hay clase. ¿Qué te pasa? preguntó Roger y le conté lo que había sucedido a su espalda. También a mí me había removido aquel pequeño detalle de la madre joven de nombre desconocido. “Pero tranquilo, le dije, porque no soy filósofo ni futuro santo”. Claro, contestó, y porque le faltaban las lechugas alemanas.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

24/07/24

10.000 y más

10.000 y más

Este mes el contador del blog ha superado las 10.000 visitas acumuladas; no es un gran número y en sí mismo dice poco, salvo para mí que me provoca a decir mucho. Por ejemplo, a dar las gracias porque es una manifestación más de que esta vida la recorremos acompañados y mejor si es en buena compañía; quienes leen esos escritos me acompañan y deben ser buenas personas, porque manifiestan cariño, interés y cercanía.

La idea surgió durante las comidas en el colegio, momento de distensión y aprendizaje. En torno a la misma hora, coincidíamos un grupo variopinto con capacidad de hablar de casi todo; sólo un tema estaba vetado: los alumnos. Era un momento de desconexión, de abrir las ventanas y que corriera el aire. Unos días salían temas interesantes, otros no; pero siempre nos divertíamos y esperábamos ese momento para disfrutar. Fruto de esas conversaciones empecé a usar las redes sociales y encontré el cauce para volcar comentarios breves sacados de la experiencia diaria. Al cabo de unos años, Lolo se ofreció a diseñarme un blog donde los escritos permanecerían al alcance de cualquiera. Lo bauticé con el nombre de “vidaescuela” en honor a lo que aprendo en la “escuela de la vida”.

Pero antes de que aquellas hayan movido el contador, otras me han acompañado en esta escuela de la vida, ayudando a forjarme como persona, a superar obstáculos, a levantarme cuando he tropezado y a llegar a esta meta volante con la mirada puesta en la siguiente. Por eso, también para todas ellas ¡muchas gracias! Imposible nombrarlas a todas: ahí están mis padres, mi hermano José Antonio con quien nos peleábamos tanto como nos queríamos; mi vecino Jesús que me lleva cuatro meses, juntos aprendimos a dar los primeros pasos y juntos seguimos unidos por una profunda amistad; el padre Mariano, un franciscano de la iglesia donde fui monaguillo, que regó la semilla de la fe sembrada por mis padres; los amigos de la pandilla con quienes hemos recorrido la adolescencia, la juventud, la madurez y seguimos unidos hasta que el último apague la luz; aquella moceta que despertó en mi corazón la experiencia del primer amor y tanto me ha servido para entender el querer humano y divino; Miguel, un chavalote moreno de patillas recias que me acogió el primer día de trabajo en el banco y me enseñó todas las prácticas para hacer bien mi tarea; Jesús, un tipo del instituto que iba dos cursos por delante del mío, con el que años más tarde me crucé en Barcelona y me ayudó a ampliar los horizontes de mi vida; José, apoderado del banco que cuando le nombraron director quiso contar conmigo de segundo y me ayudó a crecer humana y profesionalmente; Mariano, que me introdujo en el mundo de la educación y le debo la impagable experiencia de haber pasado por cuatro colegios; Jordi, que con cariño y fortaleza me ayudó a superar el batacazo que me pegué cuando el orgullo me hizo imaginar lo que no era; Paco, con el que compartí una aventura profesional durante siete años y me hizo creer que yo sabía más que él; Barto, que me abrió la puerta de su casa cuando cambié de ciudad y me hizo sentir en la mía desde el primer instante; esa alma sencilla que brilla como un lucero y con su luz me ayuda a caminar seguro; mi madre que a punto de cumplir los cien me sigue enseñando cada día. Podría seguir, pero como dice San Juan al final de su evangelio:” Hay, además, otras muchas, que, si se escribieran una por una, pienso que en el mundo no cabrían los libros que se tendrían que escribir”.

Son las personas quienes dejan marca; no digo que los hechos no tengan impacto, pero si miro mi corazón, las muescas que llevo son de personas. Los hechos los vivimos con personas, los compartimos con personas. Y a todas esas que me han acompañado y me acompañan en esta escuela de la vida, tengo ahora la excusa para darles las gracias, que son diez mil y más.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

17/07/24

Pon un master en tu vida

Pon un master en tu vida

Mi relación con el mundo académico quedó interrumpida por derribo; mientras trabajaba en el banco hice el COU nocturno por insistencia de un amigo que se puso pesado con razonamientos de futuro. Después me matriculé en Económicas en el turno de la tarde, pero al acabar el primer trimestre saqué bandera blanca y no volví a aparecer por la facultad.

Cuarenta años después he tenido la oportunidad de volver a la Universidad, para hacer un Máster, de los de verdad, de los de dos años dale que te pego lunes y jueves.

Me llegó la información cuando andaba buscando alguna actividad que mejorara mi formación humanista, me atrajo el título y me conquistó el programa; en la conferencia de presentación rematé la decisión, solicité plaza y conseguí colarme por la gatera para sentarme en el aula como uno más. Del programa y de los profesores estaba al corriente, sabía que me esperaba un nivel alto y la realidad ha respondido a las expectativas. Pero la auténtica sorpresa, más allá de contenidos y docentes, han sido las personas que me han acompañado en esta aventura. Las intervenciones en clase y las conversaciones fuera del aula, han permitido conocernos, generar confianza, valorar las diferencias y cohesionar el grupo, que se ha convertido en una auténtica escuela de la vida, de donde he salido enriquecido.

Las vivencias personales compartidas y los comportamientos sinceros en el aula han jalonado el recorrido, añadiendo al curso una dimensión personal, humana, que las materias impartidas no podían dar. En estos dos años hemos tenido cinco nietos, entre los de Fernando y los de Concha; nos ha nacido una hija de María, que a las dos semanas asistía a clase en su carrito; hemos celebrado las bodas de plata de Javi; hemos publicado un libro con Elvira; nos hemos ido al Líbano con Marta. En clase nos hemos removido inquietos en el asiento cuando Natalia expresaba sus dudas en voz alta, porque nos sacaba de nuestra zona de confort; conteníamos el aliento cuando Pilar levantaba súbitamente la mano; escuchábamos con atención las intervenciones de Don Mario impregnadas de serenidad y profundidad. Hemos arropado a Iakov con las noticias de Rusia; hemos acompañado a Josefina con las elecciones argentinas y a Paulina con las de México. Hemos superado algunas crisis de quienes estaban por tirar la toalla y abandonar el curso porque les costaba seguir el ritmo y hemos dicho adiós a otros que lo han dejado, pero han seguido unidos con los mensajes del grupo. Y en el día a día también han aportado su quehacer ordinario Rocío, Paulina, Isa, Chantal, las dos Anas, María Teresa, Gema, Cristina, Juan Andrés, Vicente, Luchy, Mari Carmen, Mercedes, Mar, Bea, Don Oscar, Álvaro, Elena, Roxana y Jaime, eficazmente coordinados por Carmen y muy bien representados por la otra Rocío. Con las puntadas de cada semana se ha tejido un paño que nos arropaba, un tapiz de nudos con los colores variados de cada uno que configuraban un conjunto armonioso.

El curso se proponía ayudarnos a encontrar conocimientos avanzados para comprender los problemas y desafíos del mundo actual en todos sus aspectos: intelectuales, históricos, sociales, científicos, artísticos, literarios, filosóficos y teológicos. Pero es que además me llevo de propina una relación personal valiosa. Si al final, el contacto personal y la relación con el otro es lo que más valoro del máster, y también eso lo tengo cada día en la familia, en el trabajo o en la calle, igual estoy cursando un máster desde hace muchísimos años y no me he enterado.

Por eso, esta experiencia me lleva a compartir un consejo: sea en la calle o en la Universidad, pon un Máster en tu vida.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

10/07/24