Abr 10, 2024 | Escritos
El sábado nos cubrió el cielo plomizo compañero de viaje de la calima que nos ha visitado estos días en Madrid; su presencia impregnaba el ambiente de un ligero barniz de quietud y pesadez. Después de comer salí al jardín compartido con entrada por detrás del edificio. Diseñado con pocas flores, es un espacio donde predominan los verdes en una amplia gama de tonalidades, ahora vivos y lustrosos por el agua caída en las semanas anteriores, y porque el inicio de la primavera acelera la circulación de la savia y los llena de vitalidad. A falta del brillo que da la luz del sol, el contrapunto de color lo ponían los dientes de león, una flor amarilla nacida entre el césped, que salpicaban los parterres de puntitos llamativos.
En un rincón discreto del paseo junto a los escalones de traviesas, la vista recaló en unos lirios atraída por el contraste entre las hojas verdes y la flor morada, señorial, llamativa, perfumada. Me incliné para admirar de cerca la delicada belleza de sus pétalos, fuente de inspiración en el arte simbólico, imitada en capiteles para coronar columnas desde la antigüedad y una de las figuras más populares en heráldica. Algo divino encierra esta flor, cuando mereció la alabanza que le dedica el evangelio: “ni Salomón en toda su gloria pudo vestirse como uno de ellos”. Campeona en resistencia al frío y la sequía, capaz de crecer en cualquier tipo de suelo; la belleza que nos ofrece supera ampliamente los pocos cuidados que necesita. Cuántas veces habré pasado junto a ella en mis paseos por el jardín y, sin embargo, hasta ese día no me había parado a contemplarla. Me retiré contento, con la alegría de haber disfrutado de su regalo.
Hace cuatro o cinco años, también un sábado de primavera, acompañe a Felipe en un viaje a Peñafiel, ida y vuelta en el día. A su lado la conversación está asegurada con un amplio abanico de temas de interés. Los kilómetros pasaban distraídos en asuntos que nos unen, hasta que las palabras empezaron a distanciarse y se hizo el silencio. “Vamos a parar, necesito estirar las piernas y espabilarme un poco”. Paramos en el primer bar que encontramos junto a la carretera. En la puerta nos cruzamos con un señor; no nos pasó desapercibido su gesto de bajar la mirada y responder con el silencio a nuestro saludo, por contraste con el camarero que nos recibió con un “buenos días” fresco y mirando a la cara. Estaba solo. ¿Qué les pongo? “Un cortado, café de máquina, leche semidesnatada, templado, con sacarina”; “para mí un cortado normal” Hizo una mueca y nos reímos los tres. Pasé al baño, cuando volví, los encontré en animada conversación. Una pregunta trivial sobre nuestro destino había derivado en puntos comunes que prendieron la mecha; luego surgieron temas personales, familiares y la charla se envolvió en un tono de confianza que generó un ambiente de calma lenta y explicaba que algunas frases quedaran suspendidas en el aire como el humo de un cigarro. Tuve que hacer de hombre malo y con un golpe del dedo índice en la esfera del reloj llamé la atención sobre la hora; se nos había ido el tiempo.
Hice ademán de pagar, dio un paso atrás y levantó la mano en un gesto de rechazo amable; “paga la casa y muchas gracias”. Ante nuestra cara de extrañeza, continuó “Miren, por este bar pasa mucha gente gracias a Dios, no me puedo quejar del negocio. La mayoría entran, piden y se van, muchos sin decir adiós; Vds. me han dado conversación, me han tenido en cuenta, y eso es muy de agradecer”.
Cuando este sábado abandoné el jardín, me acordé de aquel buen hombre y su agradecimiento porque nos habíamos detenido unos minutos con él. Y me pareció que los lirios hubieran hecho lo mismo, si hablaran.
Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader
10/04/24
Mar 27, 2024 | Escritos
En la segunda quincena de enero, cuando aún quedaban restos de turrón en la despensa y algunos escaparates mostraban juguetes todavía, empezaban los primeros movimientos con la mirada puesta en la Semana Santa; las cofradías convocaban reunión, las bandas desempolvaban los tambores y se citaban para las primeras pruebas. Cada una tenía su rincón reservado por las cercanías y al anochecer resonaban las pieles de bombos y tambores por los cuatro puntos cardinales.
Desde que tengo uso de razón he vivido el ambiente de la Semana Santa en mi casa: mi padre estaba al frente de una Cofradía, mi hermano coordinaba la banda de tambores, mi madre y otras ponían a punto los faldones, túnicas y las flores del paso. Por entonces yo era del equipo de monaguillos de la iglesia de los Franciscanos, donde se alojaban varias cofradías, y participaba a fondo en las procesiones desde dentro, tanto en su preparación como en el recorrido.
Después mi horizonte se ensanchó y me alejé del pueblo, pero los recuerdos me han acompañado siempre porque son un trozo de mi vida, son parte del tesoro acumulado en mi interior.
En estas fechas, si estoy fuera vuelvo a ellos con orgullo y agradecimiento; y si puedo, estoy presente para revivirlos de nuevo con la misma emoción.
La Semana Santa en Caspe bebe de la tradición del Bajo Aragón: el redoble del tambor flota en el aire y marca un estilo propio. En las procesiones, la banda de bombos y tambores anuncia la llegada del paso con la figura de Jesús en alguna de las escenas de la Pasión. No es ruido que disperse; el ritmo que marcan bombos y tambores estremece por fuera, pero repliega hacia dentro, invita a un diálogo interior con la imagen que viene despacio, se acerca, pasa rozando y marcha lentamente por el fondo de la calle ¡cuántas peticiones! ¡cuántos “perdón”! ¡cuántos propósitos de mejora en esos momentos!
Hoy miércoles santo, la procesión es distinta. Le llamamos Vía Crucis del Silencio, porque Jesús clavado en la Cruz pasea en horizontal a hombros de los cofrades sin banda de tambores. No hace falta anunciar su llegada, porque le acompañamos apiñados alrededor, arropándole en un recorrido de calles estrechas y empinadas. Se oye el roce de los zapatos en el suelo, el bisbiseo de una conversación, el saludo bajito a una conocida en el balcón, el sacerdote que lee la estación: Quinta, Simón Cirineo ayuda a llevar la Cruz. Luego añade una breve reflexión y me siento invitado a ser otro Simón con los que están a mi lado. Al “amén” abro los ojos y descubro la luna llena sobre el cielo negro alumbrando los tejados; la noche está fría, me encojo para resguardar la cara del ligero cierzo que viene de frente.
De nuevo caminamos a su lado, en silencio.
Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader
27/03/24
Mar 20, 2024 | Escritos
Conocí a Javier una mañana de junio. Se incorporaría al curso siguiente como profesor de lengua. El director de la ESO le acompañó hasta el despacho para que le explicara la documentación que necesitaba para el contrato; hizo las presentaciones y nos dejó solos. Seguía las explicaciones con una ligera sonrisa, atendía con interés y siempre que levanté la vista me encontré con su mirada como si me quisiera decir que le importaba lo que yo decía. Con el tiempo me di cuenta de que a Javier lo que de verdad le interesan son las personas, que por eso seguía con atención lo que yo le contaba; los papeles van después.
Y seguramente por eso, cuando las explicaciones llegaban al final, me preguntó alguna cuestión que abrió otra ventana de conversación y nos aventuramos en un aterrizaje suave a cuestiones más personales. Aunque nos alargamos mucho más tiempo del previsto, se me había pasado la contrariedad inicial por aquella visita imprevista que iba a retrasar el trabajo entre manos. Le acompañé hasta la salida y, al despedirnos, me quedó la sensación de que nos conocíamos de toda la vida. En poco tiempo, su conversación me había dejado huella.
Volvimos a encontrarnos con el curso empezado; en la sala de profesores, en el comedor, en los patios, siempre le veía con gente; era más de escuchar que de hablar. Discreto, sonriente, se había ganado a la clase donde era tutor por el cariño que ponía en el trato con los alumnos a la vez que sabía ponerles metas exigentes. Organizaba partidos de futbol a mediodía, aprovechando el tiempo libre entre las clases de la mañana y la tarde. El deporte no era lo suyo, evitaba el balón sin que se notara mucho, pero a cambio animaba a todos, les implicaba en el juego y conseguía hacer equipo. Al acabar, se les veía en un rincón de las gradas, a la sombra, comiendo el bocadillo entre risas y alguna palabrota.
A final de curso, el día que se entregan las notas y ya sólo queda trabajo interno, nos íbamos todos a comer al campo. Era una tradición que se mantenía con fuerza y se esperaba con ilusión. Aquel año, después de la comida nos acomodamos en la sombra de la alameda; algunos en silla, otros sentados en el suelo recostados en el tronco. Los vasos del café corrieron el rondo y Antonio nos unió en torno a sus recuerdos de los primeros años del colegio. Luego apareció la guitarra y cantamos distendidos una de esas de todos. ¡Javier ahora tú! Le pasaron la guitarra, rasgueó unos acordes para ajustar el ritmo y entonó la canción. Me pilló hablando con el de al lado, oí su voz sin prestar atención; se había hecho el silencio y también callé a la segunda estrofa: “Eso que tú me das / no creo que lo tenga merecido…” Un cosquilleo me recorrió el cuerpo “Eso que tú me das / es mucho más de lo que te pido…” “Gracias por estar / por tu amistad y compañía…” No era sólo su voz, también la música y la letra se me colaban y me elevaban como un globo por encima de las copas de los árboles en busca del cielo abierto: “Gracias a ti / seguí remando contra la marea…” “Me ayudaste a remontar / a superarme día a día…” “Eso que tu me das / es mucho más de lo que pido” “Eso que tú me das / no creo que lo tenga merecido…”
Para cuando acabó la canción me había levantado y alejado; necesitaba pasear, estirar las piernas, respirar hondo y saborear aquellas estrofas que se convertían en oración de la que brota en conversación de tú a tú con ese a quien quieres. Desde la distancia vi el grupo con la mirada fijada en Javier que se arrancaba con otra. El bisbiseo de las hojas movidas por la brisa me impidió distinguir la nueva canción, pero daba lo mismo; había entrado en bucle con el estribillo de la anterior que resonaba con gozo en mi interior “Eso que tú me das…”
Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader
20/03/24
“Eso que tú me das” es una canción del grupo Jarabe de Palo que puedas escuchar pinchando aquí
Mar 13, 2024 | Escritos
Abrió los ojos antes de que sonara el despertador. Ese día no había clases y las empleadas de cocina también hacían fiesta. Pero el cuerpo arrastraba la inercia de los días de trabajo y le envió una señal por si se había quedado dormida; además, el gato no entendía el calendario laboral y allí estaba pidiendo el desayuno como cada mañana. Le sirvió como un señor, con una caricia de propina y volvió a la cama. El sueño flotaba a un palmo de su cabeza como una nubecilla que no acaba de descargar sobre sus párpados; aunque los tenía cerrados permanecía despierta.
Dio media vuelta, se ajustó el edredón. Pensó en él; casi veinticinco años juntos y no se acostumbraba a su ausencia, aunque se repetían al menos una vez al año por asuntos de trabajo. “Me acostumbraré” pensó la primera vez y no quiso decir nada para no hacerle sufrir, pero su cara era un poema y se lo notó nada más volver. No hacían falta palabras, en la otra orilla la situación era una fotocopia y se lo dijeron todo en un abrazo.
Se levantó con el rezo que abre el día; mientras calentaba el agua repasó las habitaciones. La mayor en la universidad, los dos siguientes en el trabajo; la pequeña dormía profundamente con el reloj biológico apagado y también el digital. La besó suave, la tapó con delicadeza. “Hay que cambiarle el colchón, se le ha quedado corto”.
Sentada frente al balcón con la taza caliente entre las manos, se mojaba los labios con la infusión. La bruma matinal se había deshecho con los primeros rayos de sol; la panorámica desde la altura de un noveno se extendía de norte a sur, dejó vagar la vista por encima de la silueta de la ciudad y fue a su encuentro. Oyó su voz sin ver su rostro, le contó los planes de “un día en tu ausencia”.
Dejó el desayuno preparado para la dormilona y salió a comprar. En la parada se encontró una vecina que la distrajo con su conversación hasta la entrada del supermercado. Delante de la estantería, llamo al hijo para aclarar una duda; también se acordó del encargo de la mayor. Para la pequeña se llevó un postre especial pues especial era el día ya que iban a comer juntas y solas. Y para la segunda, una crema que le hacía falta, aunque no se la había pedido.
De regreso pidió parada nada más subir la cuesta, así andaría un poco. Atravesó la plaza, entró en la iglesia y arrodillada en el último banco pidió por cada uno de ellos; añadió una compañera de trabajo, una amiga, su hermana y una vecina de la escalera de al lado, cada una con lo suyo.
A punto de entrar en el portal le sonó el teléfono; lo había guardado entre las bolsas de la compra y tardó en encontrarlo. Al mirar la pantalla, el corazón le dio un sobresalto; no lo esperaba, a estas horas, pensó lo peor. “Me han cancelado una visita y tengo unos minutos para saludarte. Se me hace largo esperar hasta la noche” Le salió un suspiro hondo antes de articular palabra y se le dibujó una sonrisa en la cara que llamaba la atención. Saludó al portero bajando un instante el teléfono; en el ascensor la cobertura no era buena, no quiso arriesgarse a perder la llamada y lo detuvo tres pisos antes. Se sentó en el rellano, sin notar que el mármol estaba frío o tal vez le daba igual. “Adiós… yo también” Colgó, pero sin moverse de aquella postura. Un minuto después, la puerta de un piso por encima la devolvió a la realidad. De pie, se estiró para desentumecerse, respiró hondo y acabó de subir hasta su rellano. Al entrar en casa saludó “He hablado con papá” … “quería saber lo que hacemos un día de fiesta en su ausencia”.
Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader
13/03/24
Mar 6, 2024 | Escritos
Los conocí un atardecer de invierno cuando salían del portal, riendo con brillo en los ojos como quien está con quien quiere estar, más que ninguna otra cosa en la vida; lo demás era lo de menos. Era viernes y como cada viernes quedé con José Luis para apoyar una actividad deportiva que se organizaba en las instalaciones del colegio con chavales del barrio. Al acabar le llevé a casa y en la puerta coincidimos con su hija y el novio, dos universitarios que se ponían el mundo por montera y el horizonte se les quedaba pequeño de las ganas de vivir que tenían. Me los presentó, fue una conversación de un instante y con la oscuridad de la noche no grabé bien sus rostros.
Una mañana de primavera regresaba de una gestión en el banco y al cruzar el vestíbulo en dirección al despacho, un matrimonio joven que estaban sentados esperando se levantaron y vinieron a saludarme. Se debió notar mucho que no acertaba a identificarlos en mi base datos interior; fueron unos segundos incómodos hasta que ella se adelantó a sacarme del atolladero: “soy Lucía la hija de José Luis; mi marido Dani. Hemos venido a pedir plaza para Pilar, nuestra primera hija; no queríamos marchar sin saludarte”. Habían pasado unos años desde aquel encuentro exprés y, aunque su padre me iba contando sobre ellos y el resto de la familia, la grabación de aquel atardecer de invierno se había difuminado.
Fue el inicio de una amistad de las que dejan poso, con encuentros entrañables, conversaciones íntimas y momentos duros compartidos. El segundo, Javi, nació con una enfermedad no diagnosticada y la fueron conociendo a base de sustos. Detrás vendrían Santiago y Nacho con embarazos complicados que minaron la salud de la madre. Pero si de algo iban sobrados en aquella casa, era de alegría. De comodidades andaban más bien escasos, pero la vivienda que un día estrenaron, cuatro paredes desnudas, la habían convertido en hogar a base de darle la vuelta a los contratiempos, de poner cada día un detalle de cariño en cada uno; y por eso todos querían volver allí cada tarde.
Un sábado me llamó para tomar un café a eso de las seis; venía de dejar la pandilla en casa de los abuelos y quería darle tiempo a ella para que se arreglara. Habían quedado para salir a cenar. Faltaba una hora para pasar a recogerla y me confesó que ya notaba el cosquilleo en el estómago como cuando novios, que esos nervios antes de verla habían madurado, pero no desaparecido; habían mutado la fogosidad en intensidad y sólo se calmarían cuando le diera un abrazo. Nos despedimos y me quedé embobado viéndole marchar.
Al poco vinieron a una conferencia para familias; llegaron cuando el ponente se estaba presentando y se sentaron tres filas delante de mí. Aquel tipo hablaba bien, lo que decía interesaba a los asistentes, nos cautivó enseguida; al referirse a la familia dio unas pautas para el trato con los hijos, que también sirven para el matrimonio: reíros juntos (se miraron y sonrieron); sed los mejores amigos (ella apoyó la cabeza en su hombro); haz que se sienta apoyada (puso su mano sobre la de ella y la apretó); asegúrate de que se siente querido (le dio un beso en la mejilla). Les esperé a la salida ¿qué nota habéis sacado? ¡Un diez! Y, una vez más, se rieron mirándose a la cara.
Ella me cogió del brazo y me apartó un poco para decirme : pero es que con Dani ¡es taaaan fácil!
Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader
06/03/24