La calle Alfonso

La calle Alfonso

Hace dos semanas tuve la oportunidad de ir a Zaragoza por un asunto profesional; nos habían citado muy temprano y tuve que madrugar; no me importó. La alegría del viaje tiraba para arriba del peso del sueño y anduve ligero de movimientos. Hasta los quince años eran frecuentes los viajes desde el pueblo a la capital; luego el tren de la vida me llevó a otras estaciones y no he podido visitarla tanto como hubiera querido.

Los asuntos de la mañana acabaron antes de lo que habíamos previsto. Nos despedimos en la puerta de El Corte Inglés en el Paseo de la Independencia. Miré el reloj y el cielo; el primero me decía que tenía tiempo para improvisar algún plan; el segundo aconsejaba pasear, que, aunque las nubes cubrían el sol, la temperatura era muy agradable.

Decidí acercarme a saludar a la Virgen y contarle en vivo algunas cosas que le pido en la distancia. Por los porches del Paseo desemboqué en la Plaza de España y la crucé en dirección al Coso, mientras contemplaba el Monumento a los Mártires. Un buen hombre me dio unos golpes en el hombro y a la vez que señalaba los raíles en el suelo me advirtió con acento propio que tuviera cuidado con el tranvía.  Había animación en las terrazas de los bares que ocupan la acera ancha a la entrada del Tubo; gente reposada que desayunaba miradas sin disimulo.

El Coso me transportaba a las páginas de los Episodios nacionales, de Benito Pérez Galdós. Cambié de acera para ver la fachada del Casino Mercantil y luego la del Palacio de Sástago. Estaba disfrutando, me lo notaba por dentro y los demás lo verían por fuera si se fijaban en la cara que se me ponía.

Me detuve al principio de la calle Alfonso, la vía peatonal que conecta en línea recta con la Plaza del Pilar. Al fondo, a medio kilómetro de distancia, cierra la vista la cúpula de la Basílica. Allá por 1860, esta calle se abrió paso por el caótico entramado urbano que tenía sus orígenes en la colonia romana cesaraugustana y pasó a ser el centro más representativo del poderío de la ciudad. La anchura de la calle y la misma altura en todos los edificios, la hacen singular. Comencé el recorrido con la paz de una mañana poco transitada, de peatones con acento de turista, algún vehículo de reparto a los comercios, unos jardineros municipales arreglando los parterres o aquella persiana bajada en la tienda que espera nuevo dueño. Al levantar la vista, una singular mezcla de estilos en fachadas y chaflanes: construcciones de piedra, balcones volados, techos de alfarje, ventanas de madera torneada, pinturas murales, vitrales y amplios portales arcados.

La imaginación me traía al presente aquellas impresiones que guardo de esta calle cuando la recorría de la mano de mi madre, las aceras repletas de gente, la calzada reservada para el tráfico intenso, el temor de pasar un semáforo con coches a un lado y otro como los judíos en el mar Rojo; y los comercios emblemáticos que deslumbraban por su escaparate y rótulos: Almacenes Gay, La Campana de Oro, Vidal Beltrán, Derby. Antes de bajar los peldaños que separan la calle de la Plaza, me giré para tener una nueva vista de la calle Alfonso y guiñarle un ojo.

En la puerta de la Basílica me detuve un instante, para centrarme en las intenciones que me traían hasta allí. Dentro, la misma emoción de siempre, siempre renovada cuando veo la Virgen sobre el Pilar. En ese momento, de rodillas delante de ella se me habían olvidado los asuntos a pedir y sólo me salía un ¡gracias Virgencica!: por lo de hoy, por lo de ayer y anteayer, por lo de mañana y pasado porque seguro que estarás a mi lado como te he notado siempre.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

08-11-2023

Visita al cementerio

Visita al cementerio

El último sábado de octubre amaneció radiante; un día de otoño cálido, limpio y claro. Después de comer la tarde invitaba a disfrutar del cielo intenso, del sol directo. Salí con mi madre a dar un paseo hasta el cementerio. El ambiente estaba tranquilo, la carretera en silencio roto sólo por algún coche que de tanto en tanto pasaba lento, contagiado por el entorno; apetecía caminar despacio, saborear la conversación hecha de comentarios sencillos, de noticias recientes sobre la gente del pueblo. En los campos quemaban ramas, hierba y algún rastrojo, para dejar la tierra a punto antes de la siembra tardana; el humo blanco subía calmoso y se disipaba en tenues capas, como si fueran nubes blanditas sostenidas por una columna desde el suelo.

Otros grupos habían tenido la misma idea y el cementerio estaba muy concurrido. Cruzamos la puerta, avanzamos sin prisa saludando a unos y otros; se afanaban en limpiar cristales, fregar mármoles, reponer flores, ir y venir a la fuente o pedir la escalera, anhelos por dejar aquel lugar preparado para la fiesta de los fieles difuntos que ya se acercaba.

Allí parecía que el tiempo había perdido su valor, que en esta tarde no se tenía en cuenta. Nuestro recorrido empezó con la visita a los nichos de los abuelos y el del tío que en unos días cumpliría su aniversario. Después de rezarles continuamos el paseo; para mi madre cada lápida un recuerdo. Pasamos al otro lado, donde están los otros abuelos: les dedicamos una oración y algo de limpieza con el material que llevamos. Continuamos hacia la salida hablando bajo, como lo hacen todos para no quebrar el ambiente. Las paradas se repiten cada pocos pasos hasta que por fin llegamos a la puerta.

Ya en la calle, por la misma acera viene hacia nosotros un señor mayor de rostro enjuto, boina calada, manos recogidas en la espalda, ligeramente encorvado avanzando despacio. Mi madre le saluda “buenas tardes, tió Manuel” “buenas tardes, Maria”; “¡cómo pasa el tiempo ¿cuánto hace que la tiene aquí?” “¡diez años ya, María!”.

La respuesta es rápida, como quien lo tiene bien contado. Aquella expresión pronta, serena y cálida, me pilló de sorpresa; comprendí que dentro de aquel buen hombre había mucho más de lo que su imagen podía reflejar. Su aspecto rudo envolvía un corazón enamorado que le daba fuerzas para caminar hasta el cementerio donde reposaba su mujer; nos contó que allí acudía a diario para hablar un ratico con ella, a recordar tantos buenos momentos compartidos y algunos no tan buenos, a decirle que anhelaba el momento de fundirse los dos en un abrazo eterno, para siempre.

“Que vaya bien tió Manuel” ¡adiós, María, adiós! En el camino de regreso anduve despistado, tuve que hacer esfuerzo por atender a lo que mi madre contaba, porque por dentro había un runrún de la conversación con el tió Manuel y el impacto que me llevaba de aquella visita al cementerio.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

01-11-2023

La filosofía de la vida

La filosofía de la vida

“Espero encontrar el tiempo necesario para escribir un libro sobre la filosofía de la vida”; esto me decía la madre Francisca, superiora general de una Congregación de religiosas, que en la mochila de su vida acumula la experiencia en el trato de tantas y tan variadas personas que se le han acercado en busca de consejo, en España, México, Perú o Kenia.

Con la madre Francisca me une el propósito común de contribuir en la formación de unos cientos de chicos y chicas, alumnos de uno de los colegios de la Congregación. La ilusión y el empeño por remover su inquietud para que sean personas libres, responsables, con espíritu de servicio a la sociedad desde los valores cristianos, nos llevan a mantener frecuentes conversaciones.

A los jóvenes les habla del amor, humano y divino; sabe mucho de corazones enamorados porque está rodeada de mujeres que van y vienen a donde se les necesita, por amor a Dios y a las personas, que en el mismo corazón cabe todo. Y también sabe del amor humano, que se lo cuentan muchos matrimonios que acuden a ella.

“Mira Rafa, vivir enamorado da sentido a la vida; el amor te lleva a la entrega y por la entrega llega la felicidad; pero no te ahorra disgustos ni contrariedades, que nadie piense que la felicidad es la ausencia de dolor, porque entonces va listo. Mira te voy a contar la última:

José y Sandra son un matrimonio ejemplar, familia numerosa, ocupados en la educación de los hijos y muy involucrados en el colegio. El es ingeniero de carrera y de mentalidad, previsor, ordenado, acostumbrado por su trabajo a proyectar, ejecutar y obtener resultados. A veces parece que le gustaría expresar los sentimientos con una fórmula matemática.

Ella es activa, pendiente de la casa, de los hijos, implicada en la parroquia y en el colegio, volcada en todo aquel que lo necesita. No ha ejercido su carrera universitaria por atender la casa, pero promueve actividades culturales y está al día de las últimas tendencias.

Mire madre, me decía José: con Sandra coincido en todo y la quiero mucho; pero hay un aspecto con el que no puedo y me provoca enfados. Y es que cuando expresa sus sentimientos, lo hace con un lenguaje florido y exuberante que no entiendo. Fíjese que me dice “porque claro, es que 2 + 2 es igual a mucho” ¡cómo que mucho! ¿qué quiere decir con mucho? De siempre 2 + 2 han sido 4; no entiendo lo que me quiere decir y por eso me enfado.”

Me reí con la madre Francisca, son los pequeños detalles que saltan en la convivencia, en casa, en la familia, y ponen a prueba nuestro corazón para que aprenda a renunciar, a callar, a perdonar, a poner cariño que es el mejor bálsamo. A lo mejor el libro que quiere escribir va de esto, que es una buena filosofía para andar por la vida.

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

25/10/23

Rafa Barberan

Rafa Barberan

Conocí a Rafa cuando teníamos siete años. Su hermano y el mío eran monaguillos en la iglesia de los franciscanos y nos llevaron con ellos. Luego llegaron Manolo, Vicente, Jesús, José Manuel y Agustín. Para nosotros, ser monaguillo era una actividad que llenaba casi todo el tiempo libre: juegos en el huerto, ping pong, partidos de fútbol y atender las funciones litúrgicas. Lo pasábamos en grande y era el punto de encuentro para hacer otros planes. Los domingos por la tarde, cuando salíamos de la iglesia nos íbamos a jugar a los jardines y allí coincidíamos con Chus, Asun, Rosa, Margarita y Carmen. Entre juegos y carreras, se recortó la distancia con ellas y empezamos a jugar juntos; del trato surgió la amistad y pusimos los fundamentos de la pandilla.

Nos hicimos “mayores” cuando a los diez años dejamos las Escuelas y estrenamos el Instituto con aquel bachillerato laboral. El horizonte vital se amplió, hicimos nuevos amigos y el grupo se amplió por las dos bandas, que las chicas también estaban activas en el colegio de las monjas. Los jardines de la Parroquia seguían siendo nuestra base operativa, después del cine y los futbolines, hasta que vimos la necesidad de organizarnos de otra manera y canalizar nuestras inquietudes de un modo más eficaz.  En cuanto pudimos, alquilamos un local para poder estar juntos sin deambular por la calle y promover actividades.

Hasta entonces, Rafa era el eje en torno al que nos agrupábamos de modo natural, sin darnos cuenta. Ahora, con el local, adquirió mayor peso: unas veces era el cimiento donde se sostenía lo que hacíamos y otras, la locomotora que tiraba de nosotros. Era imaginativo y práctico, ponía en marcha las ideas y nos implicaba en sus propuestas. Por algo salía elegido presidente siempre que hacíamos elecciones, sin darle importancia. Supo unir a todos en sacar adelante aquel proyecto y gracias a eso tuvimos un espacio y un grupo donde recibir las novedades que la vida nos descubría en esa etapa tan apasionante; y crecer en pandilla, lo mejor que te puede pasar cuando la adolescencia te revoluciona por dentro y por fuera y te cambian las referencias que hasta entonces te han servido de guía: allí se apaciguaban los enfados cuando los padres no te comprendían; o se atemperaban las emociones del primer enamoramiento, al compartirlo con los más íntimos.

Con la madurez, a la pandilla le llegaron los primeros trabajos, siguieron las bodas, los hijos, las alegrías y contrariedades que nunca faltan, las bodas de plata y las jubilaciones; aunque la vida nos haya llevado por aquí y por allá, todo lo hemos vivido en grupo y lo hemos disfrutado con el mismo espíritu de los inicios. El mérito es de todos, pero considero que con Rafa a la cabeza.

Hoy hace tres años que cruzó el puente a la otra vida, donde nos espera con Pili, José Antonio y Vicente. Si en el cielo hay locales, seguro que ya tienen uno preparado para acogernos a medida que vayamos llegando y reunir de nuevo a la peña; volveremos a organizar la recogida de cartones en invierno a beneficio del Asilo, la carroza en verano para las fiestas o las excursiones a Masatrigos. Y si hacemos elecciones, será nuestro presidente.

Por todo lo que hiciste por el grupo, del que tan orgulloso me siento y a quien tanto debo ¡muchas gracias, Rafa!

07-10-23

(Rafael Barberán Ralfas falleció el 7-10-2020 a los sesenta y cinco años.)

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

Vaya detalle

Vaya detalle

Salí con José Manuel con tiempo suficiente para llegar al hospital un buen rato antes de la hora que le habían citado. Le aconsejaron estar relajado en el momento de la prueba y que fuera acompañado; era algo molesta y podía tener efectos secundarios.

Una vez instalados, comprobé que en aquella sala de quirófano de día sólo citaban a los que se hacían el mismo examen. Todos los grupos éramos de dos personas, paciente y familiar. La rutina se repetía: salía la enfermera “¡Fulanito y familiar!” ¿es Vd. el acompañante del enfermo? Pasen por favor”. En el despacho nos explicó en qué consistía la prueba y el procedimiento. José Manuel pasó al quirófano y yo esperé en la sala.

Una vez finalizada, nos volvimos a encontrar, a la espera de que el médico nos explicara los resultados. Jose Manuel salió con gesto de dolor, pero se recuperó enseguida y entablamos conversación.

Al poco salió un enfermero empujando una silla de ruedas y unas muletas en la mano; en la silla un señor mayor con la cabeza ligeramente inclinada sobre el pecho y aspecto descuidado. En los brazos, el esparadrapo tapaba la señal de las vías que le habían quitado hacía un momento “¿familiar de Segismundo?” El enfermo dice algo que no se entiende bien. Vuelve a preguntar “¿familiar de Segismundo?”  El enfermo levanta un poco más la voz y le dice que no hay ningún familiar “¿está Vd. sólo? “. Segismundo sonríe un poco con pena: sí, estoy sólo. “Bueno, pues le dejo aquí y enseguida saldrá el médico que le explicará lo que tiene que hacer”.

En la sala, cada pareja pasa el tiempo como puede, los nervios de la prueba no permiten muchas alegrías. Segismundo no llama la atención, nadie se fija en él; espera en la silla de ruedas apartado en un rincón, las muletas apoyadas en la pared.

De nuevo sale otra enfermera y llama. En esta ocasión nadie responde, no hay movimiento en la sala. Mira a Segismundo y le pregunta “¿es Vd. Pedro?” No, no, soy Segismundo, dice levantando con esfuerzo la cabeza. La enfermera quiere asegurarse, le toma la documentación y lee sus datos. “Entonces Vd. es Segismundo”; sí, sí, así es. “Pero Vd. no tiene que esperar aquí, tiene que esperar en la sala azul, saliendo al pasillo dos más a la derecha”. Segismundo sonríe un poco con pena. “¿está Vd. sólo?” Sí, sí, estoy solo.

La enfermera respira hondo, recoge los papeles que lleva en la mano y los guarda en el bolsillo de la bata, cambia el gesto de la cara como si una luz interior se hubiera encendido y le dice con una sonrisa: “pues entonces Segismundo, Vd. y yo nos vamos a dar un paseo, le llevo”. Y desaparecen de la sala, girando a la derecha cuando salen al pasillo. La conversación ha sido tan natural, tan rápida, que nadie en la sala de espera se ha dado cuenta de lo ocurrido.

De repente me fijo en las muletas, las agarro y salgo rápido detrás de ellos; cuando les alcanzo, la enfermera va contándole una historia simpática y Segismundo sonríe.

De regreso, José Manuel ya está con el médico que le explica el resultado, todo bien gracias a Dios. Por el pasillo de salida, nos miramos ¿qué te ha parecido la enfermera? y hacemos un gesto de admiración ¡vaya detalle!

Rafael Dolader – vidaescuela.es – @rdolader

04/10/23